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No hay nada mejor para la democracia y peor para las arcas públicas que la celebración de elecciones democráticas. Cuando éstas se acercan, los partidos políticos olvidan que somos los ciudadanos los que pagamos los gastos e inversiones que prometen. No cuestiono que algunas de las medidas que en estos días se vienen planteando como el aumento de las pensiones, por ejemplo, sean injustas. Para algunas pensiones, lo injusto es mantenerlas tan bajas. Lo que planteo es que quienes legítimamente nos administran no dicen quién va a pagar el aumento de los gastos. Y la respuesta es fácil, la van a pagar nuestros hijos y nietos, esos a los que decimos que queremos mucho. En España, cada español debe 24.000 euros aproximadamente. Es cierto que otros países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) también tienen deudas per cápita elevadas, en algunos casos muy superiores a la nuestra. Pero supongo que los acreedores querrán cobrar y la pregunta, insisto, es quién va a pagar lo que debemos. Si no somos nosotros serán nuestros hijos o nietos. Entonces, me pregunto, si es verdad que están recibiendo una enseñanza gratuita, una sanidad gratuita o, al final, la acabarán pagando. Nada es gratis, eso ya lo sabemos hasta los más ingenuos.

El domingo 7 de enero de este año leía un artículo de Joan Bonet referido a Keynes y al déficit público. Decía Bonet y lo comparto, que si Keynes viviera estaría de acuerdo con la política expansiva del Banco Central Europeo, rebajando los tipos de interés y comprando bonos corporativos, pero no con la política de los gobiernos que en lugar de generar superávits presupuestarios cuando las cosas van bien y déficits en épocas de vacas flacas, mantienen el déficit a lo largo del tiempo. Es razonable que en época de recesión el Estado se endeude, pero es más dudoso que lo haga en época de bonanza. Decía Keynes que es en época de bonanza cuando se debía ser austero. En época de crecimiento económico una de las prioridades debería ser no gastar más de lo que ingresamos e ir pagando la deuda. Esto lo hace cualquier familia sensata. Sin embargo, no parece figurar en el ideario de los administradores públicos. De este modo, endeudan más a las generaciones futuras. Así, los padres viviremos bien a costa de nuestros hijos, justo lo contrario que hicieron nuestros padres y abuelos. La ONU sentenció hace unos meses: “las generaciones futuras heredarán un planeta mucho más inhóspito”.

No es sorprendente que este asunto no forme parte de la agenda ni del debate político porque las generaciones futuras no votan. Y el cortoplacismo se ha adueñado de las agendas políticas, no de todos los políticos, por supuesto, pero sí de una mayoría. Los pocos que miran al futuro siguen un principio esencial en la gran política: “antes de hablar, párate y escucha al otro”.

En los dos últimos años, he leído las reflexiones sobre el asunto de dos premios Nobel de Economía que van en la dirección que apunto. Joseph E. Stiglitz, en un artículo titulado La nueva brecha generacional, de marzo de 2016, decía lo siguiente: “Si bien la actual generación de personas con mayor cantidad de años se encontró con baches en el camino; en su mayoría, sus expectativas se cumplieron. Hoy en día, las expectativas de los jóvenes, dondequiera que se encuentren en la distribución del ingreso, son diametralmente opuestas. Ellos se enfrentan a la inseguridad laboral a lo largo de su vida entera. En resumen, los jóvenes de hoy ven el mundo a través de la lente de equidad intergeneracional. Sin embargo, no vamos a ser capaces de solucionar el problema si no lo reconocemos. Nuestros jóvenes sí lo reconocen. Ellos perciben una ausencia de justicia intergeneracional, y tienen razón de estar muy enojados por ello”.

La otra reflexión es de Jean Tirole, en su libro La economía del bien común, cuando dice: “Nuestras sociedades no dan muestra de mucha generosidad hacia las generaciones futuras, a pesar de todos los discursos sobre el deseo de sostenibilidad de nuestras políticas. A las generaciones futuras les estamos legando un futuro muy incierto: los jóvenes se enfrentan a un paro elevado, a empleos menos atractivos, a una educación insuficiente y no siempre adecuada al mercado laboral, a unas jubilaciones no financiadas, a una deuda pública elevada, al calentamiento global, etc. Evidentemente, no podemos vanagloriarnos de generosidad porque, en los hechos, nuestras políticas están generalmente guiadas por el bienestar de las generaciones en edad de votar”.

A estas reflexiones, podemos unir la de la propia Comisión Europea, recogida en el Libro Blanco sobre el futuro de Europa: «Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, existe un riesgo real de que la actual generación de jóvenes adultos acabe teniendo unas condiciones de vida peores que las de sus padres. Europa no puede permitirse perder al grupo de edad más formado que ha tenido nunca y dejar que la desigualdad generacional arruine su futuro».

Bueno, pues lo dicho, no prefiramos vivir en un mundo ficticio y transformemos mejorándolo en el que hemos nacido para que nuestras generaciones venideras tengan algo que agradecernos. Hoy podemos afirmar, ojalá que tenga que cambiar de opinión muy pronto, que nuestros padres vivieron mejor que nuestros abuelos y que nosotros vivimos mejor que nuestros hijos. Y me pregunto, si de verdad queremos a nuestros hijos, si hemos de acentuar en los errores o rectificar lo antes posible.

*Manuel Parras Rosa es Catedrático de Comercialización e Investigación de Mercados en la Universidad de Jaén.

 

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