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Estoy en el jardín bajo la luz de un melado foco cuando aún no ha terminado de amanecer, mientras,  con interesada atención, intento esclarecer la diferencia, de una vez por todas,  entre conceptismo y culteranismo —o la semejanza de ambos términos, en tantas ocasiones—, siempre comparando textos líricos  de Góngora y el inefable Quevedo, bardo genial y aguerrido este último, cuya lírica   me llega al alma y la rompe en pedazos con su encendido  y  lúcido desgarro vital.

Hay un alacre  y sedoso cortejo de gatos a lo largo del seto. Dos mininos  locales, con ínfulas de grandeza, a los que graciosamente otorgo nombres literarios;  Marramaquiz al de  pelaje romano,  y Mizifuf, revestido de  canela librea. Ambos   pugnan por el amor de la bella Zapaquilda quien, agazapada en una esquina,  se lame con tranquilidad el lomo en armoniosos movimientos rotatorios de cabeza, y  deja actuar con suprema indiferencia  a sus apasionados  pretendientes, que van a luchar con garras y dientes por la posesión de tan perfecta anatomía gatuna, a la que adamará más tarde  el vencedor,  con   erizado pelo y  movimientos seguros y precisos. Mientras se dilucida  cual será el elegido, los rivales maúllan  con voz ronca y plañidera,  y   gesticulan profusamente con gestos de políticos  pacifistas —que de ordinario suelen ser bastante agresivos—. Tan solo les hace falta hablar,  como en la Gatomaquia  de Lope de Vega.  Me pongo de parte de aquel a quien  he llamado Marramaquiz, como ya lo nombrara el  excelso  poeta madrileño,  aunque espero que  si resultara derrotado en   estas lides del alba no muera  más tarde,  en manos de un cazador,   como en la obra citada.

Sigue su curso ascendente y  aún no visible,  el  victorioso cortejo solar. Le doy, complacido, sorbo tras sorbo al segundo café de la mañana después de saber, tras  estudios clínicos realizados por investigadores americanos  de relieve, que el negro brebaje no solo no es tan dañino como algunos piensan,  sino que alarga la vida y, curiosamente, sienta aún mejor a las personas de mente y sangre inquieta, lo que desde luego es mi caso. Tan solo hay que controlar en él las subidas de tensión que puede desencadenar en algunas  personas, pues esto,  como casi todo,  pese al intento  posmoderno de uniformarnos,  depende de   la estructura del ADN que cada uno lleva en sus células. Mientras tanto en el cielo   manos invisibles  trazan pinceladas  de leve turquesa, o  de   albaricoque   que madura  por  minutos, y un delicioso relente  invita  a dejar la manga corta, aunque estoy tan enfrascado  en mi tema literario, y en el  prodigioso ballet amatorio del dúo  felino  que no puedo reparar en el  fino helor de la mañana de mayo.

Pasó  la Semana Santa que viví algún día en Sevilla admirando la elegancia, profundo simbolismo   y devoción de los cortejos procesionales de aquella tierra, canon perfecto conseguido, con todas sus  luces y sombras, a través de muchos siglos que, desde luego, no puede ser burdamente  imitado, y más que nada en sus    aspectos más triviales,  en otras latitudes sin provocar una impresión de falta de autenticidad desgarradora. Es una pena pero son  tiempos de renuncia a lo propio, de desgraciada globalización de costumbres en todos los ámbitos vitales, de uniformidad de un  pensamiento dirigido desde los medios de comunicación. Lo más personal y auténtico de cada ser humano se castra con alevosía en pos de un mundo igualitario que olvida que cada ser vivo es una combinación genética única, que no se ha dado jamás, y nunca podrá volver a repetirse. Está prohibido ser distinto, no encajar en los moldes que la multitud teledirigida, manejada como marionetas por los ingenieros de la única opinión posible, ha aceptado como plausibles y deseables para la  época en que vivimos.  No puedo  dejar de recordar el proverbio  de Albert Einstein: “La persona que sigue a la multitud normalmente no irá más allá de la multitud. La persona que camina sola, probablemente llegará hasta lugares donde nadie ha estado antes” . Y esto, creo, es aplicable no tan solo para los  seres    individuales sino, de igual modo,  para el conjunto de una población.     

El Miércoles Santo formé parte del grandioso  cortejo  penitencial blanquinegro de mi hermandad catedralicia de la Buena Muerte que es,   solemne, sobrio, compacto, elegante y pausado desde el mismo día de su fundación de la que muy pronto hará un siglo.

Más tarde llegaron las lluvias de abril y golpeó mi corazón la  desgraciada noticia publicada en redes sociales y prensa diaria de que en una encuesta realizada por la OCU, Jaén  ha sido elegida  como la ciudad más sucia  de España. Y no es que estemos ahítos de denunciar la dejadez de muchos de nuestros  barrios altos y otros enclaves ciudadanos    que podrían  ser admirables, pero, sin embargo algo nos desgarra los adentros cuando el nombre de la ciudad a la que queremos se ve envuelto, una vez más, en una nueva catalogación  deshonrosa para ella.

La han tomado con nuestra querida y vieja Yaiyán. Nosotros la tomamos con ella hace años y la dejamos postrada y anémica de sueños y renacimiento, pero nos duele en el alma  cuando alguien desde el exterior  nos lo recuerda con sentido crítico inapelable.  Entonces todo son disculpas, descalificaciones de la fuente emisora de tal clasificación, hinchazón de tórax, exhibición de bíceps mentales, galleo pueblerino y frases grandilocuentes que cesarán bien pronto para seguir columpiados en  la mecedora de la dulce mediocridad, tan solo ocupados en  cómodas tareas triviales y consuetudinarias.

No nos merecemos esto. Es demasiado lacerante  para los habitantes de una  urbe  hermosísima, pero  que no termina de dar la auténtica medida de la valía de sus pobladores. Es como una colapso  prolongado del que  nadie  intenta  reanimar a la ciudad,  como no sea con frases hechas  en diversos corrillos de fin de semana,  o en las copiosas comidas de grupos de amigos. Pero nada cambia, porque en el fondo no existe la intención  decidida de que así sea.

Mientras escalo veredas del monte con mis perros en las que ya han crecido, con lujuria colorista,  jaramagos, fedias, arvejones, juncias o jaguarzos, le doy vueltas a la cabeza porque confieso que me ha herido esta noticia. Me sabe mal, me duele en el alma  que en el resto de España tengan tan pobre concepto de una villa  que está repleta de belleza y posibilidades de todo tipo.  ¡Dios mío,  si  fuera posible que algún galeno  social, clarividente e intrépido detectara por fin la causa de tal inactividad y abulia, y un  grupo de iluminados estimulara a la población jaenera a salir de una vez de tan triste ostracismo, y, de esta forma,  no  dar por perdido el asunto, que es el fondo la postura final de los jaeneros!…

Sopla viento ábrego, y no termina la temperie de estabilizarse del todo aunque hasta ahora la primavera esta siendo suave y agradable. Pero vuelvo a mi pensamiento machacón  desde hace algunos días, sin saber a ciencia cierta cuál podría ser la solución a tan dramático y longevo problema. Lo que tengo claro  es que dicha  respuesta no se consigue desde arriba, porque el cambio tiene que ser emprendido por todos y cada uno de los habitantes de esta ciudad de ensueño, tan  injustamente tratada por propios y extraños. La misión del que está arriba es ilusionar a la población y hacerla creer en sus posibilidades. Es como el profesor que más que enseñar contenidos lo que debe hacer es propagar,  como una ardiente  hoguera,   entre sus alumnos la pasión por el conocimiento. Lo demás viene solo.

Faltan quince días para las elecciones municipales. Ahí  podría estar la clave, el resorte que removiera de una vez por todas, la  pesada losa del sepulcro que nos abruma y nos baja el tono vital desde hace largos años. Pero para eso el alcalde elegido — sea del partido que sea,  que eso sería lo de menos—, debería amar sin reservas   a Jaén  y a sus habitantes, más que respetar  la disciplina de su grupo político. Que dicho corregidor, más su equipo de gobierno, se dejaran de frases hueras, de tópicos manidos, de guerrillas plenarias con los dispares a ellos, de inapelables consignas partidistas,  y se entregara  a   fondo en su labor considerándola  como la mayor empresa de su existencia. Cambiar de una vez este estado de cosas y elevar a Jaén al podio que merece. Su misión, desde mi punto de vista, sería la de transmitir  a todos los jaeneros una ilusión que están lejos de poseer, de ahí su derrotismo y abulia. Generar sueños compartidos.  Dirigirse a ellos en lenguaje nuevo, atrevido, amoroso, vibrante. Hablarles desde un profundo amor ¡qué digo amor, verdadera pasión!,  a la ciudad,  y hacerles pensar con el corazón a todos los que viven en tan anónimo paraíso perdido. Irradiar entre las familias jaeneras  ilusión por cambiar, disciplina para poder conseguirlo. Despertar en ellos ese  amor profundo a la tierra donde fueron concebidos, o en  la que viven por decisión propia, amor que estoy convencido   poseen todos los habitantes de esta tierra. Promover un  cambio de usos y costumbres  ciudadanas para que, entre todos, se pudiera comenzar a remontar de una vez la situación. No debe hablar como un político al uso que emplea largos parlamentos para no expresar ni una sola idea que atraiga la atención del auditorio,  sino como un enardecido amante de la ciudad cuyo bastón de mando va a tener el inmenso orgullo y responsabilidad de tener entre sus manos, no por el bien de la causa del partido, de la mejora de su nómina, del ascenso en la escala social,   o   la derrota del contrario, sino para la elevación de esta incomparable ciudad,  de los vientos y los sueños,  al verdadero puesto que merece, por belleza paisajística, y urbana, ingentes posibilidades que tan solo hay que saber movilizar, y corazón grande de sus habitantes, que aunque muchos digan lo contrario, y lleguen hasta creérselo, son gentes nobles,  acogedoras, hospitalarias, generosas y emprendedoras, pero nadie se lo dice y casi lo han olvidado; porque cada uno es lo que le han enseñado a sentirse.  Tan solo hace falta que sean movilizados en una empresa colectiva que solo busque  el bien de Jaén y de todos sus vecinos.

El elegido tiene la suprema misión de transmitir entrega   sin límites a su labor, y capacidad soñadora para hacer posible lo que hasta ahora ha sido imposible conseguir del todo. Su tarea es la de ilusionar a la población,  resucitarlos de una vez arrojando lejos sus vestiduras mortuorias,  ponerlos en movimiento, hacerles pensar con el corazón, para que más tarde, funcione también la cabeza. Se ha conseguido en muchas ciudades españolas en las que han destacado hombres y mujeres que se olvidaron de su adscripción partidaria para trabajar, denodadamente, junto a  los demás grupos,  en la nobilísima  empresa de hacer grande a su patria chica. Y lo han conseguido; todos tenemos en la mente ejemplos destacados. ¿Por qué no aquí? ¿Por qué no puede ser que en nuestra tierra  surja alguien así? Y esto no descalifica a anteriores alcaldes pues, muchos de ellos,  en la medida de sus posibilidades,   se han partido el pecho por el bien de nuestra ciudad. Pero hay que llegar más allá. Jaén lo merece.

Es un sueño, pero de la semilla de los sueños nace la realidad cotidiana. Nada que no haya sido soñado previamente puede hacerse realidad ante nuestros ojos. La solución no es política sino cordial,  entregada,  amorosa, apasionada.  El alcalde o alcaldesa elegido  debe ante todo ser un soñador, cuyo sueño cotidiano sea alumbrar una nueva realidad para   el terruño  que ama, despertar  en sus habitantes una certera  seguridad en sus posibilidades, en sus riquezas de carácter. Si lo hiciera así no me cabe la menor duda que contagiaría a todo jaenero a implicarse en el proyecto. Y este sueño, ampliamente compartido,  podría cristalizar en un  nuevo rostro para nuestro Jaén, al  que tanto queremos. No quiero ser pesimista, ¿por qué no va a venir un alcalde o alcaldesa de este tipo? Una mente soñadora    que piense con el corazón, zarandee  a los jaeneros, los sume a su proyecto y haga renacer la ilusión de que Jaén sea la ciudad remozada, industriosa, llena de vida  que todos queremos ver, para que  nunca más pueda hacerse  clasificación alguna que nos descienda a puestos tan decrépitos a partir de ahora.

Para eso ante todo hay que pensar  con el corazón, con la ilusión, con la capacidad onírica, para después inocularla  a los jaeneros —si el máximo regidor no lo sintiera así, nada podría transmitir—. Después ya sería momento de usar la cabeza para articular con medidas sabias y compartidas en cada parcela técnica  ese lavado de cara que necesitamos urgentemente para renacer  al futuro sin renunciar a muestro   pasado y tradiciones más valiosas. Sería un proceso lento, difícil, pero alguna vez habrá  que comenzarlo.

No quiero perder la ilusión de que esto pudiera ser así. De  otro modo repetiríamos las  férreas e inoperantes consignas políticas, el hastío vital, la lucha estéril entre facciones diversas, la parálisis, la abulia y el desencanto. En unas elecciones municipales son más importantes los sueños de los candidatos, el amor que sientan por la tarea sagrada que se les va a encomendar,  que la lista de los partidos, las mezquinas revanchas, o las broncas del salón de plenos. Porque si no tenemos sueños será difícil seguir levantándose por la mañana en una villa estancada  y decadente. Solo un regidor municipal  que se atreviera a pensar en un  Jaén renovado sería capaz de transmitir esa idea  a sus conciudadanos y transformar  la vida local. Hacer una ciudad viva, de gentes ilusionadas; una ciudad remozada  que es lo único que le hace falta para ser la más hermosa del mundo, aunque muchos pensamos que ya lo es.

Hay que pensar  con el corazón, porque el corazón tiene razones que la razón nunca podría entender,  como dijo Pascal. Un continuo desvelo  con la ciudad que todos tenemos hibernada en la mente, y  contagiarle  sus sueños hasta al más humilde de sus habitantes. Convocarlos a una empresa común bellísima porque ¿qué más  noble tarea puede existir que entregar la vida para la mejora de la ciudad que te ha visto nacer    y a la que no has dejado de amar pese a sus pequeñeces, o quizá  también por ellas?

Estoy redactando el artículo en el crepúsculo. Casi duele el aroma de las lilas tardías y las rosas tempranas.  Mi primera mujer pronto me llamará para dar nuestro acostumbrado paseo vespertino. Me lo dirá con el pozo de aguas profundas  de sus ojos bien abiertos y esta será la señal de partida.  Ojalá Jaén tenga suerte y recoja el bastón de mando un soñador o soñadora, que piense con el corazón y lo tenga palpitante de amor,  rebosante  de proyectos audaces, para entregárselos, sin pedir nada a cambio,  a los sufridos jaeneros que tan acostumbrados están a llevarse palos desde cualquier dirección de la rosa de los vientos.  Y no lo merecen. Jaén es una ciudad milenaria, histórica, repleta de  familias  valiosas, enamoradas de su tierra,  que aún no han podido dar la  auténtica medida de sus posibilidades. Pediré a Dios que el sueño se haga realidad.

Pensar con el corazón, porque jamás será  tiempo perdido. Actuar sin miedo  al fracaso, salir del letargo a base de sueños, de voluntad decidida. Jaén lo merece. Y lo necesita. Un alcalde o alcaldesa que se le rompa el corazón de amor cuando hable de Jaén, que se le caigan las lágrimas cada vez que amanezca y sepa el lugar donde ha nacido,  y  que entregue hasta su último aliento —sin esperar recompensa alguna—,  a esta nobilísima causa. Un alcalde   que solo viva para despertar a su ciudad, con su ubérrima entrega.   Un alcalde audaz, valiente, rompedor de moldes,  que no olvide,  cada día de su gestión municipal,   la  encendida sentencia de Emmanuel Mounier que siempre me ha acompañado desde mi juventud, sobre todo en los momentos de desánimo:

“Iza la vela mayor en el palo de mesana y, saliendo de los puertos en que vegetas, pon rumbo hacia la estrella más lejana, sin importante la noche que la envuelve”

Esa estrella es Jaén. Y debemos, entre todos,  hacerla brillar.

 

                                

                          Ramón Guixá Tobar.

 

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