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Por MARI ÁNGELES SOLÍS / Aquel día era una fecha muy especial para ella. Fue por eso que él no quiso faltar a la cita.

Se levantó temprano y salió de su casa en Puerta Noguera. Sus pasos se oían en la calle, pausados pero firmes, dirigiéndose a la calle Portillo para tomar un café, sin azúcar como tenía por costumbre. Contaba que como había nacido en la Guerra, de niño nunca probó el azúcar. Por ello, nunca logró acostumbrarse a su sabor. Sus tres primeros años de vida los había pasado escondido en unos sótanos en la calle Cerón, casi sin ver la luz del día. Luego, su vida se fue abriendo poco a poco, y su infancia se hizo un hueco bonito correteando y haciendo amigos que nunca le olvidaron en el Colegio San Agustín. La plaza de san Bartolomé era parte de su hábitat. La otra parte se dividía entre la calle Jorge Morales y el Portón de los Leones.

Tenía muy guardados en su recuerdo los primeros chispazos de su memoria en Noguera. Él siempre jugaba con sus chapas al pie de una inmensa escalera. En lo alto de aquella escalera, su abuela Trinidad vigilaba a aquel chiquillo obediente que era, desde su mecedora. Desde su perspectiva en la parte de abajo, la vista le engañaba y parecía que la mecedora, al balancearse, podría caer de un momento a otro por aquel precipicio porque parecía estar al borde del primer peldaño. Y se inquietaba, le producía un miedo terrible pensar que a su abuela podría ocurrirle algo. Y permanecía más pendiente del balance de la mecedora que de sus chapas. Quizá de ahí nació su inquietud y su voluntad de protección hacia todas las personas que quería, siempre se preocupaba y ocupaba de que estuviesen bien y no les faltase nada.

Este dos de agosto brotaba un sol de demonios del cielo jaenés, su cielo. Pero él estaba acostumbrado, además ya no tenía sensaciones de este tipo. Simplemente porque ya no pertenecía a este mundo. Ahora su lugar estaba en un mundo más inmenso y profundo pero no dejaba de dejarse notar para ella. No podía evitar acompañarla a todos sitios, abrazarla cuando la veía triste y permanecer a su lado a cada momento. Pero aquel día ella quiso ir en su busca, sin necesidad de que él saliese de su querido barrio de La Alcantarilla, el que había guardado en sus cuestas su más preciada niñez.

Su mirada esbozaba toques melancólicos cuando sucumbía a la belleza que antaño reinaba en la Senda de los Huertos, hasta podía ver allí enclavado el emblemático puente. Y ya, en la calle que discurría hasta la Fuente de Don Diego, encontró una terraza a la sombra donde se sentó… a esperarla.

Ella no tardó en llegar, con su pequeño. Y la sonrisa en el rostro de aquel hombre que nadie veía trazó un camino de luz que llegaba hasta el Sagrario. Hablaban, aunque nadie les oía. Las gentes solo veían a una mujer feliz que miraba a una silla vacía, mientras el chiquitín mostraba el placer que se siente cuando alguien querido acaricia tu cabeza.

Pasadas las cinco de la tarde, bajo un sol de infarto pero que a ellos no les quemaba, se levantaron y caminaron los tres hacia calle Maestra pasando por el callejón de la Mona y rememorando el espacio vacío que ha quedado por siempre tras la agónica despedida del bar Sanatorio, ¡qué recuerdos tan lejanos! Aunque era pleno agosto, ellos no sentían calor, ni frío… sus sentimientos eran profundos, amor, recuerdos, hacia dentro… todo lo externo era como un escenario donde transcurrían sus vidas, un lugar atemporal donde el cariño demuestra que no hay límites cuando se quiere de verdad.

Y, una vez sumergidos en el mágico entramado de calles, historias y leyendas, se perdieron los tres, felices, buscando rincones ocultos como habían hecho siempre. Respetando la primera parada obligatoria en san Bartolomé y ver la Expiración…

A partir de ahí todo el mundo se abría a sus pies. Ella era para él la persona que más quería en este mundo. Todo el amor que la vida le había impedido dar, estaba aún muy bien guardado en el fondo de su pecho y solo tenía una dueña. La vida injusta no le dio el tiempo suficiente para poder querer a su madre. Y se la robó cuando era aún un niño. Por eso todo su amor por siempre iría para su niña. Ahora caminaban, sin un rumbo fijo pero con una meta: la eternidad. Tendrían que separarse en unos días para llorar el aniversario de una despedida. Pero él sonreía. Le decía a ella que solo era cuestión de “hacer el paripé”. Porque sólo estaría un día lejos, luego regresaría y volverían juntos a su vida de luz otra vez.

El tiempo se detenía en un reloj que nunca conoció de olvido. En sus retinas estaba clavada, a lo lejos, al final de un callejón, una torre de la Catedral. Por siempre juntos en ese espacio indescriptible que nunca nadie entenderá…

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