Skip to main content

No me resigno a preterir el Manila para redactar en su seno borradores de mis escritos. Por eso, en la tarde de bronce, recalo en mi mesa preferida, con vistas a una  soledad  urbana tapizada de evocaciones, para hilvanar un nuevo artículo. Pienso que recién estrenado el año, ya ha perdido veintisiete hojas el calendario, cuando saboreo mi sempiterno café, levemente cortado, contemplando el tránsito desvaído, la taciturna nostalgia de la calle Maestra, aquella arteria ciudadana que era el cogollo cordial de nuestro Jaén en otras calendas, para mí siempre presentes. En el cine mudo de la mente he recreado las mañanas dominicales de finales de los cincuenta, cuando, tras el ite missa est, copaba las terrazas de esta arteria local un gentío endomingado que paladeaba con deleite su caña de cerveza, colmada de espuma, fronteriza con platos minúsculos de patatillas, o cenceños flamenquines —“flamencos”; como los llaman  todavía los escasos y legendarios taberneros que quedan en la ciudad—. Pululaba una compacta y parsimoniosa bulla, arriba y abajo de la vía señorial. Las señoras comentando, con gestos cómplices, las últimas incidencias menudas de la corte provinciana. Ellos, permanentemente inclinados con una sutil reverencia, para acariciar, con afectada donosura, el ala de su sombrero, y así responder a los incesantes saludos que les eran dirigidos desde la barahúnda de viandantes que hacían aún más angosta esta preciada senda jaenera.

Los tiempos han cambiado, como vaticinaba el sorprendente Premio Nobel, Bob Dylan,  en su canción del año sesenta y cuatro. ¿Ha sido para bien? Blowing in the wind; “la respuesta está en el viento”, otro título imperecedero del cantautor  —en estos tiempos monserga cursi de los coros parroquiales—, y Jaén es otro, sus costumbres, distintas  —que no las personas, aunque algunos ingenuos así lo piensen—, y la antigua calle Maestra Baja resulta en estos tiempos un remanso de placidez y nostalgia, de quietud cómplice; plena de un acogedor sosiego que anhelamos en esta modernidad, ruidosa y uniforme, que le ha declarado la guerra electrónica a la paz íntima, a la búsqueda del misterio interior; el único que puede alumbrar nuestra verdadera esencia.

En el tradicional café, Pedro tiene conectada en su receptor, Radio Clásica —cada vez hablan más, desgraciadamente—, mientras garabateo, con la  dorada y elegante  pluma Parker de mi abuelo, los comienzos de este artículo que más tarde modelaré, estremecido por el escalofrío del alba, en el ordenador. Y aunque estoy concentrado en mi escrito, no puedo dejar de oír al maestro azerbaiyano, Rostropovich, interpretar la suite de cello nº 2 de Bach, de manera tan grave y abisal que pareciera estar pasando el arco de su Stradivarius del siglo XVIII por las tensas cuerdas de mis entrañas.

A la vuelta de la esquina está febrerillo el loco; tal es su apodo ganado a pulso por la famosa irregularidad de su temperie, ya que puede cambiar de talante en cualquier momento, como reza el enjundioso apotegma: febrero es como las mujeres, en un día siete pareceres, sentencia popular cuyo contenido tachaban de machista mis compañeras del Instituto, cuando se la refería a alguna de ellas en el café del recreo,  aunque tuve que convencerlas, no sin ímprobos esfuerzos, que más bien custodiaba una alabanza al carácter femenino, ya de por sí, finamente matizado, más sutil, menos tajante que el habitualmente esgrimido por los varones. Porque cambiar de parecer a la vista de nuevos horizontes, orientado por la  brújula de la intuición, es signo de agudeza y flexibilidad de mente; esa ductilidad anímica que continuamente reclama el libro del Tao para alcanzar la paz y la serenidad de espíritu. Por otra parte, y salvo excepciones que confirman la regla, los tontos suelen tener ideas prestadas e inalterables desde su más tierna infancia. Obsérvenlo mis lectores. No les será complicado hacerlo. Abundan en estos tiempos. Parecen programados en serie. Ni tan siquiera son originales, como lo eran algunos bobalicones de décadas pasadas. Ahora son memos corales —he usado un adjetivo especificativo que hogaño apasiona a los medios de comunicación—.

En los inicios del nuevo mes se conmemorará la fiesta cristiana de la Candelaria, una de las llaves meteorológicas del año, como piensan los meteorognomistas modernos que usan técnicas antiquísimas de observación para hacer pronósticos a largo plazo,  contrastadas por estudio de mapas de superficie. Así trabaja el químico José Luis Pascual, riojano afincado en Amposta, que me instruyó en su momento en Meteorognomía y Astrometeorología, y cuyos pronósticos, desde hace decenios,  mantienen una sorprendente fiabilidad. Él combina en sus trabajos la sabiduría ancestral de primitivas civilizaciones agrícolas con variados estudios meteorológicos posteriores, como puede ser el de Varaha Mihira, astrónomo indio del siglo VI, los del filósofo Al Kindi— traductor de Aristóteles al árabe—, que vivió en el califato abbasí en el siglo IX. Pero también los de Kepler —muy interesado en estos temas—, Antonio Nájera, e incluso el Libro de las Cruces —que fuera redactado en árabe y más tarde recogido por Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y León—, o la versión catalana medieval del Llivre del juhius de les estreles, del judío tudelano Abraham ben Ezra. Además, este investigador, catedrático jubilado de Física y Química, se nutre en las fuentes antropológicas del folklore popular, abrevando de fecundos autores como Julio Caro Baroja, Joan Amades o José María Iribarren, entre otros. Y aunque en la actualidad su espíritu inquieto otea nuevas formas de predicción, basada en lunarismos y marcadores astronómicos, yo mantengo el método que aprendí con él, pues me parece de una  aceptable fiabilidad. Desde luego es bastante más complejo, variado y seguro que el de las cabañuelas agosteñas, en las que creo muy poco; si acaso les concedo el trazo de   un esquema general de la tendencia del tiempo, tan solo hasta octubre.

Siempre he sido un enamorado de la observación celeste y atmosférica desde que Manuel, el casero que custodiaba la vieja casería jabalcuzqueña donde pasaba los veranos de mi infancia, me enseñara con paciencia, en los descansos matutinos de sus trabajos olivareros —de los cuales yo era su imberbe ayudante—, a barruntar la temperie de los meses venideros, según su propio método cabañuelístico, muy personal desde luego, con el que obtenía resultados deslumbrantes a mis admirados ojos infantiles. He seguido interesado toda mi vida por estas cuestiones, probándolo todo, leyéndolo todo, oyendo a todos —incluso a meteorólogos profesionales que tanto aciertan a tres o cuatro días vista—, desechando lo inservible; corrigiendo fallos a la luz de nuevas perspectivas. Ya no creo sin embargo en esas cabañuelas tradicionales, sino en una observación seriada y corregida de puntos críticos a lo largo del ciclo anual.   

Una de las llaves del año para los pronosticadores a largo plazo es este  día de la Candelaria que se nos viene encima. En Norteamérica y Canadá  se celebra en esta misma fecha del dos de febrero, el “Groundhog Day,  “día de la marmota”, con igual ansia predictiva. Los cabañuelistas del hemisferio sur comienzan aquí a plantear sus augurios para el resto del año. En el hemisferio boreal, conviene observar atentamente las características de éste y siguientes días, pues nos pueden aportar pistas para confirmar o desmentir los pronósticos realizados en las primicias  de agosto, refrendados o refutados por el decisivo punto de San Martín, amén de las “cabañuelas de santa Lucía”, que, por la corrección que estableció, en 1582, la reforma gregoriana del calendario, ahora hay que observarlas desde Nochebuena a Nochevieja, con once días de retraso.

Existe un riquísimo acervo de arcaica, pero feraz sabiduría popular en estos singulares oráculos; inapreciable colección de dichos y refranes que se han acumulado a lo largo de los tiempos. A mí estos saberes pretéritos me merecen un enorme respeto, pues proceden de las milenarias observaciones, constantes y precisas —científicas en muchos casos, ¿por qué no?—, de agricultores, pastores y ganaderos que vivían en íntimo contacto con el medio natural, y, por tanto, muy pendientes de sus ritmos, de sus secuencias periódicas, de sus cambios, por triviales que éstos fueran. Gentes de ingénita pero desarrollada intuición y clarividencia, observadoras atentas de unos procesos cíclicos naturales que aprendieron a descifrar, correlacionar e interpretar, pues le iba la vida en ello. El hombre urbanita moderno no tiene excesivos vínculos con su entorno. Ha perdido sensibilidad ante estos procesos primarios. Vaga desconectado de las corrientes telúricas que recorren el Universo, las que podrían enriquecerle con tantas y tantas sorpresas complementarias al uso monolítico y único  de su razón, o de su artilugio digital favorito. Ignora que sin fantasía, sin intuición, sin equilibrio entre ambos hemisferios cerebrales no puede existir trabajo, ni vida creativa alguna. Porque  ha roto su comunión con una Naturaleza de la que forma parte. Tan solo sabe de tarjetas de crédito, tráfico rodado, cuentas de resultados, sistemas electrónicos y ansiedad perpetua. Ha renunciado a elevar sus ojos al cielo —a no ser que se lo recuerde la tele en fechas concretas—, y leer en el libro del Universo donde yacen los arcanos de un conocimiento global que en la vorágine ciudadana jamás logrará ni tan siquiera atisbar. Cuando marcha buscando descanso a su chalecito adosado, tan solo se ocupa de hojear un libro que no terminará de leer, plagar de bolitas azules su  pequeña parcela de rosas, poner en marcha las barbacoas fijas o portátiles —verdadera religión para muchos, que ignora el nefasto efecto de las nitrosaminas—, o del cloro que deberá añadir  a la piscina, si es que ya no usa sistema salino de depuración. Después oye la radio, contempla la tele, guasapea con tenacidad, navega en su tableta, y se aturde  habitualmente, como hace durante la semana de existencia ciudadana. El vivir cotidiano le ha creado un hábito inconsciente. Traslada la ciudad al campo; urbaniza mentalmente el medio natural. Por otra parte, en los enclaves periféricos de Jaén,  existe demasiada contaminación lumínica para extasiarse cada noche en la contemplación de un firmamento estrellado, y apenas levanta su mirada a las alturas, olvidando que la etimología primigenia del vocablo griego que designa al hombre, anthropos, significa precisamente eso; “el que mira hacia lo alto”.

Fiesta de la Candelaria. Su nombre alude a un antiguo rito de los pueblos celtas que participaban en este momento, como en otros días claves del año, de una de sus principales celebraciones dedicadas a la luz, en honor de la diosa Brigid, la hija de Dagda. O incluso al recuerdo de la explosivas Lupercalia romanas, donde se celebraba una purificación o februa, de la que toma nombre el mes que va a venir. La Iglesia cristianizó con gran habilidad estos enclaves ancestrales depositarios de una ingente  carga energética, de una sapiencia que se pierde en la noche de los tiempos —nudos del conocimiento de extintas culturas, densos remolinos del espacio y el tiempo—, superponiendo en ellas festividades cristianas. Por eso en este día mágico celebra la Presentación del Señor en el templo, y la Purificación de nuestra Señora, además de la Virgen de la Candelaria, luminosa y diáfana advocación para el fervor mariano de las Islas Canarias, pero también rito anual en el santuario marismeño del Rocío. Y ¡qué decir! para los hermanos de la cofradía sevillana del Martes Santo, aquella cuyo albo  cortejo hace brotar por los parterres macizos de  purísimas azucenas, cuando se balancea con gracia infinita, por los jardines de Murillo, el paso de palio de María Santísima de la Candelaria, a los sones vibrantes de la Banda de Música de la Cruz Roja hispalense, que interpreta la inspirada marcha de Manuel Marvizón.

Los añejos refranes populares son generosos al definir esta jornada clave para reforzar la veracidad de los vaticinios elaborados anteriormente: Si llueve por la Candelaria, apaga la brasa, pregona uno de ellos. O este otro: Si llueve y hace viento por las Candelas, invierno fuera; y si no llueve ni hace viento, invierno dentro. Otrosí: Candelaria clara, toda la cuaresma agitada. Es decir, que según estas antiguas sentencias, este año en que la Candelaria y su entorno próximo pudiera presentarse lluviosa y algo  gélida, quizá pretenda anunciarnos una bonanza próxima que ponga fin a los rigores invernales, confirmando el refrán que reza: por san Matías, entra el sol por las umbrías, dicho que alude a la elevación del disco solar sobre el horizonte, y al aumento de perpendicularidad de sus rayos, que a partir de esa fecha, veinticuatro de febrero, comenzarán a solear los rincones más húmedos y sombríos del terreno, esos que han estado perpetuamente helados desde hace varios meses.

Solicito a Pedro, como en momentos especiales, que me sirva  una copita de anís Castillo de Jaén —no existe otro que lo iguale—, hago unas necesarias llamadas telefónicas, para seguir de inmediato inmerso en este bosquejo de escrito que ustedes leerán, más aseado y completo, días después. Vuelve a sonar Bach en Radio Clásica —hoy hay música, deben estar afónicos—, y eso son palabras mayores. Interrumpo la escritura y me concentro en el inútil intento de resolver la inextricable ecuación  cuántica que constituye cada partitura del Cantor de Leipzig. Esta vez, Glenn Gould, el genial y heterodoxo pianista canadiense, desaparecido en 1982, interpreta el preludio de la Partita nº 6, y el tiempo, en un instante, se ha encabritado en mi interior —sobre todo al llegar al pasaje de la delicada y hermosísima fuga que lo concluye—, cuando muchas facetas del existir antiguo, presente, futuro o eterno, parecen superponerse en la mente para incendiar con misteriosa llama los herbazales del corazón. Al terminar la pieza pienso, que son estos momentos puntuales: una música inefable oída en el silencio de la tarde, la contemplación de una calle Maestra poblada de presentes ausencias, el  sabor acerbo, pero tonificante del sorbo de café, el límpido cristal del anís de nombre encastillado y jaenerísimo, la gozosa plenitud de una palmaria sensación de identidad, los tímidos reflejos del cortante ocaso solar sobre los tejados,  un viejo recuerdo, furtivo como un relámpago, que rasga e ilumina la mente de improviso, el color de la tinta sobre el folio… los que extraen, del misterio y perplejidad  de la existencia, momentos de lucidez infinita, gozosa taumaturgia; instantes eternos que muchos buscan en grandes soluciones exteriores que jamás reintegran felicidad ni asombro agradecido a la existencia. Es el aliento divino que planea sobre cada cosa creada, sobre cada segundo transcurrido. Tan solo hay que estar atento a su  misteriosa epifanía. Eternizar el instante.

Febrerillo el loco está entre nosotros y aunque el refrán dice: febrerillos sin ser locos, se han conocido muy pocos, pareciera no tener credibilidad el mismo, pues a la bonanza de este atardecer que parece preludiar días de tibiezas renovadas, pudiera suceder igualmente que, cuando ustedes lean este artículo, deban darle la razón a la  sentencia y no a mis apreciaciones.

Salgo del Manila con el manuscrito arrugado en el bolsillo. Me acoge el viejo Jaén; el que me identifica conmigo mismo, el que rejuvenece mi espíritu, el que aún me convierte, cada día que vuelo presto a su llamada, en un brioso Amadís olivarero de caballo ricamente enjaezado, armadura reluciente, yelmo con penacho de arco iris,  lanza en ristre y corazón desbocado de amor, para buscar sin descanso a Oriana por los innumerables rincones de insólita belleza de ese casco histórico que no hemos sido capaces de conservar, intacto, pero remozado, por nuestra habitual desidia, por nuestra insensible incuria. La tarde es una silente amatista, un desgarrado alarido de belleza cernido sobre la ciudad, un sutil presentimiento de infinito. La incierta mandarina solar  es exprimida hasta el tuétano sobre las torres catedralicias, ruborizándolas de una tímida modestia. Febrerillo el loco es capaz de todo, de helarte el alma y dejarte sin resuello, pero también de hacer presentir, en lo más profundo del ser, sones gloriosos  de esos primeros clarines, que comienzan a ventear la llegada en lontananza, de la tibia primavera. Ya la intuimos acercándose en su carro triunfal de auroras radiantes, ruiseñores ribereños, tonos celestes colmados de terneza, olor a incienso y cera, renovadas promesas vitales, auspicios de eternidad. Conviene acoger estos presagios,  con encendido agradecimiento, mientras paseamos sin rumbo por las calles sencillas, queridas, maternales, perpetuamente evocadas, de nuestro milenario y entrañable Jaén, nuestra segunda madre, porque nos parió también y velará nuestros silencios gritando nuestro nombre cuando nadie se acuerde del mismo.

 

Foto: Imagen anterior de la emblemática calle Maestra.

   

Dejar un comentario