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Al ver esa fila interminable de gente en el madrileño barrio de Aluche esperando su turno para recibir una bolsa de alimentos, han venido a mi memoria una de las primeras imágenes que recuerdo de mi niñez: la cola de la cartilla de racionamiento -residuo de una guerra trágica- en aquel Martos tristón y desdibujado de mitad del siglo pasado, que vivía del olivo y de los mordiscos de la incertidumbre.

Era 1951 o 1952. Iba de la mano con mi madre y tras un rato de espera volvíamos con aceite, azúcar y algunas legumbres que necesitaban posterior limpieza por venir con tierra y algún que otro gorgojo. Por entonces los artículos de primera necesidad estaban racionados. Tanto como el poco entusiasmo que la España de Franco despertaba en el exterior y que nos sumía en la miseria y el aislamiento. De aquellas colas recuerdo niños con mocos, pantalones con remiendos y madres con toquilla negra, medias negras y un negro luto de posguerra en sus rostros.

Era cuando el hambre mataba más que las gripes y los virus. Años de cuello ancho y chaquetas holgadas abrochando cuerpos enjutos de labriegos deslomados de cavar los pies de olivo de medianos y ricos. Tener olivos en Martos era cosa de pocos, hasta que el singular amigo Pérez Luque hizo su particular reforma agraria y consiguió que el sueño de tener su «pedazillo» lo pudieran hacer verdad miles de viejos jornaleros.

Setenta años después he visto esos rostros tapados con mascarilla que para algunos era como un salvoconducto de anonimato para no ser vistos en ese trance de pedir, como un burka para darle esquinazo a las cámaras de televisión. Los pobres que se precien deben tener su miajita de orgullo y dignidad ya que otra cosa no les dejan tener. El virus chino y el virus de una sociedad enferma así lo han dispuesto. Una sociedad que tiene buenas casas, coches veloces, veraneos en playas, políticos bien pagados, discotecas, botellones y rayas de coca, realesmadrid y viscabarsas, fábricas de casi todo, horas extras, buenos hospitales y un sinfín de cosas más que terminan en social o sociales y a las que sin embargo hemos de añadir….y colas de gente que pasa hambre  y espera un diezmo de caridad que nace de corazones de llanura ancha, que crean bancos de alimentos que son más amables que los de usura para que llegado el virus de la hambruna no se tire al cuello de la gente y se quede pegado como lapa a la roca.

Y llegado a este punto me empieza a hervir la boca y a cagarme literalmente en muchos, para terminar haciéndolo en mí mismo por dejar mis gritos a medias en cuatro versos de dudoso hilván, en unas líneas de periódico provinciano o en las más que insociales redes a las que acudimos para escribir nuestras gracias o sacudir nuestros fanatismos. Y empiezo a darme asco a mí mismo y así no digo nada de todo el que me rodea, que no es otra cosa que la más abyecta hipocresía, la más enorme mentira y la más hermosa boñiga que cuadrúpedo trotón pueda aliviar en mitad de la plaza Mayor de cualquier pueblo de esta bendita, o no tanto, España mía y vuestra.

En el Madrid confinado a 16 de mayo 2020.

Foto RTVE.es: Largas colas en el barrio de Aluche, en Madrid, para la recogida de alimentos.

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