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Crónica fervorosa de vivencias y sentimientos en un viaje iniciático para profundizar la fe.

Por José Calabrús Lara /

I. GALILEA

Nazaret.

Nazareth es hoy una ciudad árabe, de setenta mil habitantes, sucia y desmadejada, que guarda la Basílica de la Anunciación, la Iglesia de San José y la Sinagoga. Para el peregrino es el momento inicial, el “Sí” de María, en la pequeña gruta de la cripta basilical y la leyenda de su altar: Verbum caro hic factum est. Aquí, el verbo se hizo hombre (Juan 1, 14).

Foto: Lugar de la Encarnación.

Después vino la historia, ocultaciones y descubrimientos en esta casa, incluida la traslación a Loreto del edículo. Pero allí empezó todo con una joven Virgen que confió en su Dios y pronunció el Fiat mihi secundum Verbum tuum (Lucas 1. 38). La actual Basílica es digno relicario. En la Eucaristía, primera del peregrinar, José Antonio nos hizo reflexionar -después se repetiría- en el “aquí” emocionado y la profunda y detenida genuflexión del Credo en el punto se encarnó de María la Virgen.

La Iglesia de San José -el gran desconocido- y de la Sagrada Familia, construida sobre la casa familiar donde Jesús crecía y vivió gran parte de su vida terrena, me sugirió la sencillez del Dios encarnado: poco espacio, lugar abigarrado de descanso, trabajo y unión familiar.

La Sinagoga no es la que recibiera las primeras visitas del Niño y las primeras palabras del Maestro (Lucas 4, 14), por las que querían despeñarlo, sino los restos de una reedificación de los primeros siglos judeocristianos sobre aquélla. Nadie es profeta en su tierra. ¿De Nazaret puede salir algo bueno? Preguntas ratificadas veinte siglos después ante tan caótica ciudad. Pues “aquí” quiso vivir Jesús y su presencia se percibe con los ojos de la fe, en esa casa y en todo el pueblo, por sucio y destartalado que sea hoy.

Caná.

Un pequeño pueblo que alberga bajo la actual Iglesia Parroquial de los Franciscanos los restos arqueológicos del evento que supuso la presentación en sociedad de Jesús, que acude a una boda y aguarda la insistencia de su Madre para hacer el primer milagro. Queda allí una de las vasijas de piedra de cien litros de agua trasformados en el mejor vino, de lo que aún presumen los cananeos. Me llamó la atención por primera vez -¡cuántas veces habré escuchado antes ese evangelio!- mujer, qué tengo yo que ver contigo (Juan 2, 4), palabras aparentemente duras de Jesús; son los renglones torcidos de Dios. Otro ejemplo de esos nuevos ojos para desaprender y aprender de nuevo.

Allí, en esa pequeña capilla, los casados y viudas del grupo renovamos las promesas matrimoniales, prueba irrefutable de que el verdadero amor es eterno. Blanca y yo, los más veteranos, al volver a recibir los anillos, sentimos el mismo escalofrío de una mañana en San Pedro hace cincuenta y dos años.

Haifa y Monte Carmelo.

La vida del peregrino es dura y el Padre Agustín, implacable, apenas terminadas las mieles nupciales ya galopaba el autocar hacia el Mediterráneo, a Haifa, la ciudad de los cruzados y el monte ya conocido en el Antiguo Testamento por la lucha del profeta Daniel con los sacerdotes de Baal y después por el santuario de la Stela Maris, nuestra Virgen del Carmen. Las promesas de María a San Simón Stoch en el siglo XIII y la devoción al escapulario carmelitano se vieron reforzadas con la visita y la clara percepción de estar en un lugar muchas veces santo.

Allí recordé y reaprendí matices del pasaje bíblico que relata Elías (en Reyes I. 19, 4) tras su lucha con los sacerdotes de Baal, que utilicé como fin al Prólogo del libro de mi etapa decanal en 2002: ¡Ya es demasiado, Señor! Toma mi vida que no soy mejor que mis padres y, como Elías, tras dormir bajo la retama y comer la torta caliente, recobré fuerzas para reiniciar el camino hasta Horeb, el monte de Dios y ahí sigo.

Antes y después de la ascensión al Monte Carmelo, llaman poderosamente la atención los jardines perfectamente cuidados dispuestos en terrazas en la ladera norte de la Fe Bahai. Se trata de una religión monoteísta, abrahámica trufada de las normas persas de su fundador y profeta. ¿Serán los sucesores de aquellos otros sacerdotes de Baal a quien su dios no escuchaba? (Reyes I. 18, 29).

El Mar de Tiberíades.

Foto: Lago de Galilea.

No sé qué tiene ese lago, que es distinto a cualquier otro conocido. Desde la primera visión surgen fuertes sensaciones. Conocer el entorno del lago Genesaret o de Galilea es una experiencia que sumerge al peregrino en la vida cotidiana de Jesús en los años de su vida pública. Igual que es fácil imaginarlo de niño, acompañando a la madre a recoger agua de la única fuente de Nazaret, el lago es el escenario de las correrías apostólicas del joven rabí. En este entorno hay un elemento diferenciador, si en los pueblos y ciudades de Jesús, de Belén a Jerusalén hay que utilizar un proceso deductivo para situar pasajes o acontecimientos, alterado el escenario original por los sucesivos cambios y hacer uso de la arqueología; el lago, los montes y colinas circundantes, poco han cambiado pese al tiempo trascurrido; el mar el mismo, idéntico el paisaje y, por tanto, fácil de recordar las andanzas del Maestro.

Sobre un promontorio se ha edificado la Basílica de las Bienaventuranzas, escenario del sermón de la Montaña, que Lucas (6, 20) llama del Llano -igual da- es un lugar sereno sencillo y bucólico donde parecen resonar las llamadas del Maestro. Poco más allá, otro paisaje recuerda el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, hoy ocupado por un monasterio de Benedictinas y a continuación, ya junto al lago, el lugar del Primado de Pedro (Mateo 16, 18) y que Juan (21, 16) evoca el encuentro tras la Resurrección de Jesús con los discípulos, cuando les preparó el desayuno mientras pescaban infructuosamente, hasta que volvieron a echar las redes en su nombre. En la segunda Eucaristía tras los pasos del Maestro, Alfonso nos pone en situación, estos paisajes oyeron la voz de Jesús, sus “aquí” recibieron los discípulos los mismos mensajes de salvación que leemos en los evangelios.

Cafarnaún.

Junto al lago, Cafarnaún, donde vivió Jesús los años de su vida pública, la Sinagoga, sus restos arqueológicos y los de la casa de Pedro siguieron introduciéndonos en la vida cotidiana del Maestro y su bregar por esos parajes.

Si tengo que elegir donde lo he sentido más próximo, me quedo con el paseo en barca por el lago, el silencio -pese a todo-, la paz y la hondura del pensamiento; el meditar que Jesús anduvo sobre estas aguas (Mateo 14, 25), que las surcó de un lado a otro, que “aquí” esas mismas aguas hablan y te colocan, sin intermediarios, ante la vida terrena de quien es la segunda persona de la Trinidad, que estás en lugar sagrado y lo percibes casi físicamente.

Magdala, un pueblo ya famoso por sus salazones, es la ciudad de María Magdalena que, sin ser apóstol, es la mujer que ha estado más cerca de Jesús.

La subida al Monte Tabor fue toda una aventura, en vehículos guiados por conductores enloquecidos que sorteaban las curvas con grandes desniveles, se llega a la preciosa Basílica de la Transfiguración. Realmente viendo los mosaicos vuelves a conectar con Él y podía decir con Pedro, qué bien se está aquí quizás, por el calor, también como Pedro, no sabía lo que decía (Lucas 9, 34).

Así acabaron dos días -tres noches- en Galilea, una magnífica preparación y puesta en escena contemplativa, para profundizar en la humanidad de Jesús que permita afrontar el núcleo de la peregrinación en Judea.

II. JORDANIA.

Esta peregrinación tiene un interludio en cierto modo profano, aunque atinente al entorno geográfico del Medio Oriente donde se sitúan los acontecimientos bíblicos que permiten volver la vista al Antiguo Testamento y constatar la unidad de las escrituras sagradas. Tras cruzar la frontera con Jordania -evidencia de la proximidad del tercer mundo- se pasa por las inmediaciones del Monte Nebo, frente a Jericó, a la otra orilla del Jordán, donde tras avistar la tierra prometida murió Moisés (Deuteronomio 34, 1-5).

Gerasa.

Bajo un sol agobiante se llega a Gerasa, ciudad de la Decápolis en las montañas de Galaad, un conjunto arqueológico del siglo II de nuestra era bien conservado y extenso. Llegó a tener en la época bizantina una catedral y trece iglesias, una de ellas dedicada a los Santos Cosme y Damián que procedían de la zona y sufrieron martirio en tiempos de Diocleciano.

Petra.

Foto: Petra. Templo del Tesoro

Es el final de un largo camino; ciudad rosada que fue capital de los nabateos a la que se accede a través de un largo desfiladero con paredes hasta de cien metros que desemboca en una plaza donde se encuentra esculpido en piedra el llamado Tesoro del Faraón y otros: el Monasterio, el Teatro o el Palacio Real que te sitúan ante el valor del esfuerzo humano para crear belleza; una verdadera maravilla del mundo, si no estuviera tan mercantilizada.

Desierto de Wadi Rum.

Vuelve el peregrinar con una experiencia impresionante para el espíritu, reconfortante la Eucaristía en medio de aquel desierto de rojas arenas y dunas vivas; sobre el pedregal, al abrigo de una montaña que ocultaba el sol y los inmensos arenales que la brisa movía, unidos en oración, rodeados de un imponente silencio. ¡Y Dios se nos ofreció allí! Se percibía e intuía paestet fides supplementum sensuum defectui.

Foto: Eucaristía en el Desierto.

Guardo como un tesoro las imágenes: las especies eucarísticas sobre una piedra; el pan y el vino, en el sencillo altar improvisado, protegidas del viento con un guijarro.

El extenso desierto cerca del golfo de Aqaba, frente a la península arábiga y el Sinaí nos recuerda el éxodo del pueblo elegido desde su salida de Egipto y prefigura los cuarenta días de Jesús en otro desierto, el de Judea, más abrupto e inhóspito que éste aunque más cercano.

(Continuará)

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