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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / La policía lo conoce, pero, a pesar de todo, siempre le pide el DNI porque saben que nunca lo lleva encima. A estos defensores de la ley  les gusta cabrear al individuo y ver cómo se le encienden los ojos de furia ante tal falta de consideración. Hay algo de pacto consentido entre ambas partes: «tú me pides la documentación, sabiendo que nunca la llevo y, además, me conoces, sabes que no soy peligroso”. Y la otra parte, se despacha a gusto insultando a la autoridad sin que esta se inmute.

Dionisio tiene más de sesenta años, aunque parece que tiene ochenta. Sabe que todos los días se ríen de él. Pero, también sabe que lo hacen con respeto, y que tiene cierto privilegio para poder aventurarse sin peligro por las calles, transgrediendo algunas normas.

Es borracho de profesión. Su adicción a la cerveza es directamente proporcional a la belleza de los monumentos de la ciudad. Como a todos los de su clan, le gusta vivir al raso. Admirar el azul y arrojar piropos a la aurora antes de ser amanecida y disfrutar de la soledad de las noches. Al contrario que sus compañeros de profesión, huye de su compañía. Está en contra de su condición de gregarios.

Antes de ser paseante, trabajó en la construcción como montador de casetas de feria. Por eso es un asiduo de las obras (en las que dialoga con los albañiles diciéndoles que no saben trabajar) y de las ferias patronales, respectivamente. En estas últimas, siempre parece que se va a dejar el alma. Sin embargo, resucita a última hora. Y en sus círculos más íntimos es admirado por tan fabulosa hazaña.
Nadie tiene el corazón más grande que él. Su vida ha sido contada por los poetas de su entorno.

Cuando llega el invierno, cede la posesión de su casa a más de un emigrante que viene a la campaña de recogida de la aceituna. Heredó el inmueble de sus padres, aunque nunca ha vivido en el mismo. Decidió ser un vagabundo desde la primera vez que vio el sol aparecer por su guarida del este.
Si te lo encuentras, querido amigo, no te entristezcas ni te apiades de él. Al contrario, ten pena por ti. Nunca podrás aspirar a su libertad.

Él vive ajeno a las cadenas de un mundo que no se soporta ni a sí mismo.

Algún día dejarán de sonar las campanas de nuestra soberbia y, quizá, habrá esperanza.

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