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Por ANTONIO DE LA TORRE OLID / Sentado sobre el borde de la alberca, con las piernas metidas en el agua de rodillas para abajo. Antes los veranos eran de un calor tórrido, pero no tantísimo como ahora. Y en silencio, salvo el susurro de una leve brisa que hacía sonar alguna de las enredaderas o las ramas de los olivos. Sin caer en el paso de los minutos. Con la mirada perdida rotando por los cerros. Y en la cabeza una letanía, como el que ora o como el que usa una frase repetida en una relajación. La mía era machadiana, campo, campo, campo.

Libre por tanto, tanto para quedarme en silencio como para permanecer en ese estado el tiempo que quisiera. Libre para acabar por zambullirme en el agua porque me apetecía, libre para hacerlo sabiendo que el agua está verde y llena de ovas. Seguía sin pasar por la cabeza qué es lo próximo que tienes que hacer, nada, no hay prisas.

La memoria sentimental es especialmente selectiva para quedarse con aquellas cosas que nos pasaron desde la adolescencia hasta la mayoría de edad, cuando tantas experiencias ocurrían por primera vez.

Hoy, miles de niños jiennenses son porteados cada mañana hasta la puerta del colegio en los asientos traseros de los vehículos todocamino de sus padres. No aprecian la suerte de no tener que andar pisando charcos y baldosas sueltas de camino a la escuela, ni siquiera se quedan absortos viendo el serpenteo de las gotas de lluvia cayendo por el cristal. Porque están centrados en su pantalla, en algún juego más o en poner algún mensaje o audio de lo más perentorio.

Aunque en poco tiempo necesitarán gafas, no les puedes decir “Levanta la mirada”, que por poco no se ha convertido en el título de este artículo. Pero no, vaya que suene a eslogan ñoño, de póster de la sala de espera de la consulta de un terapeuta del trastorno del espectro autista.

Salvo que han sido entrevistados para algún reportaje en el que aparecen henchidos de sentido común, esas niñas y chicos jiennenses olvidan un minuto después el calado de un debate de calado y de futuro en el que docentes, padres y administración andaluza y estatal están inmersos respecto a la regulación de la prohibición de uso de los móviles en los centros educativos, lo cual ha abierto el debate respecto a las horas que se le dedican el resto del día y desde qué edades. Lo cual obviamente ha llevado a la misma reflexión en lo que atañe también a sus mayores.

No se escuchan encuestas de tendencias, pero a buen seguro estará a la baja la meditación budista, será que estás mayor y no está de moda Richad Gere. Si Mario Alonso Puig sigue vendiendo tantos libros será más bien por su contenido motivacional que introspectivo. Y es de temer que la propuesta de Eckart Tolle en El Poder del Ahora también sea incompatible con las exigencias de tanta conexión digital.

El valor seguro y en alza ya no es hoy el oro, ni las acciones, ni el dinero, ni las criptomonedas, ni los token, ni siquiera la posesión de datos. El negocio, el business, está en el tiempo de conexión y en la atención. No importa tanto manejar los comportamientos políticos como manejar la atención, decía José Antonio Marina el pasado domingo en una entrevista en El País Semanal. Y a continuación reproducía una frase del consejero delegado de Netflix: “Si tenemos un problema, es el hecho de que la gente necesite dormir; porque si necesita dormir, no puede estar con las pantallas”. Esa dedicación es pues el bien escaso de primera necesidad, el objetivo.

Más allá de la forma de ser que está impregnando en esos más pequeños, en gran medida lo es por lo que ven en sus adultos, que un día le dieron la game para aparcarlos un rato, que tienen que atender múltiples compromisos, likes, saber cómo va la vida del que no deja de ser un infinito desfile de entradas en redes sociales o contestar un correo electrónico del trabajo, restando si hace falta tiempo a la rica siesta o a la vigilia que antecede al sueño nocturno.

Pero tanta atención y pantalla puede provocar indigestión y dificultad para asimilar tanta información, de tal manera concluye Marina que la variante del miedo, cómo no, que inunda nuestra sociedad, en este caso es la incertidumbre, por tal cantidad tan gigantesca de información, de la que no sabemos con qué quedarnos.

Pues contra eso, silencio y desconexión, vaya a que con esa quietud nos llevemos una sorpresa en forma de luz, sosiego y nos sintamos más seguros y en paz.

Durante un tiempo tuve la suerte de estar familiarizado con la candidatura del Paisaje del Olivar de Andalucía a Patrimonio Mundial de la UNESCO. Dos personas pueden estar a un metro de distancia una de otra y ver cosas distintas mientras contemplan el mismo valle, una llanura, una hacienda o un bosque. Es una delicia que un geógrafo o un arquitecto especializado te ayude a leer el paisaje, el ambiente y las gentes que lo habitan, como no será igual visitar a solas el románico y Santa María la Real que con Peridis.

Días atrás recorrí el capricho que la naturaleza se ha permitido en las hoces del río Duratón, el serpenteo de su cauce y los estratos de sus gargantas, ¡miles de años atrás golpeadas por olas del mar!. Ni ante los distintos rangos de verde en una misma montaña en las arboledas gallegas, ni ante las agrestes gargantas del Pirineo, ni ante los descensos de los Picos de Europa, ni ante los caprichos de las piedras de la Cerrada de Elías, ni ante la explosión de los almendrales en Las Hurdes, ni ante una absorbente puesta de sol chipionera que te atrae hacia el mar al oeste, me he rendido como lo hice, en silencio, caminando por la ribera del Duratón, en un paseo callado, de nuevo escuchando sólo la alfombra de hojas aplastándose a mi paso, el zumbido del vuelo de los buitres y las águilas y el sonido del agua del río y de las cascadas que brotaban entre las piedras, chorreando aún por el chaparrón de la noche anterior. Levanta la mirada.

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