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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / ¡Aquella Navidad de mi infancia!, cuando ensayábamos a coro los villancicos en las sombrías tardes colegiales decembrinas, mientras acariciaba el aula una llovizna menuda, pero contumaz, que escurría su cauce trazando pistas perezosas por el vaho que empañaba el cristal de los ventanales. Campanas sobre sobre campanas y sobre campanas una, asómate a la ventana verás el niño en la cuna…Y se incendiaban las pupilas y palpitaba desbocado el corazón mientras cantábamos excitados, a pleno pulmón, dirigidos por el hermano Carlos, las coplas tradicionales de este tiempo de esperanza.   

Más tarde  todo era un volar como Ícaro,  Paseo de la Estación arriba, con las notas trimestrales quemando en el bolsillo, protegidos por un impermeable que ya nos hacía sudar al cruzar junto a un Parque desierto, velados sus contornos por una translúcida y vaporosa neblina y hollados sus jardines de agua tímida, pero ubérrima.

¡Navidad! Bullían las calles de viandantes desafiando el débil chubasco en este preludio gozoso del Nacimiento del Señor. Las notas podrían haber sido  ser mejores …, decía mi madre con gesto crispado, pues pensaba que la obligación de aquel niño de diez años era obtener sobresaliente en cada asignatura, y no en unas pocas. Pero, tras soportar con mansedumbre la matriarcal filípica corría hacia la habitación de paso, como llamábamos a la estancia que unía los dos pisos, el de la Plaza de las Palmeras y el de la calle Gracianas, porque en tal santuario doméstico estaba instalado el Nacimiento que mi madre y mi abuela habían diseñado, conmigo de espectador ojiplático, ayuda controlada —cuando no abiertamente censurada—,  y corazón acelerado, días antes. Allí revivían paisajes y actores del sublime y gozoso drama sacro. El castillo de Herodes vigiladas sus puertas por centinelas judíos. El riachuelo de agua de Los Villares que reptaba alegre cruzando prados y aldeas pasando rumoroso bajo el puente. El polvoriento y árido desierto simulando con serrín, con su oasis datilero en el centro. La caravana colosal de los grandes señores de Oriente que habían abandonado su alto zigurat astronómico, dejando a un lado su ciencia  —casi siempre sin respuesta ante las grandes verdades— para ir en pos de la humildad de un niño divino que ocultaría estas cosas a los sabios y las mostraría a los sencillos de corazón. La estrella iluminada y colorista que orientaba la travesía de la comitiva. ¿Un cometa?, ¿un prodigio divino, o ambas cosas?, porque los milagros no son más que hechos naturales en misteriosa sincronía con momentos claves del ser humano. El moco de la vía del tren convertido en roca caliza belenita, o el húmedo musgo recogido días atrás por Manuel, el casero, en la Casería de Piedra para tapizar las escenas con un verdor que ahora no abunda en aquella tierra reseca y polvorienta. Y todo un muestrario de figuras de variados tamaños, renovadas con ilusión cada año, para representar el mundo abigarrado de aquella humilde villa de Judea, elegida, antes de que existiera el Tiempo, para que en ella naciera una Luz que jamás pudiera consumirse. Todo ello concentrado en un  portal resplandeciente por un arco iris de bombillitas multicolores y el soberbio prodigio celeste, donde se posaban mis fascinados ojos infantiles que ya presentían que tal sublime Misterio iba a estar toda la vida haciendo latir mi corazón, como la más preciada imagen; consuelo y guía en momentos difíciles, eterna y firme verdad siempre.

Se aceleraba el pulso al contemplar todo el añejo microcosmos de Belén de Judá: pastores durmiendo al raso, ovejas recostadas indolentes, cónclave colorista de gallinas, hilanderas con su rueca, panaderos en sus hornos, herreros en la fragua, carpinteros, vendedores, soldados de Herodes, legionarios romanos, cambistas, pajes, reyes, menestrales, lavanderas haciendo la colada en los chilancos simulados con papel de platina, y, por supuesto, el incontinente lugareño que, acurrucado en un rincón apartado con mirada vidriosa y estrábica, la usada habitualmente en semejantes ocasiones, satisfacía en inestables cuclillas sus necesidades mingitorias e incluso agropecuarias.

Navidad de mi infancia en una ciudad sencilla, adornadas sus calles pueblerinamente. Deambulaban junto a la Diputación manadas de pavos de mirada boba que ignoraban su próximo e inapelable destino en la cazuela. Primoroso nacimiento de la Gota de Leche custodiado por monjas de afiladas tocas. Navidad de los niños de san Ildefonso y su entrañable soniquete algebraico, dieciocho mil quinientas setenta y ocho veces resonando por cada esquina callejera. Navidad de los guardias urbanos encerrados en sus bunker de cajas de sidra y champagne, mantecados, turrones y juguetes para sus hijos que depositaban a sus pies, viandantes y automovilistas, en un gesto que hoy no podría imitarse, pues, en estos tiempos nadie regala nada sin pedir algo a cambio. Navidad de compras  junto a mi madre: productos de Estepa, pastas marquesas, turrones de Jijona y yema, peladillas o toscas figuras de mazapán. Navidad de alegres sones de zambombas y panderetas por los soportales del Hotel Nacional. Navidad de la cena familiar en el espacioso comedor que daba al patio de aquella amplia Casa de Antón, con toda la familia reunida. Oración sentida antes de desplegar las servilletas, desde el refugio de sus aros plateados marcados con la inicial del nombre de cada comensal, para compartir un ágape presidido por el abuelo Tobar que mantenía en cada ágape familiar su descomunal apetito pese a los achaques coronarios de los últimos años. Esa Nochebuena del consomé de jamón y pechuga de pollo, con una copita de jerez escanciada en su superficie, el pavo cocinado con paciencia y sabiduría en  sabio y lento asado y los fiambres de la confitería Lendínez o del Ideal Bar, todo regado con Paternina, que por entonces aún no se había descubierto por estos pagos olivareros la sutil enología de las tierras del Duero y tantos otros viñedos feraces. Nochebuena de los brindis finales con espumoso seco que precedía la llegada  a la mesa de una colosal bandeja plena de exquisiteces: mantecados, alfajor casero, roscos de vino, polvorones, turrones, peladillas …compartida por los mayores con un aromático café y una copa de Carlos I, o de los digestivos Chartreuse y Benedictine, e incluso resolí hecho por la abuela, brebajes deliciosos e iniciáticos a mis ojos infantiles que no me dejaban probar pese a mis encendidas súplicas.

Nochebuena de los villancicos callejeros, la misa de la gallo del brazo de mi madre. Celebración introducida por el Papa Sixto III el s. V, al celebrar tal solemnidad gloriosa, a medianoche, en la capilla del pesebre de la Basílica de Santa María la Mayor, la misa de la noche o misa del gallo, mox ut gallus cantaverit (en seguida de cantar el gallo). Intentos desesperados para no dormirme pese a la luminosa y sugestiva liturgia de esta festividad, tan distinta a la actual, que me resulta fría, vulgar —pese a sus aires de gozosa novedad conciliar—, glacial, indolente; muy alejada de la grandeza del misterio considerado. Me invadía el olor a siglos de la vetusta Iglesia, el pálpito mistérico de la lengua latina, el brillo y colorido de las vestiduras sagradas, la embriagadora caricia del incienso, la profunda unción de una música religiosa conmovedora  —tan distinta a la ratonil, vulgar, deprimente y de infinita simpleza que oímos hoy en los templos—, que hacía estremecer mi cuerpo y mantener la atención sin esfuerzo alguno. Ahora es todo tan distinto… La liturgia se ha simplificado, se han despojado sus textos de todo aquello que suponga una elevación conceptual o finura mental. Se han banalizado en exceso tales celebraciones gloriosas. Se ha desplazado la mirada desde el Misterio del sacrificio incruento del Calvario, hasta las figuras de celebrantes, lectores, oferentes y pueblo reunido. Se ha desacralizado por completo lo trascendente en un intento, creo que fallido, de humanizar lo sagrado, en su obsesión postconciliar de protestantizar lo católico, de diluir sus resonancias mistéricas y sacras. Se ha secularizado lo divino. Se ha hecho inmanente lo trascendente. Se han negociado no sé qué miserables pactos con el espíritu mundano.

Navidad de vuelta a casa, somnoliento entre convulsas tiritonas y arrumacos siderales, derrotado el cuerpo, pero con mi corazón de niño abierto como una rosa de mayo y una extraña paz en el alma. Los últimos villancicos junto al nacimiento: “No grites niño que vas a despertar al abuelo”. Mientras me desnudaba oía pasar por la plaza grupos de jaeneros con sus zambombas, almireces, carracas, panderetas, cascabeles o botellas de anís rascadas a conciencia, pidiendo el aguilando con voz algo aguardentosa, y cantando las coplas antiguas de la nochebuena de esta tierra, coplas con sabor a casería serrana con enhiesto ciprés junto a la lonja y hoguera de palos crepitando en el hogar, de machaconas flautas de autillos, ulular de búhos y siseos de lechuzas, de azules hogueras celestes, escarchas matutinas y fieros mastines defensores, coplas de chirri y pastira, de aceituna recién prensada en el molino, del cristal conmovedor de una luna de hielo y miel, limpia, moruna, afilada como un alfanje, coplas de gatos que ronronean enroscados sobre los capachos ajenos al trajín inmenso del molino, coplas de faena aceitunera por las veredas abiertas en los olivares, coplas de beso y sentido recuerdo de los que ya no están, coplas de fe, de lágrimas de añoranza; coplas cristianas de amor cantadas con la masa de la sangre al amor de la lumbre de olivo, entre sorbitos de resol, y licor de café para aclarar las voces; coplas de la nochebuena jaenera que son un tesoro en la memoria:

 Hacia Belén va una burra, rin, rin, yo me remendaba, yo me remendé, yo me eché un remiendo yo me lo quité, cargada de chocolate; lleva su chocolatera rin, rin yo me remendaba, yo me remendé, yo me eché un remiendo yo me lo quité, su molinillo y su anafre…

Pero no podía dormir. Por lo que, cuando  ya reinaba en la casa  la oscuridad y un  silencio espeso, me deslizaba de puntillas por el largo pasillo soportando el hielo de las baldosas hidráulicas, llegaba a la habitación del Nacimiento, cerraba con cuidado la puerta y, al encender las lucecitas del Misterio, recuperaba la noria su movimiento y el agua caía por la cascada de la roca. Y allí, con el espíritu extasiado, presa de un místico arrobamiento infantil y de una extraña ansiedad entonaba entre dientes los compases de un villancico que resumían mis mejores presentimientos:

Ya vienen los reyes Magos, ya vienen los reyes Magos caminito de Belén, olé, olé y olanda y olé, olanda ya se fue…

Después, sombras de la madrugada, de nuevo el grito de un silencio hondo y cardíaco, encuentro de la rótula con alguna silla imprevista, aullido de dolor, maldición infantil aprendida en los patios del recreo escolar, carrera descalza y paralímpica por el inacabable pasillo, salto a la cama, embozo protector, suspiro de alivio, sábanas limpias, almidonadas, crujientes, tiritera decembrina, bolsa de agua caliente ya helada en los pies, postura fetal, ángel de la guarda…, paz en el alma, dulce compañía…tiritera incontrolable, no me dejes solo ni de noche ni de día, madrugada insondable de guiños estelares, Nochebuena del alma en la memoria, últimos sones callejeros, salto en el tiempo, sueño profundo, Jaén en mi sueño ¡Añorada Navidad de mi infancia! Un prodigio inviolable en mi mente.

Todo ha ido cambiando con el tiempo. La descristianización es evidente, también la muerte de las costumbres consuetudinarias sepultadas entre globalismos memos, desangelados e inexpresivos. La llegada de nuevos personajes  y costumbres ajenas a nuestra secular cultura mediterránea es inapelable. Las gentes calan su ridículo gorro papanoeleño para olvidar cualquiera de sus costumbres ancestrales. Tiempo de un carísimo festival de luces por pueblos y ciudades, inaugurados semanas antes, como si fuera la portada de la feria de Sevilla, entre ¡oooohhhhs…! de admiración, cuando la única Luz que no puede consumirse está en el Portal y en nuestros corazones. Grotescos mamotretos que quieren representar arboles de la taiga tapando monumentos incomparables, comidas carísimas de grupos sin un solo recuerdo para el sentido primordial de esta celebración. Ni un solo símbolo del hecho glorioso que convoque nuestras miradas navideñas. Todo son luces, abetos, renos, estrellas inexpresivas, compras compulsivas, idas y venidas sin rumbo, felicitaciones sin alma, y ridículos y descoyuntados homínidos blanquirrojos de trapo escalando los balcones, en esta tierra olivarera, antigua y eterna, donde tan solo nos han traído sus presentes a lo largo del tiempo tres Magos de Oriente, astrónomos y sabios, hombres de fe  que siguieron la luz de la estrella para postrarse ante el Portal. Esa Luz que nunca se consume y que ha alumbrado tantos corazones en la Historia de este mundo trágico y desgarrado

Esta sociedad es otra. También tiene cosas buenas, hay que admitirlo, pero renuncia a cualquier herencia que puede hacerla perder el rumbo marcado hacia la entronización del ser humano como dios supremo sobre el planeta  —se os abrirán los ojos y seréis como dioses, proclamó la sierpe edénica, palabras que son repetidas a diario en esta época desde todas las tribunas—. Por eso este tiempo histórico quiere convertir la Navidad en festividad sin contenido sacro alguno, pero olvidan que sin Dios todo queda reducido a una orgía de consumo desenfrenado, atracón de viandas y desesperanza que deja un poso de amargura y tristeza profunda entre las celebraciones. Porque, si despojamos nuestra vida de lo sobrenatural, quedará tan solo, como dijo Chesterton, no lo natural, sino lo antinatural. En ese camino estamos, cuando algún rector de una conocida universidad, costeada por dinero público, felicita las fiestas del fin del otoño, u otro nefasto personaje las define como las fiestas de los afectos, donde, por supuesto, no hay lugar en la posada para aquella virgen galilea que iba a encender desde el pabilo sin mancha de su seno purísimo la auténtica Luz que alumbra el peregrinaje humano sobre la Tierra.

Como escribe Juan Manuel de Prada: el hombre contemporáneo persigue la felicidad como si de una fórmula química se tratase; y solo obtiene placebos euforizantes cuyo efecto duran bien poco, pues de nuevo debe enfrentarse con su dolor cotidiano, su ausencia de algo que dé sentido a  la vida que no sea dinero, placer, prestigio o poder, su pérdida de la inocencia de niño que tanto resalta en estos días de recuerdos familiares de unas fiestas entrañables que celebraban la llegada a este mundo de la única esperanza. No hay felicidad posible sin la dimensión religiosa natural en el ser humano. Sin ella es como si estuviéramos castrados, incompletos, marionetas a merced de cualquier espurio e interesado director de guiñol, cada vez con menos raíces, con menos mismidad, y esto se nota más en días como estos, lo que le ocasiona un fondo de amargura y angustia inevitable que no sabe comprender ni expresar. Es tan solo la falta de dimensión espiritual, la pérdida de identidad y referencias, de cimientos vitales, en esta época oscura de demoliciones programadas, en lo social, político y religioso; la ausencia de Dios que no puede camuflarse entre las ramas de un abeto cargado de regalos, entrechocar de copas burbujeantes o montañas de turrón y golosinas

Es otro Jaén al de mi  infancia, otra Navidad, otra manera de conmemorarla, de ignorar su verdadero sentido, pero siempre estará en mi corazón como hoguera inextinguible aquella tradición de mi madre de, tras finalizar la cena compartida en la Nochebuena , y antes de ir a San Ildefonso para la celebración litúrgica, extraer cuidadosamente de su envoltura al Niño Jesús para colocarlo en el pesebre del nacimiento casero, mientras sus labios y los de mi abuela y mi tía musitaban una plegaria de fe y esperanza, y se paralizaba el latido de mi corazón en tal momento inefable que aún puedo contemplar con los ojos del amor.

Había nacido Jesús, la Luz del Universo, el único sentido de esta vida, hecho que he podido comprobar a lo largo de mi existencia, pues cuando más me he apartado de Él, por descuido y negligencia, menos yo mismo he sido, que es lo máximo que se puede ser en esta vida.

¡Entrañable y gozosa Nochebuena jaenera de mis recuerdos mejores! En nuestra ciudad del alma se realiza de nuevo el prodigio. Christus natus est nobis. Venite adoremus!

                                   Ramón Guixá Tobar.

Foto: Una antigua y entrañable estampa navideña.

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