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Por JANA SUÁREZ / Tenía apenas 45 días cuando entró en mi casa y en mi corazón, escuchamos de padres y madres una frase que dice todo respecto a su hijo: Ha sido un niño/a muy deseado. Lo entiendo perfectamente, porque he sido madre dos veces; no voy a contaros sobre un embarazo, pero sí sobre un bebé.

Aquella mañana de domingo, me mostraron un video, esos videos tiernos que te sacan una gran sonrisa, que la mayoría de las veces sus protagonistas son bebés. Lo miré atentamente y lo sentí enteramente mío. Pero no lo era. Lo había deseado desde hacía mucho tiempo, sin pensar las consecuencias que puede acarrear un bebé tan pequeño en una casa.  No pensé más que “lo quería”, no como un capricho, era una “necesidad”. Necesitaba  acariciarle y darle todo el amor que tenía guardado para él desde hacía tanto tiempo. No hubo negociación, apenas unas palabras y ambos tuvimos la seguridad de que estaría en “buenas manos”. Concretamos que iría a buscarlo por la tarde. Se hizo largo el día, estaba impaciente como una niña la noche de Reyes. Quería verle la carita y sentir su calor para elegir su nombre, hasta el momento se le llamaba “Gordo”. Llegó la tarde y con unas ganas enormes fui a buscarlo. Llamé y un gran número de perros acudieron curiosos al portalón de entrada. Lo vi, una gran bola peluda enganchado de la teta de su madre, miré a su madre y pensé que los iba a separar, y no era justo, la madre remoloneaba a mi alrededor y él directamente vino a morder mis zapatillas; le levanté del suelo y lo apreté a mí. Era amoroso y achuchable, se dejaba mimar, la madre se desentendió al momento y no volvió a acercarse, nos miraba desde la distancia y yo le prometí cuidar de él. Marchamos para la casa sin soltarle al suelo, era muy pequeño para olisquear y no estaba protegido por vacunas, fue una cuesta dura, es de gran tamaño y peso.

Comenzó nuestra aventura comiendo unas salchichas desmenuzadas, le preparé una cama donde dormir y le coloqué cerca de mi cama, intuía que lloraría y echaría de menos a su madre, pero sorprendentemente durmió toda la noche tranquilo. Mi casa es grande y el patio fue el lugar de nuestros primeros paseos. Aprendió con rapidez ciertas normas como dónde hacer pis (el patio o un empapador dentro de casa), a dar la patita a cambio de una chuche y con paciencia esperamos a tener su pauta de vacunación para salir a ver mundo. Se acostumbró a la correa y al arnés y aunque no es todo lo obediente que debería, se ha convertido en un cachorro de seis meses adorable. Paseamos por el canal un tiempo pero le gusta disfrutar del campo con total libertad, subir y bajar “laeros”, husmear en las madrigueras, perseguir los pájaros y traerme todos los palos que encuentra que son de su gusto, es decir, grandes y pesados. También me trae otro tipo de regalos que aunque le diga ¡no! él insiste en que los acepte. Nos hemos hecho grandes amigos, con pereza o sin ella a las 7 de la mañana con la “fresquita” salimos cada mañana. Sí, si llueve también, y si truena, igualmente.

Es juguetón y le encanta “saludar” a las personas que vamos encontrando, por el campo o por el pueblo, pero ya respeta y espera a que le dé el “consentimiento” (no a todo el mundo le gusta que un perro le “salude y que le olisquee”, es su manera y primera toma de contacto).

Es mucho más que un perro, me escucha, me habla en ese idioma universal que no es el esperanto, si no el idioma del amor y del respeto, y me da mucho más de lo que yo podía imaginar.  

Lo genial de todo esto es que los humanos tengamos un amigo leal y con un amor incondicional a nosotros, pero que lo hagamos recíproco, porque esa frase que tantas veces he escuchado hoy la hago mía para decir que mientras más conozco a algunos humanos, más quiero a mi perro.

A propósito, Ían, mi perro, es un pastor belga, bello, sano y poderoso, al que amo. Por el que madrugo, por el que venzo la pereza, porque con darle de comer, cepillarle, bañarle o vacunarle no es suficiente. Se lo prometí a su madre…él me dedica a cambio todo su día, su compañía, su cariño y mimos, los paseos que me da, incluso casi casi ha conseguido que pierda el miedo a las tormentas; eso lo estamos trabajando aún, porque su miedo a los cohetes es parecido al mío.

No es un perro ladrador, si llaman al timbre, espera a que abra en silencio. Es el mejor despertador por la mañana, siempre con caricias, y por la noche la palabra “cuna” es la clave para ir a dormir. No le aúlla a la luna, sin embargo las campanadas que anuncian la hora del Ángelus son las que le hacen sentarse y aullar, (si alguien tiene explicación para esto, me gustaría saberlo, porque me parece muy curioso).

Tal y como está el mundo, me parece que tener un compañero como Ían, es maravilloso. Estoy aprendiendo tanto de él…nos unen muchas cosas más, nacimos el mismo mes, su nombre es como el mío en otro idioma, pero vamos, Juan de toda la vida. “Aquel dado por el Señor” o “Fiel seguidor de Dios”. Una gran suerte la mía tenerle en mi equipo de vida. Siempre agradecida.

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