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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Alberto se ha levantado pronto esta mañana. La cafetera, con su sonido de locomotora antigua, le ha terminado de espabilar. Ayer, trasnochó viendo una película de ese oeste crepuscular que tanto le gusta. Tras una gran decisión, cambió de programa. En un principio, iba a ver el que enfrentaba a los dos candidatos principales al gobierno de España en el único debate cara a cara celebrado entre ambos en una televisión privada.

Ahora, viendo la prensa, en la que se da buena cuenta del contenido del mismo, se alegra de haber disfrutado de su película -la ha visto más de diez veces– y de no haber estado atento a un debate, en el que los aspirantes a gobernar «Las Españas» no lograron arrancar ninguna flor del corazón de los españoles.

Al otro lado de la calle, gobierna la desidia y la desesperanza. Desde su balcón puede ver cómo un grupo de individuos están desocupados en una plaza. Parece que la historia no va con ellos. Si bien hay que ser honestos y decir que muchos han decidido vivir así.

A Alberto le lleva rondando durante mucho tiempo una idea. Él no sabría cómo catalogarla, pero sí puede atreverse a establecer una diferenciación. Existen, para nuestro amigo, tres clases de personas: por un lado, los privilegiados de izquierdas, y por otro los privilegiados de derechas. Y, luego, en la frontera entre estos dos grupos, aparecen los desheredados, aquellos que Buñuel describió tan maravillosamente en su película «Los olvidados».

En el barrio en el que vive Alberto estas criaturas pueblan las calles de día y de noche. Adheridos a la piel del asfalto que se confunde con la de su existencia pasan eternas sus horas. Para ellos, parece que el mundo no existe. Su vida es una cuestión única de supervivencia.

Ahora, que se acercan elecciones, se pregunta si el baile va con ellos. Si su fe en el político es algo pleno. O han dejado de creer.

Nuestro amigo ya está jubilado. Toda su vida la ha dedicado a defender a los más desfavorecidos.

Siente mucha pena por la violencia sistemática que ejercen sobre los pobres la Banca y las Grandes Compañías Eéctricas. Él compara tal situación con aquella que se ejerció en el Oeste, cuando la instalación del Ferrocarril, el progreso en definitiva expulsó a los ganaderos de sus tierras.

Alberto acaba de salir de su casa. Baja la cuesta y, entonces, se acuerda de la historia de Nemesio. A este hombre, habitante de la ciudad invisible, acaban de desahuciarlo. Hace quince años, en la crisis de 2008, compró su vivienda. Los intereses eran tan altos que, a pesar de que su vivienda no fue muy cara, la cuota que tenía que pagar al banco era de casi mil euros. Ha vivido con esta carga más de quince años. Durante este tiempo ha solicitado al banco una quita, una rebaja de la deuda, y una cuota de pago real proporcional al precio de la vivienda. La negativa ha sido la constante de la entidad bancaria.

Nemesio ha tenido que abandonar el inmueble que tanto quiso y en el que tantos bonitos momentos vivió.

Hace poco, el bueno de Nemesio ha visto en un portal inmobiliario su casa publicada con el objeto de venderla. El precio de la misma es la quita que él pedía para poder seguir viviendo. La banca siempre gana.

Alberto ha llegado a la plaza de la Catedral. Sentado en un banco ve cómo algunos banqueros entran en misa a pedir por su alma y salud, para poder seguir engordando sus arcas, para que en el cielo no les falte de nada.

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