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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /

A Damiani

El dibujo primigenio lo han matado. El tiempo no ha sido benévolo con la geometría de la calle.  

Es esta vereda la de la Maestra, o Maestra para los más comunes, que suprimen el artículo a sus mejores necesidades.

En esta rúa aún existen privilegios para aquel que mira con sus buenos ojos Y sin alzar demasiado la vista, el respeto impone esta obligación, se puede ver al poeta de Jaén, al que entre Josefa Sevillanos y el callejón de la Palma, entre el campillejo de Santiago y la plaza de San Bartolomé vino a descubrir, y fue el primero junto con su compadre Palomino, los secretos de un Jaén que, ciertamente, por amores mata.

El poeta cruza la calle igual que otro hombre, el único al que quiere y respeta, el único que merece los hermosos versos del maestro, versos de vida y alma que obligan al hombre bueno a salir todos los años en procesión por esta vía.

¿Quién es reo de quién? ¿El poeta es reo del hombre bueno o el hombre bueno es reo del poeta? El buen hombre, a la par que el trovador, lleva a cuestas su cruz de amor y versos.

Ambos son esclavos de una fe, adorados por aprendices o discípulos, según se mire, que reniegan de su cátedra de amor cuando esa cruz dorada desparece hasta llegara a una plaza donde Santa María, madre de los dos hombres buenos, espera para participar en esta farsa de luces y vivas. Seamos justos con la calle y alabemos sus flores, que también las tiene. Su flor más hermosa es la belleza disputada de un Jesús cuando la cruza.

El poeta, antes promitente, se acuerda desde su alcazaba de la peña flamenca, flanqueada por saetas, del sufrimiento del piadoso hombre. No olvida el peso que tiene que soportar para que un pueblo pueda alcanzar la redención con plenitud.

Y el poeta, al ver la silueta de Jesús el bueno, de talón y pies descalzos, derrama su lágrima. Y de su corazón surge el poema a ese hombre mientras cruza la calle: el espacio donde el poeta sueña con llevar la cruz de su amigo.

Ya está Jesús en la prisión de piedra que el Pocasangre mandó edificar. La cruz de la marquesa no cuelga de su hombro. Los pies del hombre están empapados en claveles y los bancos de madera han sido secuestrados por beatas y turistas de última hora ansiosos de ver la belleza dormida del cautivo.

El poeta, sabedor de esta escena, apura su refrigerio en ese bar que tantas historias cuenta.

El no mármol se rinde a la pisada de Damiani, y claudica. La calle se aparta y deja pasar, otro año más, al promitente, al amigo que con la diligencia y obediencia debida va a buscar a su otro yo al camarín de los cantones.

El poeta camina despacio, en procesión. Espera, soñando con un poema, que la vieja del banco y el turista salgan del santuario.

La una de la tarde de otro sábado de Gloria, el poeta otra vez vuelve a lagrimear. Se ve solo con Él, en la penumbra de la capilla: Jesús se limpia los pies de claveles y baja hasta el mármol de la iglesia.

El poeta lo espera en su quietud.

Foto: El paso de la imagen de «El Abuelo» por la calle Maestra, en la Semana Santa del pasado año 2022.

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