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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Me llamo Victoria y, después de mucho tiempo, estoy limpia. He penado mucho. Ahora soy plenamente feliz. Desde la montaña, escribo mi historia para arrojar un poco de luz a aquellas mujeres que se encuentran en un mundo de tinieblas. La vida solo ocurre una vez y es bonita. Aprovechadla. Yo todavía tengo un gran recorrido por delante y un hijo que me alumbra.

Mi infancia fue relativamente feliz. Solo eclipsada por la disciplina impuesta por mi padre. Su autoritarismo y su férrea ortodoxia, marcada por su religión (él era un islamista practicante). Fueron unas piedras que ciertamente provocarían futuras caídas al principio de mi camino en la vida.

Las ciencias sociales, tan cuestionadas últimamente, establecen una serie de criterios sobre la evolución y el recorrido de las personas. Estas afirman, y no están equivocadas, que el desarrollo del talento, aunque se tenga, depende del lugar en el que nazcas, del origen familiar del que procedas. Nací en el seno de una familia humilde y esto te marca.

La intransigencia de mi padre, su machismo incrustado en él, generación tras generación, hirió el destino de toda la familia. Los padres no son los dueños de nuestras vidas.

Mis padres llevan más de veinte años separados. Mi trágica aventura comenzó a los catorce años. Conocí a un chico y comencé a salir con él. Mientras mi padre trabajaba, aprovechaba para escapar de casa. Mi novio, por llamarlo así, era un consumidor habitual de drogas. Me dejé arrastrar y comenzó mi calvario. Me convertí en una depredadora. Todo el dinero que conseguía tenía una trágica finalidad. El clima en casa, por mi culpa, era tempestuoso. Mi madre descubrió mi adicción una tarde en la que me mareé y caí redonda al suelo. La consecuencia fue inmediata. Madrid me esperaba con impaciencia. Mi madre, con toda la tristeza del mundo, me envió a casa de mi tía para así abandonar el ambiente tan nocivo con el que convivía en el pueblo. Estuve en su casa hasta los dieciocho años. La vuelta al pueblo supuso volver a recaer. Mi mano agarraba con destreza el dinero del bolso de mi madre. Le robaba a ella para seguir metiéndome. El Centro Provincial de Drogas me esperaba: otra oportunidad para renacer.

La droga es como un animal fiero. Es una serpiente que te atrapa y envuelve. Con su abrazo te conquista y te hace suya. Vives en un mundo paralelo, en el que no eres consciente de lo que haces. Intentas a través de ella evadirte de la realidad que te ha tocado vivir. Eres reo de la desesperanza y sientes que no puedes escapar.

El Centro Provincial de Drogas no me sirvió de mucho. Con acierto, me enviaron a un espacio de desintoxicación en la ciudad de Málaga, quizá el azul del mar podía liberar mi cuerpo y mi mente de esta pesadilla. El acuerdo consistía en estar seis meses, pero lo incumplí y al tercer mes lo abandoné. Volví a las andadas. Mi sufrimiento se agrandaba a la par que el de mi pobre madre. Seguí hurgando en su bolso y en su corazón. Mi tormento era el suyo; mi infelicidad, también. Los oros de mi madre y las joyas desaparecieron no por arte de magia, sino a través de mis malas manos.

Con mi regreso, mi vida sentimental tampoco mejoró. La elección de mis parejas nunca era correcta. Parecía tener querencia por lo dantesco. Mi nuevo chico vivía en Martos, así que, con celeridad y sin pensarlo, me fui con él. Mi pareja vendía y yo, por no ser menos, comencé a vender también. Las ventas que realizaba me eran abonadas en especie, es decir, mis ventas eran pagadas con droga para consumo propio.

Era de esperar y hasta necesario. A partir de aquí la relación con mi madre se rompió. Ella intentó ayudarme de todas las maneras posibles, pero no me dejaba. No sentía, solo quería consumir y evadirme. Nos fuimos de Martos a la luz de Alicante, a un Levante donde el mar parece querer hablarte, te invita a entrar a perderte entre sus azules aguas.

En la ciudad levantina, mi vida cambió poco, siguió igual. Vivimos como okupas en diferentes sitios. Y los trabajos eran muy precarios, por no decir inexistentes. Emigramos a la cercana Valencia para ejercer el oficio de aparcacoches. La cantidad que nos sacábamos diariamente era alrededor de unos veinte o treinta euros. Este dinero lo utilizábamos para consumir. Aún seguía en el abismo de la drogadicción. Vivíamos en una casa de las afueras, también en régimen de ocupación. La convivencia con mi pareja era intolerable, pero, siendo honesta, yo también era culpable de la situación. Continuamente estábamos discutiendo, incluso nos agredíamos. Ante tal panorama, decidí volver al pueblo.

La vuelta no supuso una mejora de mi situación. Todavía tenía que seguir dando palos de ciego. La vida tenía que darme algunas lecciones más y estaba dispuesta a recibirlas.

Al llegar a Torredonjimeno, mi madre tomó la decisión de ir a trabajar a Madrid, llevándose con ella a mi hermana. Sin apenas darme cuenta, me encontré sola en casa, sin dinero. Incapaz de salir de esta nebulosa, no vi otra solución que la de volver a robar para conseguir perras con la que poder alimentar a mi serpiente. Al principio fueron pequeños hurtos, en supermercados y algunas tiendas del pequeño comercio.

Si hay algo bonito en la vida es el tener una madre y que luche por ti, aunque no te lo merezcas. La mía fue y es una gran luchadora y, gracias a ella, puedo escribir viendo la belleza del crepúsculo. Otra vez intervino. Me compró una casa, con la condición de no querer saber nada de mí, algo que comprendí y acepté inmediatamente.

La casa pudo ser el antídoto que me salvaría, empezar una nueva vida en la que demostrarme a mí misma y a mi madre que podría salir a flote de este inmenso mar de dolor y destrucción en el que me estaba ahogando. Pero no fui capaz. La serpiente todavía me vencía. Era presa de su hambre, de sus ganas de destruirme.

Otro nuevo hombre apareció en mi vida. Era el padre de mi hijo. De profesión, camello. Como siempre, acerté en la diana. Hubo un registro policial en la casa, pero no encontraron nada. El miedo ya comencé a percibirlo.

Lo mejor de mi vida me pasó durante los cuatro años de relación con mi última pareja, ya di a luz a un hermoso niño. Mi vida dio un cambio brusco. Por fin sabía que tenía que cambiar. Ya había alguien más importante que yo.

Sin embargo, no había terminado mi senda de piedras. Al dar a luz, se llevaron el niño los Servicios Sociales, pues di positivo en cannabis. Imaginaos el dolor tan profundo. El alma se me cayó, mi corazón se rompió en mil pedazos.

No estaba todo perdido, pues mi ángel de la guarda, mi madre, se ofreció a quedarse con mi hijo. Después de un largo procedimiento, alrededor de seis meses, el niño quedó al cobijo de su abuela.

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La luz se ha ido hace un instante. Con calma desciendo de la montaña y me refugio abajo, en el valle. Los colores del otoño sacuden mi conciencia y hacen que siga recordando. Ha empezado a llover. Menos mal que dispongo de alojamiento. Una amiga me ha dejado su cabaña, para poner en orden mis pensamientos. La llama nacida en la chimenea crepita con suavidad. Voy a poner un poco de música en el viejo tocadiscos que hay en el mueble.

En prisión, los días y las horas no se pueden contar. La monotonía es como una cadena que te atrapa y ahoga. Es necesario mantener la mente ocupada, buscarse alguna distracción. En mi caso, gracias a otra compañera, comencé a aficionarme a la música.

Desde la tranquilidad de mi cabaña prestada vuelvo a atrás, a un tiempo en el que todavía no había nacido mi niño. Mi mente, mi cuerpo, eran prisioneros de la droga. Cuando necesitaba meterme algo rápido y no tenía dinero, recurría a un amigo, que siempre amablemente me dejaba. Pero algo con lo que no contaba ocurrió, cuando otra vez fui a pedirle un pequeño préstamo. Quiero dejar claro, si lo habéis pensado, que nunca me he prostituido. El mono no me daba tregua. Desesperada, lo llamé y acudí a su casa para que me diera cincuenta euros. La sorpresa estaba a punto de producirse. A cambió de esta cantidad de dinero, me exigió sexo. Mi negativa fue total y rotunda. Con celeridad me dirigí a la puerta con la intención de salir rápidamente de allí. Intentó cerrarme el paso, agrediéndome con un bastón, que conseguí arrebatarle, y le golpeé con él. Salí precipitadamente del edificio.

El tipo denunció y la Guardia Civil me detuvo: declaré, dormí un día en el calabozo y me soltaron.

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El niño crecía sanamente, mientras yo estaba en Madrid, con mi madre.  Había dejado de consumir. Estaba dispuesta a dar un cambio completo a mi vida. La lucha por mí y por mi hijo acababa de empezar. Pero, a veces, las cosas se tuercen y la corriente del gran río de la vida te lleva y la única solución es la de nadar contra ella.

Al cumplir el niño un año, estando ya con mi madre, ella volvió al pueblo y yo seguí en la capital del reino. Recibí una notificación del Juzgado de Móstoles. Me reclamaba en Jaén para la celebración del juicio por la agresión anteriormente descrita. El poco oficio de mi abogado, su falta de fe en mí y su desidia, me consiguieron una condena segura. Inicialmente, la pena exigida era de seis años y nueve meses. Sin embargo, hubo un acuerdo (lo único que hizo bien el abogado) y la pena quedó establecida en tres años y seis meses.

El mundo se me cayó encima. Durante toda mi adolescencia y ya siendo adulta, estuve jugando a la ruleta rusa, al final me llevé el premio más cruel. La cárcel me esperaba con sus rejas y celdas abiertas. A partir de aquí, tuve que luchar sola, no contaba con la ayuda de mi madre. Cuánto la echaba de menos.

La relación con mi marido se deterioraba. Apenas hablábamos una vez a la semana. Su enfermedad -un cáncer de garganta- avanzaba inexorablemente, a la vez que su adicción. El final que tuvo nadie podía imaginárselo. Lo encontraron muerto en la habitación de casa. Mi vida otra vez se rompía. La tristeza cubría con su sombra mi mente.

Era necesario salir de esta ratonera. Gracias a Dios, conseguí el tercer grado. Me trasladaron a un CIP. Solo estuve un mes por culpa de la pandemia de la Covid-19. La condena la cumplí en Madrid, en la prisión de Alcalá Meco.

Al final, la vida es acostumbrarse, como a todo. Una vez instalada en prisión, las opciones no se reparten como los caramelos. O me adaptaba, o me sumía en una depresión. Opté por lo primero y así fue como mantuve mi mente ocupada durante el mayor tiempo posible. A todos los cursos o aquellos a los que pudiera apuntarme de los que se ofertaban dentro de la cárcel, optaba. Dejé la droga más dura y únicamente me conformaba con fumar cannabis.

Ingresé inicialmente en el módulo de semirrespeto, pero, de forma aleatoria, me hicieron una analítica y di positivo en canabis. Mi nuevo destino, el modulo conflictivo.

Quiero dejar claro que, al principio, pasé miedo. Nadie sabe lo que se va a encontrar en un lugar de estos. Lo que sí manifiesto es que la cárcel no es como en las películas. Es algo menos complejo, más sencillo. La mayoría de las que estamos dentro, asumimos nuestros errores e intentamos rehabilitarnos lo antes posible.  He hecho grandes amigas.

En un primer momento, no tuve un buen debut en el módulo conflictivo. Al poco tiempo de estar ahí, me peleé con otra reclusa (le partí un vaso en la cabeza). Como consecuencia de esta acción, me aislaron en una celda, en la que estuve incomunicada y solo pude tener contacto con una funcionaria. Se trata de un pequeño módulo.

Afortunadamente, solo estuve un mes. En este tiempo se suspendieron los vis a vis. Las llamadas sí pude llevarlas a cabo. Estar en una celda de aislamiento es muy duro. Tienes todo el tiempo para pensar y eso es malo en un sitio como este. Creo que este fue mi punto de inflexión. No podía caer a más profundidad. Era necesario salir poco a poco a la superficie y aprender de nuevo a respirar.

El episodio de la estancia en la celda de aislamiento ocurrió un mes antes de Navidad. La dirección de la cárcel se apiadó de mí y me ofrecieron volver al módulo en el que estaba antes, el conflictivo. Con la condición de tener un buen comportamiento, lo primero que hice fue buscar a la otra reclusa y pedirle perdón. No hubo ningún problema más entre nosotras.

Ya otra vez en el módulo de semirrespeto, intenté no consumir más cannabis, propósito que conseguí. Me apunte también a un curso de peluquería y de manipulador de alimentos. Me nombraron coordinadora de limpieza. Y llegaron los días de permiso, mis primeros dos días en los que pude ver el horizonte en toda su amplitud. Por fin comenzaba a respirar, a sentir. Después de dos años, estaba, por un tiempo, en libertad.

¿Quién estaba en la puerta esperándome? Mi ángel de la guarda, mi madre. La que siempre me ayudó, a pesar de todas las penalidades que le causé. Al verla, la abracé con todo mi ser. Lloramos las dos en un bello silencio.

Mi apuesta por mejorar, por la libertad, por mi madre, por mi hijo, aumentaba. Era feliz, pues los permisos cada vez llegaban con más asiduidad. Me trasladaron al módulo de respeto. Aquí las sensaciones son muy diferentes. Las puertas del módulo están abiertas todo el día, con la exigencia de que debes de estar presentable y mantener tu habitación y el módulo limpio.

Actualmente tengo el tercer grado y me han felicitado por haber sido capaz de pasar de un módulo de conflicto a otro de respeto.

Mi felicidad consiste en estar con mi hijo y con mi madre.

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