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Por EDUARDO LÓPEZ ARANDA / En 1635, Urbano VIII a instancia del obispo de Jaén, don Baltasar Moscoso y Sandoval y del cabildo catedralicio, con el consentimiento de Felipe IV, dicta un breve pontificio con el que se retoman las obras de nuestra catedral, suspendidas por casi sesenta años. Ello supuso la continuación ininterrumpida de la construcción de nuestra domus Dei et porta cæli. Este breve tenía una vigencia de veinte años y en 1655, Alejando VII, de nacimiento Fabio Chigi, renueva las gracias acordadas por el papa Barberini.

Esta pequeña introducción viene muy a colación con el contenido de esta colaboración que no es otro que dar mi opinión sobre la novela Venus en el espejo, flamante obra de Emilio Lara, al que no solo profeso cariño fraterno, sino admiración como escritor. El mejor escritor -para mí- de novela histórica de cuantos componen el elenco español. No me duró más de setenta y dos horas su lectura, tras el imprescindible ritual de abrir el libro y aspirar con fuerza el olor que emana de sus entrañas, producto de la degradación de la lignina, que queda en pequeñas cantidades en el papel tras su intento de eliminación para restarle la rigidez característica de este biopolímero. Y esa degradación da lugar a sustancias fenólicas, ácidos aromáticos, alcoholes aromáticos, vainillina, ácido acético, aldehídos de cadena corta… Todo un repertorio de aromas que mezclados, junto a la todavía tinta fresca, traen al cerebro toda una gama de olores singulares hasta el del helado de caramelo, según el Profesor Strlic, del University College londinense, autor de esta interesantísima investigación.

Pues bien. Cumplida la liturgia antedicha, de culto a las pituitarias y al cerebro, empecé a devorar el libro. Curiosamente, lo acabé el Día del libro y escribo estas líneas el día de la Feria del Libro en Jaén. He querido empezar con la referencia al Papa Chigi que abre y cierra la sublime trama de la novela, porque es quizá, también, un apoyar las palabras de Emilio en la presentación del libro y lo comprobado en la lectura: una continua referencia a Jaén, que se romaniza, o el de una Roma que se jaeneriza, permítaseme la expresión.

La inteligencia de Emilio y su estilo narrativo lo llevan a cuidar sobremanera la técnica que se palpa en la redacción de brevísimos capítulos, haciendo que el lector no se pierda en abigarrados nudos sino que lo estimula a iniciar un nuevo capítulo, ávido de continuar el relato que lo ha dejado en vilo unas cuantas palabras antes. Leer a Emilio provoca una agradable ansiedad por conocer el desenlace. Una ansiedad que se saborea en la riquísima escritura de Emilio, su soberbio manejo del lenguaje, la adecuación de la narración a la época contada con el uso del vocabulario de la época que, en algunas ocasiones, obliga al lector a recurrir al diccionario. Placer por la lectura, aprendizaje de la historia y de la lengua son el trívium que Emilio nos enseña en sus obras.

Hasta ahora, consideraba que la mejor novela de Emilio era El relojero de la Puerta del Sol. He cambiado de opinión. Venus en el espejo me subyugó de tal forma que, a pesar de desear acabarla, me pesó en el alma concluirla. Soy un apasionado de los siglos XVI y XVII y me recreo continuamente en la afirmación de Hyppolite Taine cuando escribió que hay un momento superior en la especie humana: España desde 1500 a 1700. La riqueza de esos años es descrita por Emilio con la eficacia del historiador y la tremenda imaginación del escritor, acrisolando con estos elementos una belleza difícilmente descriptible. Ya hizo Ángel Aponte un lúcido y exquisito análisis de la obra, por lo que sobra cualquier comentario que yo pueda hacer en este momento pero sí puedo afirmar que la fascinante historia de Olimpia Madialchini, su tremenda influencia sobre su cuñado Inocencio X, magistralmente pintado por un Velázquez, protagonista destacado del relato, no dejará a nadie indiferente. Prácticamente todas las experiencias vitales del hombre: amor, odio, inteligencia, fidelidad, infidelidad, ambición, caridad,… se amalgaman en sus más de trescientas páginas en un ordenado y pautado discurso. Hasta la contemplación del inigualable retrato del Papa Pamphili, del que el mencionado Tayne dijo que era la obra maestra de todos los retratos y que una vez visto, es imposible de olvidar, cobra una nueva perspectiva cuando se ha leído Venus en el Espejo. Da la sensación de haber conocido al personaje  después de leer a Emilio, al igual que al monarca Felipe IV. Emilio se mete en el alma de los personajes y la exprime hasta el extremo para, después, como un avezado psiquiatra, escribir su certero diagnóstico. No debo decir más. Son muchos los que quedan por leer el libro y desgranarlo concienzudamente sería una falta de tacto y de respeto al autor. Tiene que ser los lectores los que disfruten, lean y sean capaces de introducirse en la novela como un personaje más de los que habitan galerías vaticanas, salones palaciegos, prostíbulos y hogares de recogidas y entiendan la vida: una vida distinta en modos y formas a la actual, pero idéntica en su esencia.

Este Jaén nuestro, tan perdido y tan denostado -muchas veces por nosotros mismos- se solaza en lamentos y no se atreve a despegar porque quizá tenga miedo a caerse y ese miedo lo bloquee. Hablamos mucho y actuamos poco. Siempre lamentándose del olvido institucional, que es manifiesto, pero no es el camino. El camino es el tomado por Emilio, jaenero de pura cepa, que se ha atrevido a entrar a saco en un mundo inhóspito e interesado y ha roto esquemas. Se ha atrevido a ser cofrade de la Armada Invencible con el arrojo quijotesco de los cofrades de fe auténtica; relojero que palpa el pulso vital de la ciudad; cruzado de pluma y fe y férreo superviviente bajo los bombardeos de esta ciudad cainita, para darle todo su amor en esta Venus, de la que no revela el rostro porque quizá le recuerde en exceso al de esta vieja y ajada ciudad a la que, sin embargo, quiere como a una jovencita de tersa y aceitunada piel.

Además, Emilio es mi amigo. Una amistad de germen blanquinegro, cultivada delante del gigante catedralicio, el Señor de la Catedral de Jaén -como él lo bautizara-. Y como es mi amigo y lo quiero, me enorgullezco de tenerlo en mi escasa, pero escogidísima nómina de personas con las que sería capaz de ponerme el mundo por montera, a lo Sánchez Dragó, y lanzarme con ellos a la más disparatada, imposible, noble o profana aventura que se me pusiera por delante. Quiero a Emilio y me satisface sobremanera su renombre en el mundo de las letras españolas. Espero con ansia su próxima publicación en la que se adentra en el fascinante mundo del ensayo y, ¡cómo no! también espero su próxima novela que, estoy seguro, me relegará a un segundo puesto a esta Venus en el Espejo.

Y estoy convencido, porque lo ha demostrado y lo merece, que dentro de muy poco entrará por la puerta grande de nuestra literatura alcanzando uno de sus más preciados galardones.

Foto: Emilio Lara en una de las presentaciones de su novela «Venus en el espejo».

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