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Me he referido con anterioridad a los modos de generar “noticias” por parte de los intervinientes en el proceso, en un abanico que va desde la divulgación o filtración por parte de la fuente de una información, más o menos desconocida u oculta, hasta la divulgación y puesta en el mercado de datos noticiables. Hoy pretendo fijar la atención en la fuente -el lugar o la persona de donde parte-, centrando mi reflexión en el mundo de la investigación periodística judicial, que surte la abundante documentación disponible y que es objeto de consumo masivo. En otra ocasión me ocuparé de las consecuencias.

Que la transparencia se haya convertido en un valor principal de las actuaciones de las Administraciones Públicas no hace relación a que todo lo que llevan a cabo dichas administraciones y, en particular, lo que hace al caso la Administración de Justicia, deba ser público. La transparencia hace relación, o debe hacerlo, a una exigencia permanente de actuar limpiamente conforme a derecho, de seguir estrictamente los cauces procedimentales, no solo en todos y cada uno de los procesos sino también en aquellos que le son previos, como son la selección del personal, la adecuada dotación de medios materiales y humanos a los órganos, y las formas y modos de llevar a cabo las actuaciones administrativas o judiciales. Repito que la transparencia no exige necesariamente publicidad y, mucho menos, el conocimiento y divulgación de todos los actos en todos los trámites, sino la garantía de un actuar limpio y minuciosamente reglado, sin salir de los cauces. Esa es la garantía fundamental del Estado de Derecho y el modo de proscribir la arbitrariedad.

Otra consecuencia de la transparencia es la información que puede y deben facilitar portavoces autorizados de la administración judicial o fiscalías, sobre temas de interés general o trascendencia pública, con el fin, precisamente de facilitar el conocimiento necesario y preciso, salvaguardando la natural discreción y reserva de las actuaciones judiciales.

La publicidad, el actuar con luz y taquígrafos, es también –y en lo judicial mucho más- una garantía de los ciudadanos; por ello, el artículo 120 de la Constitución señala que las actuaciones judiciales serán públicas, “con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento”, y que éste será predominantemente oral, sobre todo en materia criminal. Consecuencia de ello es que en el enjuiciamiento no solo penal de las conductas que se someten a los tribunales, dice la ley y dice bien, que las actuaciones judiciales se llevan a cabo en audiencia pública: en estrados, con fedatario y las partes.

Consecuentemente, no puede haber nada turbio y oscuro que impida que resplandezca la actuación de jueces y tribunales en su actuación tendente a  administrar Justicia; por otra parte, es evidente que todo lo que se hace en audiencia pública no es noticiable, ni aun susceptible de poner en el mercado de la información, ni siquiera que pueda y deba ser de general conocimiento. Los juicios se desarrollan en audiencia pública, son recogidos en soportes electromagnéticos de imagen y sonido y, salvo “las excepciones previstas en las leyes” en que deban celebrarse “a puerta cerrada” para garantizar valores superiores al de la propia publicidad, que se interpretan restrictivamente por los jueces, a los mismos pueden asistir los ciudadanos en general y los medios de comunicación en particular.

El propio artículo 120 de la Constitución prevé excepciones a la regla general de la publicidad, remitiendo para ello a las leyes de procedimiento. Entre estas excepciones, la más llamativa pero no la más importante es la que se viene llamando “secreto del sumario”, que es un concepto más restringido de lo que a menudo se considera, que no ampara ni general ni indefinidamente las actuaciones judiciales; lo veremos más adelante.

La primera excepción importante a la publicidad hace relación, por razones obvias, a la actividad investigadora: abarca toda la instrucción. El artículo 301 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal establece que “las diligencias del sumario serán reservadas y no tendrán carácter público hasta que se abra el juicio”, considerado y denominado, genéricamente, como secreto del sumario, compartiendo el nombre con el específico secreto temporal y absoluto para todas las partes.

La finalidad es evidente: en virtud del principio de presunción de inocencia, que protege al investigado, imputado, acusado, o como quieran llamarle, corresponde a las partes acusadoras y al juez instructor, investigar, preparar y aportar la prueba de cargo que desvirtúe en el juicio la citada presunción de inocencia. Si todas las actuaciones de investigación e instrucción fueran públicas, difícilmente podrían llevarse a cabo con eficacia.

Tiene su lógica, a pesar del atractivo y morbo que tienen las detenciones espectaculares y las penas de pasillo de los investigados en sus entradas y salidas para declarar; la excepción es razonable; la destrucción de la imagen pública del investigado, aun incluso con su anterior denominación de “imputado”, con el conocimiento y divulgación de estos extremos hace ineficaz y atenta de forma muy grave –y a veces irreversible- el derecho a la presunción de inocencia.

Por todo ello legalmente las actividades de investigación no son públicas y no deberían ser publicadas; la garantía de publicidad se sigue cumpliendo porque el acusado, desde el primer momento, está asistido de letrado, y cuando declara lo hace ante el juez, el fiscal y los funcionarios judiciales correspondientes, además de su propio abogado y normalmente su declaración es grabada; de este modo, igual que se cubre el requisito de la publicidad y debería asegurarse la obligación legal de discreción y secreto, lo que no siempre ocurre.

La excepción importante y grave al principio de publicidad es el previsto en el artículo 302 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el llamado “secreto del sumario” en sentido estricto, que es consecuencia siempre de una decisión judicial de carácter temporal, que puede adoptar el juez de instrucción a propuesta de cualquiera de las partes, por la que se declara mediante auto, total o parcialmente, el secreto para todas las partes personadas, por tiempo no superior a un mes, cuando resulte necesario para evitar riesgos graves o prevenir la posible quiebra del resultado de la investigación. Aun cuando en determinadas circunstancias el plazo temporal puede ser prolongado.

Este secreto del sumario sí constituye una negativa y oposición total a la publicidad, incluso para los “interesados”, especialmente para el propio investigado, lo que supone una grave merma en sus derechos y facultades de defensa y por ello su interpretación es siempre restrictiva.

Dicho lo anterior volvemos al carácter reservado de las diligencias del sumario, que exige que todos los intervinientes, el juez, el fiscal, los funcionarios, las partes acusadoras y defensoras, tienen el deber, no solo ético, de reserva, en definitiva, de guardar secreto de lo que conocen como consecuencia del ejercicio de su profesión.

Si las diligencias del sumario, es decir, todo lo anterior al juicio oral, son reservadas y no tienen carácter público, se impone que los intervinientes que han de participar en esa importante fase de investigación guarden secreto, y no solo porque lo imponga esa norma específica procesal (artículo 301 Lecrim) sino porque todos están obligados a ello por los respectivos artículos del Código Penal que describen el delito de descubrimiento y revelación de secretos (artículos 197 y siguientes para los particulares; 413 y siguientes para los funcionarios, y 466 y siguientes para abogados y procuradores).

Lo contrario al secreto son las indiscreciones y filtraciones. Aun a fuerza de ser repetitivo, he de señalar que si la instrucción judicial no es pública y las personas que intervienen están obligadas a secreto, cualquier conocimiento que haya de estas actuaciones obedece a las filtraciones de cualquiera de los intervinientes. Y repito una vieja afirmación matizándola en esta materia: “Lo que no se quiere que se conozca, que no se haga y, en todo caso, que no se diga”.

Las filtraciones obedecen a múltiples motivaciones, desde el afán de notoriedad o de transmitir éxitos en investigaciones de la Policía Judicial, al interés de los acusadores de dar carta de naturaleza y estado público a actuaciones que, por razones de la instrucción, deben estar reservadas.

Son varias personas que tienen conocimiento de la instrucción y están en condiciones de poder filtrar (partes, letrados, procuradores, fiscal, juez y funcionarios) y muchas las motivaciones. Por ello es difícil conocer quiénes pueden ser los autores de las filtraciones. De otro lado el apetito de los informadores en hacer uso de lo filtrado -a lo que profesionalmente tienen derecho- y la cláusula de conciencia, hacen muy difícil descubrir al autor de una filtración por el propio deber de secreto que tiene el profesional de la prensa, que no está obligado a revelar sus fuentes ni siquiera ante un juez.

Toda información sobre una causa en instrucción, incluso aunque no se haya declarado el secreto del sumario, solo es posible porque alguien –la fuente- está cometiendo un delito de revelación de secretos al que está obligado como acabo de señalar más arriba; hay una razón más, si los tribunales se dedicaran a perseguir a los autores de filtraciones de las propias causas que tramitan, los sumarios y diligencias se reproducirían en racimos absolutamente imposibles de controlar.

La forma eficaz de evitar filtraciones sería utilizar un mecanismo que va contra varios derechos constitucionales: prohibir la información sobre las actuaciones de investigación; esto no es jurídicamente posible por la dificultad de la imposición, y serían los propios tribunales, aplicando la legislación vigente, y -desde luego- el propio Constitucional el que daría al traste con esta norma.

Visto lo anterior, el único remedio razonable viene de la autorregulación, desde luego mucho más exigible a funcionarios, abogados y procuradores por vía siquiera sea deontológica, que a los propios informadores, por razones obvias.

 

 

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