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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Granada tierra de poetas, contigo empecé a vivir.

Los paseos por el Albaicín alimentaban mi alma. ¡Cuánto me acuerdo de las tardes en el Mirador de San Nicolás! Enfrente, la Alhambra. Su belleza es universal.

Nací en un pueblo de la Vega de Granada, la misma que cantaba Federico en sus poemas; la misma que la piqueta de la construcción descontrolada ha herido casi de muerte.

Soy la segunda de tres hermanos. Mi vida se marcó muy pronto. A los seis meses de mi nacimiento, mis padres y yo tuvimos un accidente de tráfico. Las consecuencias fueron fatales. Mi padre necesitó dos años y medio de hospital. Mi madre estuvo seis meses en coma. Mientras que ella despertaba me dieron en acogida.

Mi padre trabajaba en una fábrica. La abandonó por culpa del siniestro. En compensación, le dieron una pensión.

Sin embargo, la economía familiar quedó muy mermada. Era necesario buscar otros horizontes de financiación. Mi padre montó un establecimiento hostelero. El bar iba muy bien. Mi madre era una excelente cocinera. Nosotros ayudamos a limpiar a la hora del cierre.

El tiempo pasa tan rápido que a veces no somos capaces de sentirlo. La vida marchaba bien. Tengo la sensación de no haberla disfrutado plenamente. Pero sé que mi vida, a partir de ahora, va a ser diferente. La esperanza es la flor que siempre me salvó.

Nos expropiaron el negocio por la obra futura de una carretera. La indemnización fue cuantiosa. Nos compramos una casa y en el pueblo abrimos un nuevo bar: la Peña Barcelonista. Además, mi padre, por su discapacidad sobrevenida por el accidente, fundó una Asociación de Minusválidos Psíquicos y Físicos, y se convirtió en su primer presidente.

Nuestra existencia, a pesar de las circunstancias, era muy buena. No teníamos derecho a quejarnos.

¡Qué bien se ven las ciudades desde un avión! Es fascinante, igual que si las estuvieras viendo desde un mapa. He sido una gran viajera. Conozco casi todo el globo terráqueo. He visto amanecer en París, anochecer en Río. He cruzado el crepúsculo, le he dado la mano a la aurora boreal.

En la Educación General Básica no tuve ningún problema. Mi calvario comenzó al asistir al instituto. Repetí tres veces 1º de BUP. Ahora mismo no sabría decir lo que pasó. Mi padre, viendo mi éxito en los estudios, me invitó a abandonarlos.

Los hechos de la juventud, si no se gestionan bien, te marcan para toda la vida y te la condicionan. Lo mismo ocurre con los primeros amores. Mi primer novio tenía veintitrés años y yo quince. Con él tuve las primeras relaciones sexuales.

Lo conocí en la radio local. Yo era la presentadora de un programa de música.

Si pudiera volver atrás, cuántas decisiones no tomaría… Todo lo pensaría con calma. No sería una persona tan acelerada.

La relación duró dos años. Él entraba a casa, conocía a mis padres, pero el idilio se rompió. Me comunicó que me abandonaba, que se iba a casar con su novia de toda la vida.

Me había engañado, traicionado. Esta chica estaba estudiando fuera. Jugó a dos bandas.

La navaja del amor se me clavó en mitad del corazón, tardé un tiempo en superarlo.

Mi padre, herido en su honor, destrozó su coche y le dio una paliza.

A los trece años lo volví a ver y me acosté con él.

La vida de estudiante es muy cómoda. En cambio, la del trabador, si este es un comercial, es durísima, con muchas piedras en el camino. Mi primer empleo fue precisamente de comercial, en una empresa dedicada a vender limpiaparabrisas. No soy capaz de enumerar las veces que me recorrí los polígonos industriales de Granada y sus pueblos. Las condiciones eran muy precarias: contrato mercantil y encima teníamos que darnos de alta en autónomos. Yo no lo hice. Duré un año en esta empresa.

Tenía que seguir haciendo algo con mi vida. No podía defraudar a mis padres, ni a mí misma. Trabajar no solo es un bálsamo económico, también libera la mente.

Mi segundo empleo fue en una cafetería. El dueño era amigo de mi padre. Por tanto, ya lo conocía. Él tenía treinta años más. Yo era una joven de veinte años. Estaba casado y era padre de cinco hijos. Disponía de muchas propiedades. Su situación matrimonial no me importó, estaba muy enamorada de él. Es el padre de mi hijo mayor.

Esto no fue aceptado por mis padres. Me advirtieron sobre él y no les hice caso. Me estaba metiendo en las fauces de un gran lobo. El amor, a veces, es ciego.

Me fui a vivir con mi pareja, pero la luna de miel para algunas mujeres no es eterna. Durante el embarazo noté algo de distanciamiento, sensación que se confirmó al nacer mi hijo. Volví a casa de mis padres.

Era dueño también de un prostíbulo muy famoso de la provincia de Granada. Su hijo celebraba la despedida de soltero en el local. Se emborrachó en la fiesta. No pude aguantar su ausencia y fui a la sala de fiestas y le recriminé su comportamiento.

La reacción de este tipo nunca se me olvidará: me agredió con tanta saña que pasé mucho miedo.

Rompí la relación. No consentí que mi hijo llevara su apellido, aunque su padre lo nombró en el testamento. Mi hijo nunca tuvo relación con sus hermanos.

¡Ay, cómo te echo de menos Granada de mi vida! Las calles estrechas del Albaicín llevan el nombre del amor y de la belleza. En la Puerta Elvira descansa el eco de la corriente del Darro. Pronto iré a verte, Alhambra mora.

Me la tenía jurada. Me tendió una trampa. Un gitano famoso de mi pueblo me convenció para ir a hablar con el padre de mi hijo. Argumentó que era necesario que nos reconciliáramos. Me lo creí y, con toda la inocencia del mundo, me dirigí a su casa. Tenía llaves y abrí la puerta. Estaba escondido, esperándome detrás de la puerta. Se abalanzó sobre mí dándome una paliza casi de muerte. Conseguí escaparme y en la carretera me desvanecí. Un coche me recogió trasladándome al hospital. Estuve quince días ingresada.

Si no fuera por los padres, qué haríamos los hijos. Mi padre me salvó de una muerte segura.

Una vez que salí del centro hospitalario, no tuve más remedio que huir del pueblo. Mi vida corría peligro. Mi padre me ayudó dándome 200.000 pesetas y me fui a Menorca. Comencé a trabajar en unos apartamentos turísticos. Mi hijo se había quedado a cargo de mis padres.

Alternaba el trabajo entre las islas de Menorca y Lanzarote, y, entre medias, hacía visitas a mi pueblo. En unas de estas conocí al padre de mis dos siguientes hijos.

Mi acosador, la persona que estuvo a punto de matarme, quería hacerse una prueba de paternidad, para que yo volviese. El amor de mi padre paró el proceso.

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Cuando viajas en avión, no miras el cielo, sino que perteneces a él, formas parte de su universalidad. Es una sensación muy hermosa.

En uno de estos viajes, conocí a Fernando. Estaba sentado a mi lado. La vida me alcanzaba, otra vez, con sus redes y yo abracé la nueva aventura.

Al poco tiempo de iniciar la relación, me fui con él a vivir a El Prat de Llobregat y comencé a trabajar en un hotel de Barcelona. La experiencia no fue buena. En el hotel me exigían hablar siempre en catalán. No estaba conforme y dejé de trabajar.

La etapa en tierras catalanas, a pesar de todo, fue excelente. Además de hacer nuevos amigos y conocer una nueva cultura y costumbres -que siempre enriquecen el ánimo- gesté a mi segundo hijo, el pequeño Fernando.

Me anunciaron que el embarazo podía ser de alto riesgo y decidí volver a Granada para estar al cobijo de mi madre. Durante un tiempo, mi pareja permaneció en Cataluña, hasta qué a través de la mediación de mi padre encontró trabajo en Granada. Alquilamos una vivienda en un pueblo cercano.

Mi hijo nació por una cesárea.

Pude volver sin miedo a ninguna represalia de Manolo, el padre de mi primer hijo, pues se encontraba en estado terminal, hasta que falleció.

Parece que había encontrado mi vereda salvadora. La vida me sonreía. Tuve a Fernando, mi segundo hijo.

Trabajaba en la eléctrica Iberdrola. La relación con Fernando iba muy bien.

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Cómo me acuerdo de tu belleza roja, de tus jardines en donde el agua parece que te habla. Tus habitaciones rezuman historia y pasión. Lo daría todo por pasar alguna noche entre tus paredes y conversar con algunos de tus moradores que todavía no han podido ascender al cielo y huir de tu hechizo.

Mi existencia se complicó, una vez más.  En una tarde ya muy lejana, mi hijo comenzó a convulsionar. Con la ayuda de un vecino, lo llevamos de la manera más rápida posible al hospital. Salí con lo puesto. Apenas me dio tiempo a cambiarme. Sin embargo, esto no era importante. Salvar la vida de mi hijo, sí.

En urgencias consiguieron estabilizarlo y lo ingresaron en planta. Durante cinco días le estuvieron haciendo pruebas con un diagnóstico positivo. Mi hijo, gracias a Dios, está bien.

Nunca olvidaré la actitud de mi pareja. Quizá sí soy capaz ahora, con el tiempo, de entenderlo. El padre de mis hijos sufría una enfermedad muy grave, de la que no se quería tratar. Era un adicto al trabajo. Esta patología es tan dañina como la adicción al juego. En el tiempo que mi hijo estuvo ingresado en el hospital, no fue a verlo. No se lo perdoné.

A partir de ahí mis sentimientos hacia él cambiaron. Decidí romper nuestra vida conyugal -nos casamos por lo civil-. Cambié la cerradura de la puerta de casa y saqué sus pertenencias al descansillo. De nuevo me vi en un sendero de cruces.

Al no poder pagar la vivienda, pues se llevó el dinero común, no tuve más opción que dejarla. Nos encontrábamos solos en la calle.

Fernando nunca fue una persona cariñosa, ni siquiera con los niños. Nunca mostró afecto por ellos. Huía de las relaciones sociales. Su obsesión por el trabajo no le permitía ver más allá de sus ocupaciones.

Tenía que reaccionar rápidamente, por mis hijos. Contacté, con urgencia, con la trabajadora social, para que estuviera al tanto de mi situación. Ayudas para el alquiler me fueron denegadas, ya que en el convenio regulador la pensión de alimentos era alta. Más adelante os hablaré del divorcio. Nunca me pasó de forma íntegra la cantidad establecida. Apenas teníamos para comer.

Gracias a la intervención de la trabajadora social, nuestra situación mejoró sensiblemente. Visitó mi casa y confirmó todas nuestras penalidades. Al ver el frigorífico vacío, imagino que se le haría un nudo en el estómago. Con celeridad contactó con una guardería, en la que matricularon a mi hijo. Allí estaba hasta las cinco de la tarde, con todas sus necesidades cubiertas. Y para Pili, mi hija, consiguió que le dieran plaza en el comedor del colegio. Pero su hazaña no acababa aquí. Su intervención hizo también que contáramos con la ayuda de Cáritas, para poder comer todos los días.

Había que buscar vivienda. La opción de volver a casa de mis padres quedaba descartada. Siempre me voy a arrepentir de lo que hice, pero no tuve más remedio: vendí el oro de mis niños y con el dinero que obtuve de la transacción, alquilé una casa muy vieja.

El camino de la vida es un itinerario áspero y rugoso, aunque también tiene sus flores. Durante este tiempo, a pesar de no tener nada, fui muy feliz junto con mis hijos. Aunque veíamos poco el sol, su luz nos calmaba.

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Me gusta leer, fundamentalmente poesía, un género muy minoritario. A la gente le cuesta leer versos, porque no tienen paciencia y, a veces, no es capaz de ver la belleza y la música que esconden los poemas.

Empecé a rehacer mi vida. Las salidas fueron más frecuentes, siempre con mis hijos. Los hábitos sociales se volvían a reactivar. Una tarde recibí una llamada de una prima de Fernando para tomar unas cervezas y ver a mis hijos. Obviamente, quedé con ella y pasamos una tarde muy agradable. Las consecuencias vendrían después: la prima de Fernando subió las fotos a la red social Facebook y se desencadenó la tormenta.

Fernando, totalmente enajenado, acudió a mi domicilio y comenzó a insultarme, diciendo que estaba de “puterío”. La pelea subió de tono, hasta llegar a las manos. Me empujó y di contra una puerta y se me clavó parte de su cristal. Pasé mucho miedo, mucho.

Lo denuncié y se celebró un juicio por la vía rápida. Nos divorciamos, estableciéndose las siguientes medidas provisionales: pensión de alimentos de 600€, fines de semanas alternos, mitad de mes de vacaciones… La custodia me la quedé yo, faltaría más.

Mi madre nunca me apoyó moral ni económicamente. Fui a pedirle comida para mis niños y me la denegó.

Mi calvario continuaba. No solo no disminuía, sino que iba en aumento. Nos mudamos a otro piso, pero no pude pagarlo. La dueña inició un procedimiento de desahucio. No pudieron echarme al tener a los niños.

Las situaciones, cuando se vuelven desesperadas, son dañinas como una ola del mar. Te envuelven sin darte cuenta, te atrapan hasta que te hacen prisionera. Algo tenía que hacer para escapar. No estuve muy acertada e hice lo que no debía de hacer.

Unos conocidos me propusieron guardar una bolsa de droga en mi piso, a cambio de 3.000 €. Sabedores de mi situación, les fue muy fácil convencerme. En el mismo momento en que dejaron las sustancias en mi casa, la Policía entró, nos detuvo a todos y localizó la bolsa. Me dejaron en libertad con cargos. El juicio se celebró a los dos meses.

Mientras tanto, debía seguir viviendo. Mis hijos eran el antídoto que me permitía seguir hacía adelante. Los servicios sociales continuaban haciendo su trabajo. Gracias a su constancia, durante un tiempo, antes de la celebración del juicio, volvimos a ser felices.

Una psicóloga del Centro de la Mujer me orientó sobre la existencia de una casa de acogida en Salamanca, regentada por unas monjas de la orden de las Adoratrices.

Contacté con ellas. Al principio eran reacias a mi admisión y la de mis niños en la casa, pues nadie les daba información sobre mi situación. Finalmente, después de muchas conversaciones, nos dieron asilo. El juzgado autorizó nuestro traslado a Salamanca.

Los versos de Unamuno me volvieron a conquistar. En Salamanca, el maestro luchó para que la cultura llegara a todo el Estado español. Cada vez que paseaba por esta hermosa ciudad, tenía que hacer una parada obligatoria en la casa en la que vivió.

En esta hermosa ciudad, mis hijos y yo fuimos muy felices.

Entre medias, tuve que ir a Granada, a la celebración del juicio. La sentencia salió relativamente pronto, me condenaron a 11 años de cárcel por un delito contra la salud púbica y por pertenencia a organización criminal. No podía creer, la que se me venía encima.

Si para cualquier persona entrar en la cárcel es el fin del mundo, para una madre el hecho alcanza una gravedad máxima. Lo más complicado fue hablar con mis hijos y contarles. Se quedaron con su padre. Tuve que firmar un papel en el que le cedí la custodia de mis niños. Me cubrí las espaldas, haciéndole firmar un documento, que decía que la custodia de los niños volvería a mí, una vez que saliese de prisión. Los trabajadores sociales actuaron como testigos.

Mi exmarido me acompañó a la prisión de Granada. Hasta pronto Salamanca.

En la cárcel me quedé embarazada. Desde Granada me trasladaron a la provincia de Madrid. Me enteré de que mi destino era Aranjuez gracias al taxista. Los funcionarios no me informaron del lugar al que me llevaban. A las presas que están embarazadas no nos trasladan en el típico furgón policial. El taxi fue escoltado durante todo el viaje por dos coches de la Guardia Civil.

A diferencia de la prisión de Granada, las celdas de Aranjuez son bastante grandes, parecen un apartamento. El trato que recibí fue lamentable. No me dieron mantas, no me dejaron poner cortinas… mi intimidad era asaltada en cualquier momento.

Llegó el día en el que di a luz. Al nacer la niña, apenas pude cobijarla en mi regazo. Se la llevaron para hacerle una prueba de paternidad. Pensaba que no iba a verla más. Afortunadamente, me la devolvieron a las dos horas. Mi hija se llama Cristina. Es otra de las flores de mi vida.

Al principio, la salud de mi niña era buena, pero todo se volvió a torcer. A los tres meses, mi hija se puso a tiritar y la llevamos rápidamente al Hospital del Niño Jesús. El diagnóstico era bueno. Los médicos me dijeron que eran convulsiones causadas por la fiebre. No había que alarmarse.

Sin embargo, a la semana volvió a convulsionar otra vez. El diagnóstico ya no era tan bueno. Mi hija tenía epilepsia lactante. La intranquilidad se acentuó.

Su salud no mejoraba, le siguieron dando crisis. Las funcionarias me culpabilizaban de su estado, pues argumentaban que no le daba las pastillas a su debido tiempo. Pero Dios es justo y a la niña le volvió a dar otra crisis estando los médicos con ella. Yo no estaba.

A la niña le hicieron una prueba genética y nos trasladaron a un piso tutelado en Alcobendas.

De los 11 años que debía cumplir en prisión solo estuve 2.

Salir de prisión es una liberación. Por fin mi niña y yo íbamos a disfrutar de una vida digna. En el piso de Alcobendas estábamos con una funcionaria y una educadora social.

Pensaba que el trato hacia mí iba a cambiar. Estaba totalmente equivocada: la educadora social me denunció a la Fiscalía de Menores alegando que le seguía sin dar la medicación a mi hija y que no la llevaba a las revisiones médicas.

El fiscal no solo escuchó a la educadora, sino que también llamó al hospital para comprobar si las acusaciones contra mí eran fundadas. Evidentemente, el médico dio fe de que cumplía con mis obligaciones. Denuncié a la educadora y la condenaron a tres años y medio de prisión.

De Alcobendas nos trasladaron al CIP de Victoria Kent, a la unidad de madre. Allí trabajé en la lavandería y mi niña estaba en una guardería cercana. El recuerdo que guardo es muy agradable, ya me trataron muy bien.

Durante mi estancia en prisión conocí a mi actual pareja, por lo que pedí el traslado a Jaén. Los papeles para la obtención de la pulsera ya se estaban tramitando. Me concedieron el poder irme a Jaén. Estuve con la pulsera hasta mayo de 2021.

La cárcel no es violenta como nos la muestran en las películas. Es un cementerio de personas vivas, donde anulan tu voluntad. Con las compañeras me llevaba muy bien.

Ahora soy feliz. Ya me tocaba.

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