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Plantado,  absorto y cogitabundo,   frente  a mi casa natal de la Plaza de las Palmeras nº 8, toca mi hombro   uno de los nietos del fundador de “Casa Antón”, la recordada alpargatería que fuera todo un símbolo de aquella entrañable ciudad   provinciana de mi infancia y primera juventud. Lo saludo cordialmente, pues esta familia siempre ha supuesto  para mí algo entrañable. Y, de repente, germina un deseo enquistado en mi interior que expreso de inmediato:

—Pepe, ¿podrías enseñarme el piso donde nací? ¡Hace tantos años que no accedo a su interior!…

— Eso está hecho, Ramón, dame media hora pues debo  atender un asunto urgente…

Treinta minutos interminables, en una terraza cercana,  saboreando con deleite un café cortado,  y columbrando  en la mente imágenes pretéritas preludian mi acceso al portal con mi acompañante que ha venido con su mujer. Abre mi guía la puerta de los sueños. Accedo a su interior y   un enjambre de recuerdos zumba  en mi memoria  al  erguirse ante mí  la blanca  y rutilante escalera delimitada por  la baranda por la que me escurría,  en cada uno de sus  tramos, hasta chocar mis zonas pudendas  con   la   rugiente y artística cabeza de león que la preludia, ya junto al portal.  Ni  tan siquiera ha cambiado el elegante y añejo buzón de correos que posee el indeleble sabor de lo auténtico.

Subimos  dos pisos  y,  ya enfrentado a la puerta de acceso a la vivienda,  cerrada  su  mirilla por donde tantas veces me vieron volver  del colegio maristeño  con mi pesada cartera a cuestas, es cuando  algo comienza a quebrantarse dentro de mí.

La vetusta vivienda —la casa se construyó en 1930— está a oscuras; tan solo se filtra una débil luciérnaga luminosa  por los ventanales  abiertos al patio en cuyos bajos bullía a diario  un gran  gentío en la recordada zapatería. Al abrirse   los grandes postigos se hace la luz. Mi  primera impresión al contemplar la geometría añorada de las sólidas y artísticas baldosas hidráulicas del largo pasillo —pista de despegue de todos mis vuelos—, es temblar levemente,  enmudecer, para comenzar a vivir lo ya vivido. Puedo ver   al abuelo Tobar llegar desde la fábrica de harinas,  en el crepúsculo azulenco  de la tarde jaenera,   recibido por un  ingente ajetreo  de los  moradores de la casa   que se afanaban en que su entrada  al hogar fuera placentera. Dejaba el sombrero en el  perchero,  junto a la entrada,  y se dirigía a la “habitación de en medio” para aposentarse en su sillón  favorito, blandiendo un cilíndrico  periódico ABC,  no sin  antes acariciarme levemente la cabeza y decirme con voz tierna:

—¿Ya te sabes los cabos de España sin dejarte alguno? — Y comenzaba a recitarlos, como cada atardecer, mientras yo atendía embobado su cantinela geográfica:  “Machichaco, Peñas, Finisterre, Trafalgar, Gata, Palos, la Nao…”

Y aunque los conocía de  memoria —los niños de mi generación sabíamos, entre otras cosas,  mucha geografía—  lo dejaba expresarse,  mientras aspiraba embelesado  la mezcla a loción Floyd y a tabaco “caldo de gallina”  que exhalaba su venerable y grandiosa humanidad.

Me asomo a la cancela del que fuera salón de la casa. Todavía huele a la masilla  amarillenta que impermeabilizaba los cierres de los ventanales sometidos a los aguaceros que traía el ábrego. La plaza no es la misma de mi infancia, aunque yo la puedo contemplar aún  con los ojos del alma que siempre advierten misteriosos arcanos en cada mirada. Por eso no reparo en su horripilante fealdad y abigarramiento —cuarto trastero de la adocenada estrechez,  el mal gusto y la falacia—,  sino el encanto inefable de un mundo perdido, reino de la sencilla belleza,  donde las ciudades eran diseñadas por arquitectos con sensibilidad  y no por constructores dueños de  rebosantes cartillas en las cajas de ahorro. Pienso que, desde la tala de aquellas airosas palmeras,  aniquilaron, en años sucesivos,  lenta pero implacablemente, el ágora de mi infancia; un oasis fecundo en el que se solazaba mi espíritu cada día del año,  con  vendavales  furiosos de alegrías desenfrenadas o con la brisa delicada de la melancolía.

Avanzo por el pasillo. Casi no puedo oír a  Pepito que me habla sobre la conveniencia de comprar el piso, pues van a poner ascensor a la casa. Estoy ubicado en otro mundo. Entro al antiguo comedor que estaba presidido por un  artístico bajorrelieve  —en lámina de cobre plateado—  de la Santa Cena,  y estalla  de nuevo,  en mi memoria,  la luz pretérita  de aquellos ágapes  compartidos, navideños,  o de la noche de  los Santos, que tocan  mi corazón al rememorarlos. Toda la familia unida en torno a la amplia mesa  de nogal revestida de la mantelería de hilo usada en  fechas señaladas, de día de fiesta. La bendición de la mesa   a cargo de mi abuela y la celebración de unas  veladas entrañables   que tengo grabadas para siempre  en los adentros.

Sigue mi ruta. Ahora accedo  al  cuarto donde, el 28 de Abril de 1949, vine al mundo,  atendida mi madre  por la partera hasta que llegó    Eduardo García-Triviño   quien,  al alumbrarme a la vida exterior, en primavera, expresó con voz solemne mientras sostenía mi cuerpo sucio y berreante: “hermoso varón”, tal como me contaba mi madre con ojos llorosos años después. En esta misma habitación dormí muchos  años de  mi infancia. También nacieron en la casa, en 1935,  mi hermano y mi primo, con tan solo  diez minutos de diferencia, en dos habitaciones distintas, lo que  es un caso, no desde luego infrecuente,  de misteriosa  sinergia entre hermanas embarazadas.

Entro a la cocina y puedo oír las conversaciones,  añejas y didácticas,  de mi abuela con la cocinera, mientras se afanaban en preparar el menú diario con el cariño  inexpresable con que se  hacían antaño estas cosas,  cuando aún no se había hecho un hueco  “Master Chef” en nuestras vidas  y se comía de manera  sencilla, sobria, natural, amorosa y nutritiva.

Abro la puerta del  “patio” donde se situaban las viejas cañerías de plomo, cuyo  impetuoso caudal salía  rugiente por los grifos que había renovado el hojalatero, reconvertido en fontanero,   para refrescar el gaznate de aquel niño de pantalón corto que subía exhausto del  Parque tras trotar incansable  por sus floridos confines durante largas horas,  con sus amigos mejores,  desafiando  cansancios, niñeras de blanco mandil y agrio carácter, jardineros de “la manga riega y aquí no llega…”, y  variopintos charranes   de pandillas rivales.

Prosigue mi periplo. Me encuentro con el tabique que cierra el pasillo. Cuando habitaba esta casa  el hogar estaba prolongado por otro piso que daba a la calle Gracianas, que   hoy no puedo contemplar. Pero para eso están los ojos, siempre certeros,  de la memoria amorosa. Los uso.  Cruzo la “habitación de paso” hasta acceder  a mi cuarto de estudio. Un  santa sanctorum en el que estudiaba, jugaba con los indios del Fort Apache, oía la radio de la época,  o me asomaba a aquella casi siempre desierta calleja aspirando el aroma a masa frita que,  sobrevolando   adoquines y balcones renacidos  de explosiones coloristas y aromáticas, llegaba  hasta la pituitaria desde la churrería de la esquina de la calle Tablerón. Junto a mi habitación dormían  las fámulas, y , en la adyacente, tenía abierto su estudio pictórico  mi prima Angelines Carriazo ante cuyos trabajos artísticos quedaba embobado, y aspiraba con ansia el aroma inolvidable a pintura y aguarrás que emanaba desde su tenderete; fragancias,  aguerridas y hondas, que dañaban mi alma de niño pareciéndome caricias de un extraño incienso ofrecido  en  recónditos  cultos mistéricos.

No tengo palabras para nadie. Las frases que me dirigen Pepe y su mujer quedan  sin respuesta. Atravieso de nuevo la vivienda en dirección contraria. Entro al cuarto de mi madre, cuyas baldosas presentan un distinto y sorprendente diseño que    provoca un estremecimiento interior al reconocer sus nunca olvidados arabescos. Puedo verla inclinada delante de la mesita de noche rezando sus oraciones antes de dormir,  y un torrente de ternura se adueña de mi entendimiento. Casi se me saltan las lágrimas, por lo que salgo de estampida para que  mis cicerones no puedan advertir mi emoción. Abro el balcón de la “habitación de en medio”, protegido por las mismas persianas  de listones verdes, pesadas y  enrollables, para contemplar  la vista del castillo y del cerro   Almodóvar, cuya  aserrada, caliza,  y vertical geometría   cretácea   está impresa en el mapa geológico de mi cuerpo desde aquellos días inolvidables.  Recuerdo la secuencia de las tardes, doradas y decadentes, de domingo jaenero,  oyendo en “Carrusel deportivo”,  a Juan Tribuna desde Nervión, comentando las incidencias del Sevilla – Real  Madrid,  o la deliciosa  música de violín, sintonía inolvidable  del anuncio  de Vespa,  que se emitía al final del programa, mientras el abuelo  seguía dormitando en su sillón, solfeando su garganta corcheas y blancas guturales,  y,  por aquella cautivadora plazuela, paseaban  gentes endomingadas, cuando  la tarde, antes turquesa, ahora azul francia, se iba vistiendo de galas púrpuras y azabaches  para ceder su trono a un  clamor de   sombras  que  pretendía cercar,  con sus  enlutadas galas,    los  hechizados confines de la ciudad amada.   Pronto llegaría  la hora de cenar, mi madre me conduciría a la cocina, no sin antes haberme preguntado si los deberes  colegiales estaban al día.

Después, tras breve sobremesa: “los niños deben irse pronto a la cama…” había que abandonar la confortable mesa camilla, con los piernas enrojecidas y calientes por la furia,  volcánica y cinérea,  del herraj,  atravesar entre escalofríos el pasillo y,  tras desnudarme con  rapidez, penetrar en el embozo de la cama, tras haber rezado en un dueto, dirigido por la voz materna,  las plegarias nocturnas dirigidas al Señor del Tiempo y de la Historia.

Abrazo a mis acompañantes y les agradezco la ocasión de volver a soñar despierto que me han brindado esta mañana  calurosa de un octubre primerizo.  De vuelta a casa un tropel de imágenes pretéritas inunda mi mente confundiendo el sentido del tiempo, porque ya no sé si  lo vivido es el pasado, el presente o el futuro; o si existe realmente el tiempo. Puede que  sea    una imagen móvil de la eternidad,  como pensaba Platón.  O quizá, como afirman con audacia muchos físicos cuánticos, el ayer, el hoy y el mañana  se trate  de lo mismo, y   el tiempo tan solo esté creado por nuestra imaginación.

He vuelto a mi casa de nacimiento y me he sentido vivo tras sus maternales  murallas  sin poder silenciar mis clamores interiores. He sido zahorí exhumador de   universos, alumbrando con su varita  realidades invisibles, que suelen ser las más auténticas. Me he asomado a mi  plazuela y la he contemplado con los  ojos del corazón, transmutando en oro su espantoso desaliño, su horrísona presencia,   como un alquimista fiel y enamorado. Tanta tensión amorosa ha conseguido  idealizarla entre las sombras del tiempo. Era mi plaza de siempre. Esa que nadie podrá arrebatarnos a los jaeneros de cierta edad. Nos la robaron, pero esta mañana, al volverla a erigir  incólume sobre sus ruinas,  me he sentido feliz contemplando el aristocrático palmeral. Al levantar la mirada más allá de sus contornos y volver a divisar a  ¡mi  Jaén de las alturas!, el  entrañable anfiteatro de los sueños mejores,  cobijado entre montañas, me he conmovido con el latido de mi corazón de niño. Y le he dado gracias a Dios por nacer en lugar de tan profunda  belleza. Me gustaría poder  abandonar este mundo en idéntico mirador. Así cerraría un ciclo de nacimiento y muerte, de amor y de recuerdos. O quizá lo dilataría en una eternidad, ajena al tiempo,  de sueños imperecederos.

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