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Tengo que reconocer que Rajoy llegó a crearme un gran desasosiego ante su falta de contundencia tras la aprobación de la “Ley de desconexión catalana”, especialmente el 1 de octubre al ver las imágenes de la Guardia Civil y la Policía Nacional haciendo frente frente a una panda de independentistas que había sido capaz de utilizar a niños y a personas mayores como escudos humanos ante el desalojo de los colegios electorales.

Sin embargo, la posición del Presidente del Gobierno cargándose pausadamente de razones es más que probable que haya sido el remedio más eficaz para, al mismo tiempo, desactivar el contubernio independentista y sacar a la calle a esa mayoría silenciosa de catalanes que, aun hartos del abuso de la minoría, callaban ante el avance de un movimiento de pensamiento único que pretendía traer una buena dosis de fascismo a la Europa del siglo XXI.

Todo ello ha contribuido a que la esperada aplicación del 155 CE esté transcurriendo casi con normalidad, devolviendo la calma a una sociedad que se había instalado en la crispación por culpa de señores y señoras que ahora tratan de huir de la acción de la Justicia, protagonizando un esperpento digno de ser llevado al cine.

Pero lo que ha pasado ha sido muy grave y el hecho de que el Gobierno haya convocado unas elecciones autonómicas no puede borrar las responsabilidades de quienes han generado daños irreparables a la sociedad catalana y, por derivación, a la española. Saltarse la Ley no puede salir gratis y saltarse la madre de todas las leyes, menos aún.

Quienes han jugado a desafiar al Tribunal Constitucional han provocado que la acción de la justicia se ponga en marcha y en un Estado de Derecho como el nuestro, la separación de poderes hace que cada cosa deba discurrir por su camino. Por eso cuando leo o escucho que los Tribunales deben ser más o menos duros con la situación, no puedo sino sorprenderme, pues Ejecutivo, Legislativo y Judicial no pueden mezclarse.

La función ahora de los jueces no es otra que aplicar las leyes y vigilar porque después de juzgar, se ejecuten las sentencias. Nadie debe interferir en esa labor ni esperar o desear interferencias, porque si eso llegase a ocurrir, entonces sí que tendríamos motivos para preocuparnos. La Justicia es lenta, pero llega y sus efectos serán lo que nuestro poder legislativo haya querido que sean, pues tampoco podemos exigir ahora a los Magistrados que en sus resoluciones vayan más allá de lo que el pueblo soberano ha querido al dictar sus normas. Si estas leyes no nos gustan, habremos de darnos otras, pero mientras tanto, no puede pedirse a los Jueces que hagan más de lo que se les ha autorizado.

Queda plantearse, no obstante, cómo hemos llegado hasta aquí y que los dos grandes partidos hagan una profunda reflexión y un severo ejercicio de autocrítica, recordando aquellos tiempos en los que los pactos para alcanzar el Gobierno de España dieron alas a un nacionalismo que se cocía con la leña que se enviaba desde Madrid. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra y puesto que de aquellos barros, vienen estos lodos, lo más sensato, ahora, es tratar de limpiar el fango.

Es por ello que esperemos que tras las elecciones autonómicas catalanas prevalezca el sentido de Estado y los partidos constitucionalistas respeten la voz del pueblo catalán y si su encargo es que sean los partidos que apoyan la unidad de España los que tengan representación mayoritaria, entonces apoyen todos sin fisuras a aquel que de ellos sea la lista más votada. Porque estas elecciones tienen la razón de ser que tienen y nada debe enturbiar el objetivo final, que no es otro que devolver al pueblo catalán la calma y la serenidad que unos y otros, por acción o por omisión, le han robado, al tiempo que devolver al resto del pueblo español la confianza en que aunque solo sea a veces, nuestros políticos son capaces de pensar en las próximas generaciones y no solo en las elecciones.

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