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Una característica generalizada que cíclicamente se produce en la historia, el arte, la literatura y –cómo no- el derecho, es la tensión dialéctica y alternancia del clasicismo y la vulgarización, el esplendor o el declive, las luces y las sombras. Culturas, imperios y civilizaciones nacen, crecen, llegan a su cenit e irremisiblemente entran en un proceso de deterioro y crisis hasta su desaparición por mutación a otra o fragmentación en varias; el progreso evolutivo es así; al arte medieval le sucedió el renacimiento, del mismo modo que a éste le sustituyó el barroco, para años después retomar el neoclasicismo, al neogótico y de este modo, más o menos, se viene repitiendo.

Para estudiar la evolución del derecho, Roma y su derecho se constituye en un magnífico laboratorio donde apreciar la evolución de un sistema jurídico a lo largo de casi catorce siglos –desde la Fundación de Roma hasta el Imperio Bizantino-, lo que permite contemplar el fenómeno de la formación, modos de creación y cambios en el derecho, las leyes y sus modos de aplicación, desde el arcaísmo de la monarquía fundacional al periodo de los juristas clásicos, bajo el imperio absoluto; contemplar su auge, la extensión y generalización al vasto territorio imperial en tres continentes; precisamente esta dinamización y elasticidad constituyó uno de los elementos y causas de su vulgarización en el tardo Imperio Romano, al tiempo que por la fragmentación se dividía.

Si esta experiencia nos la ofrece el legado jurídico de Roma, muchos años más tarde podemos observar un proceso similar en España tras la formación del Estado Moderno: con los Austrias se va forjando el derecho “nacional” frente al particularismo foral y municipal, hasta llegar a los Decretos de Nueva Planta con el absolutismo borbónico y sus recopilaciones no siempre inocentes y respetuosas con lo anterior.

La ingente masa de normas, dictadas para un vasto imperio –el español austríaco-, solo estuvo disponible para los estudiosos en “corpus” cerrados; muy pronto la base territorial había mermado con los Austrias menores y el cambio dinástico.

Ese es precisamente el momento de los estudiosos del derecho patrio, que sin olvidar la formación romanística adquirida en las universidades en la recepción y el renacimiento, fijan su atención y trabajan al servicio de la monarquía en el estudio del “nuevo” derecho nacional, al que lustran y dan esplendor en los primeros estudios doctrinales sobre este derecho “nacional”, partiendo de Castillo de Bobadilla, Mayans y Siscar, Mateu y Sanz y una pléyade de juristas que cultivan el derecho en este largo periodo que comienza a dar señales de agotamiento conforme avanza el siglo XVIII, cuando los intereses de la monarquía no siguen ese camino.

En el XIX los estudiosos del derecho empujan en una nueva dirección importada de la etapa napoleónica: se inicia la codificación, primero donde más falta hacía: el disperso derecho de los mercaderes y comerciantes y el derecho punitivo; surgen así el primer Código de Comercio de Sainz de Andino en 1829 y los Códigos Penales de 1922, 1848 y 1850. Pronto nace la Comisión General de Codificación que crea un semillero de proyectos y trabajos con presidentes como Manuel Cortina que alumbraría en 1850 el primer Código Civil de García Goyena y abre el periodo clásico de la codificación con Montero Ríos y Alonso Martínez, que producen los grandes textos jurídicos de cuyas rentas hemos vivido más de cien años y comentaristas de los mismos, como por citar solo a uno de primera categoría encontramos a José María Manresa y Navarro.

Bien entrado el siglo XX se comienza a apreciar un discreto e inicialmente imperceptible proceso que, con el pretexto del compendio, primero respetuoso con la norma, como el clásico Medina y Marañón y con menor calidad y rigor en otros, optan por la divulgación jurídica y abren el camino a la vulgarización, que se caracteriza por la pérdida de rigor, la proliferación normativa, el deterioro del lenguaje, el alongamiento de las normas –artículos largos e ininteligibles- y con el pretexto de la minuciosidad, la pérdida de la perspectiva. Los últimos sesenta años son una prueba evidente de este proceso que no está vinculado a la existencia o no de regímenes democráticos o autoritarios, cuya alternancia solo aportan una somera explicación, que, en ansoluto lo es del todo.

Para buscar las causas de la vulgarización del derecho hay que acudir de nuevo al derecho romano; recordemos que el derecho clásico romano se inició por “contaminación” con el derecho provincial, de las autoridades militares, el edicto del pretor de los peregrinos y las reglas de los pueblos limítrofes u ocupados; el tránsito por los copistas de los “volumina” (rollos) a los “códices” (libros de hojas) y la propia degeneración y deformación del latín provincial.

Del mismo modo, en la Edad Media, ocurre un fenómeno similar con la aparición de las lenguas romances; el derecho romano de la recepción no es el clásico de Roma, sino el justinianeo, tamizado por la orientalización y trufado y atravesado por la obra de glosadores y comentaristas.

Otro tanto hay que decir de la degradación del derecho real en la Edad Moderna, al servicio del poder absoluto y la influencia de la elaboración del derecho indiano, entre otros.

Todas esas adherencias que van desde el “scriptorium” regio, con funcionarios más o menos rigurosos, hasta los defectos de copia o los procesos de recopilación y compendio, transforman y vulgarizan el derecho.

Nuestro tiempo se caracteriza por la eclosión y multiplicación de las fuentes del derecho; a ello se suma que ya las normas –aunque sean preparadas por expertos- son elaboradas por legos –no juristas- que es la clase politica, donde prima la ideología y los intereses de grupos sobre la técnica jurídica y en la redacción de las normas predomina principalmente lo económico y los economistas. Si a ello unimos la globalización y la dispersión normativa surgida de la multiplicación de las fuentes del derecho: supranacional, nacional, autonómico y municipal, no hay margen para el optimismo en la evaluación del ordenamiento juridico que de este modo nace. Se opta por tener muchas leyes en lugar de tener buenas leyes. La calidad democrática y de la clase politica no son ajenas a este problema.

La evidente vulgarización del derecho actual no supone una crisis del derecho, que –pese a todo- por la calidad de los juristas, funcionarios, técnicos, profesores, jueces, fiscales y abogados resplandecerá de nuevo a poco que los dejen.

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