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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Un día cualquiera ya con las golondrinas, después de la mejor Semana Santa que se recuerda. Aunque a algunos les hubiera gustado que los tronos fueran versos, bellas canoas que, navegando por esas rías que serían nuestras calles, nos llevaran en un sentido poema el mensaje de amor que predicó el ser más bueno de todos los tiempos.

Sin embargo, no pudo ser así, y las canoas se quedaron varadas en los templos, evocando la memoria de un pasado en el que los navegantes rescataban de sus miserias a todos los que se acercaban. Hoy, ocurre todo lo contrario. Exponerte demasiado, puede acarrear consecuencias muy negativas. La libertad de expresión, de creación, de pensamiento es rea de la cuerda de aquel que llegó antes. Y su mano es tan fuerte que, amparada por otros, ahoga y casi mata. 

Alberto pasea su nostalgia por la Plaza. Quizá pueda entrar a La Catedral que, si el buen Dios no lo remedia, será expropiada de nuestra memoria.

Nadie ya recuerda la grandeza de sus naves.

Ha salido de casa sin mirar el reloj. Hace mucho tiempo que el tiempo no lo llama. La fugacidad de la vida, de la que tanto habló en sus composiciones, ya no la siente. Él es, pero piensa que ya no está.

Pero esta mañana, levantándose a las claras, ha abandonado pronto su melancolía, saliendo a pasear por esas calles que pronto dejará de ver.

Acompañado por la belleza de la quinta de Mahler, ha entrado en la Seo, y después de mucho tiempo ha podido mirar hacia arriba.

Y, también, ha mirado abajo. Agachando la cabeza, avergonzado, imaginándose en la exquisitez del suelo las palabras desafortunadas de muchos que, siempre, lo pisan de manera altiva.

El Cristo de la Buena Muerte, ya en su capilla, es la flor que siempre lo desvela. Asombrado por su majestuosidad, al Cristo le ha pedido que reconduzca las conciencias de aquellos que con sus palabras siembran discordia y resentimiento.

Los tambores de guerra suenan en el viejo occidente. Hacer apología de la misma no es cristiano. La guerra Santa es el peor invento del hombre.

Alberto sale de la catedral, piensa en esa posible guerra. Piensa que a ese conflicto no irán aquellos que lo crean, sino que, seguramente irán sus hijos, sus nietos.

Se pregunta si hay algo más hermoso que servir a Dios a través de la paz y del amor fraternal.

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