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Cuando termine el confinamiento domiciliario, cuando esta anulación de la libre circulación llegue a su fin, todo parece indicar que pueden cambiar muchas cosas: se habla de la mayor perturbación económica de la democracia española, de los numerosos ERTEs, de que esta profunda crisis ha sido un golpe letal al capitalismo lo cual activa las esperanzas de los anti-capitalistas. La Semana Santa se podrá celebrar en septiembre y un sinfín de eventos, simposios, festivales y copas deportivas vagan por el almanaque buscando fechas donde fijarse. Muchos, desgraciadamente, habrán perdido seres queridos, y otros más afortunados habrán vencido a la enfermedad tras una estancia en la UCI. Y todos, incluidos los egoístas que ponen en peligro el sacrificio colectivo por una insensata escapada, habremos pasado por una discontinuidad social, una ruptura con lo cotidiano, que cuando se restituya será distinto.

¿Cómo será la realidad social a la que desemboquemos? No lo sabemos, en muchos aspectos será todo muy parecido al minuto previo al Covid-19, pero otros escenarios son inciertos, llenos de malos presagios y de temor. Será el momento de la memoria, tendremos que recurrir a ella como si del hilo de Ariadna se tratara, aquel que sirvió a Teseo para salir del laberinto del Minotauro.

No debemos olvidar la generosidad y el espíritu de servicio de unos pocos para con el resto, la emotiva y firme decisión de quien se ofrece para ayudar a los demás en un gesto encomiable que engrandece. Nos han emocionado las muestras de agradecimiento colectivas, los aplausos de las ocho de la tarde, y esa gratitud deberemos recordarla para exigir que nunca más se desmantele la sanidad pública, que se valoren como se merecen los profesionales sanitarios y se les dote de medios.

No debemos olvidar que a lo largo de este confinamiento domiciliario hemos llegado a apartar buena parte de nuestro individualismo para pensar en el bien común, el cual debería conducir buena parte de nuestras decisiones. Una sociedad fuerte puede hacer frente a las vicisitudes que se intuyen en el horizonte, y la fortaleza de la sociedad la proporcionan los individuos, comprometidos y sociales, no las ideologías.

No debemos olvidar el tiempo que hemos recuperado junto a nuestros seres queridos. Nuestro ritmo cotidiano previo al estado de alarma, nos mantenía ensimismados, incapaces de apreciar y valorar a aquellos junto a los que vivimos, sin compartir la vida con ellos. Esta debería ser una de nuestras condiciones para las nuevas circunstancias tras la crisis: dedicar más tiempo a aquellos que dan sentido a nuestra vida.

No debemos olvidar el tiempo que nos hemos dedicado a nosotros, a enriquecer nuestra vida interior con lecturas, conversaciones, buen cine o a encontrar sosiego con nuestras aficiones. Hemos recuperado proyectos de escritura, hemos descubierto músicas, hemos vuelto a disfrutar de libros. Hemos vuelto a soñar, seguro que muchos de nosotros hemos vuelto a desempolvar viejos sueños y aspiraciones, seguro que en muchos se ha activado el idealismo que quedó desactivado por el pragmatismo anodino. En definitiva hemos enriquecido nuestra vida interior, y ese será un activo de valor insospechado para nuestro futuro inmediato.

No debemos olvidar que el confinamiento domiciliario ha dado un impulso impensable a la digitalización de nuestro país. Todos hemos adquirido habilidades en el manejo de internet, en las telecomunicaciones caseras. Muchos hemos tenido nuestro primer contacto con el teletrabajo. Como consecuencia seguramente se abrirán nuevas perspectivas laborales y quién sabe, tal vez la tan mentada conciliación familiar se haga realidad de una vez de la mano de la transformación digital.

No debemos olvidar todo el conjunto de escenarios interiores a donde nos ha llevado la reflexión acerca de esta experiencia única en nuestras vidas. Es posible que después de todo hayamos apreciado qué es lo realmente importante en nuestra vida, y qué es lo prescindible, y si hemos llegado a poder discriminar lo fundamental de lo superfluo, habremos entrado a un ámbito de decisión mucho menos dependiente de factores externos que no controlamos.

No debemos olvidar que hemos experimentado muy buenos momentos sin necesidad de recurrir al consumo compulsivo. Los juegos, las conversaciones, los chistes, la lectura, la música, la reflexión, la escritura, la evocación de tantos recuerdos al volver la mirada a las fotos antiguas y tantas actividades que han tenido como protagonista nuestra imaginación. Todo ello nos ha proporcionado dicha, porque surge de nuestros valores humanos, sin depender del consumo externo. Esta es una experiencia muy valiosa, porque en el futuro también aguardan nuevos escenarios en los que se deberá valorar el consumo de otra manera.

No debemos olvidar los sinsabores, las malas experiencias y los momentos desdichados, siempre y cuando hayamos recogido la valiosa experiencia que nos impediría que se repitiesen. Son nuestro gran tesoro, nuestra experiencia más útil: llegar a saber por qué hemos sufrido y cómo evitarlo en el futuro.

No debemos olvidar la desagradable impronta que ha dejado lo ruin, el rencor, la revancha, el interés mezquino cuando han buscado desesperadamente un lugar entre la generosidad, la entrega y el altruismo de tantos héroes anónimos y el civismo de la mayoría. Ese hedor no debe olvidarse, para poder reconocerlo tantas veces como aflore y combatirlo con nuestra indiferencia.

Y no debemos olvidar el papel que ha jugado cada cual, los comportamientos, las responsabilidades, las consecuencias que tienen las posturas particulares en la compleja trama social. Cuando salgamos de esta anomalía habrá que tomar decisiones, muchas decisiones, y todo lo que recordemos nos ayudará.

Foto: Desde el primer momento de la crisis sanitaria se han repetido las muestras de solidaridad hacia los profesionales que dedican su esfuerzo a salvar vidas.

 

 

 

 

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