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Kika, mi perra, me toca en el brazo con su trufa. Es su gesto de cada mañana cuando le aprietan las ganas de salir a la calle para evacuar. Los perros son de costumbres firmes. Saben que sabes lo que quiere decirte. Mojo mi cara en agua fría, me aliso el poco saldo de pelo que me queda, me abrigo ligeramente y bajamos a buscar el aire fresco del día. Y como el puto virus ha conseguido que mimeticemos unos movimientos precautorios, toco el botón de llamada del ascensor con la punta de una llave, abro la manivela de la puerta interior con el codo y repito el ritual de la llave en la puerta exterior sin tener que recurrir al pulsador eléctrico.

Son casi las ocho y no se ve ni un alma por la calle. Atravesamos los metros que nos separan de algo que quiere parecer un parque y me cisco mentalmente en el alcalde Almeida que ha ordenado el cierre tanto de los grandes y cuidados como de estos recintos semidescuidados y tristones. Los alcaldes a veces para suplir sus carencias, ejercen la fuerza del mando tomando decisiones que le harán permanecer en la memoria de sus vecinos. Al tiempo me acuerdo que duermo y vivo al lado de una señora, pero los sesudos gobernantes no me permiten ir con ella a la compra ni montar en el mismo vehículo. Debe ser que los virus se quedan a los pies de la cama o se acuestan en el felpudo de la entrada.

Pasamos junto al banco en el que antes me sentaba para verla corretear y desfogarse, pero ahora la naturaleza -sabía ella- y sus verdes cachorros lo han fagocitado, absorbido, casi ocultado. Nos internamos un centenar de metros para ocultarnos de la posible llegada de los guardias municipales, que cada mañana renuevan las cintas de prohibido pasar y que invariablemente son rotas por los que toman el camino corto para llegar hasta la boca del metro, que está al otro lado del vergel. Confieso que deseo ser un día el primero en cometer tan vil acción, porque no puedo evitar mi amor a transgredir la norma, lo que me lleva a pensar que soy un mal ciudadano, un rebelde descreído, o que no hice mucho caso de joven a las sabias y rectas formas de comportamiento que mis santos progenitores intentaron sin mucho éxito inculcarme. Sea como fuere, no tengo taquicardias de culpabilidad ni atisbo en mi conciencia algún gramo de arrepentimiento. 

Yo no sé si es el miedo que nos han inyectado, pero usamos en exceso el reojo cuando nos cruzamos con algún furtivo que viene en sentido contrario con pinta de currante de servicios esenciales. Inercialmente te vas apartando para que el encuentro sea lo más lejano posible y desde luego mirando para otro lado en posición tortícolis. Siempre pensamos que son los demás los que contagian y nunca cavilamos que el bicho hace nido en cualquiera, elevándonos a todos a la condición de dantes y tomantes. Y en ese momento es cuando recuerdas que llevas en el bolsillo la mascarilla que al usarla te convierte en máscara de ti mismo por muy FFP2 que sea. Y entonces me la pongo y me entra picor en la cara y como un pellizco en las orejas y me acuerdo de la santa puta madre del covid ese de los coj….

Pero a lo que yo iba con tanto preámbulo era a eso de las sensaciones nuevas o a las obsesiones nuevas y a las nuevas percepciones. Y yo percibo que huele distinto y huele mal. Vamos que a mí me huele como a cementerio por ser suave y directamente a muerto siendo absolutamente sincero. Y me abonan a esa percepción esos hierbajos de a metro, esos cardos borriqueros con sus púas amenazantes, esos árboles que sin serlos semejan cipreses y esas espiguillas que no dan trigo pero que estrechan las veredas que machaconamente habíamos abierto de tanto transitar ora arriba ora abajo.

Y así mientras Kika da muestras de cansancio, quince años son demasiados, iniciamos el regreso y de inmediato sigo en la sala de pensar mientras oigo trinos de pájaros que antes apagaban los miles de coches que pasaban raudos por la autopista vecina.

Y mi última sensación es de tener la certeza de que algo o quizá mucho nos han robado además de la libertad. Nos han expoliado el olfato porque olemos distinto, el gusto porque a decir verdad qué nos puede gustar si se come porque no hay mejor cosa que hacer, el tacto porque no tocamos no vaya a ser que…la vista porque lo que miramos es lúgubre y el oído porque el silencio es la quietud que nos deja sordos o lo que es peor, no nos deja entender sonidos nuevos que desconocíamos, como el canto de esos pájaros que estaban tan cerca que más ciegos aún, no veíamos.

Nos han robado la misma esencia de ser y la misma sensación de estar, porque somos como barcas a la deriva a merced de vientos y tormentas. Ahora somos el no ser de Shakespeare y el no estar soñando caminos de Machado. Espumas en el vaivén de las olas sin tener certeza de quedar en esta orilla o de estrellarnos en los bajíos de la otra.

Y nos han hurtado los besos y nos han agrandado las distancias. Nosotros tan dados a esa forma de afecto tan genuina como es el beso y el abrazo, nos hemos quedado huérfanos de carmines y de varones dandys y encima nos han acortado las distancias y nos han confinado en el angosto perímetro de unas paredes que nos ahogan y que tan solo a las ocho de cada tarde parecen derrumbarse por las palmas de apoyo a los que cuidan de los enfermos, hasta que caen enfermos y son sustituidos por los que con suerte no caerán enfermos.Y es en ese momento cuando yo, tres millones de kilómetros, me acuerdo de muchos que hice inservibles y quisiera poder tenerlos en mi haber para acercarme a oler los lirios de la Peña, abrazar a la sangre de mi sangre, visitar los huesos de mis muertos, llenar mi retina de olivares infinitos, sentir el abrazo de mis amigos y buscar el sitio desde donde mejor divise su grandeza cuando mis cenizas reposen en algún altillo.

Sin darme cuenta percibo que Kika me ha traído hasta la puerta de casa y despierto a una realidad que me recuerda que hurgué en mi bolsillo, saqué la llave, la metí en la cerradura, giré y empujé con el codo para no tocar lo que otros hayan tocado, porque seguiré convencido que el otro es el que contagia.

Sí, nos han robado los besos, nos han cercenado las distancias y ahora somos la simple prolongación de un ser en la fría punta de una llave. Nos han robado casi todo, para dejarnos en la mueca de una cerradura que no sabemos si abrirá algo o nada.

 

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