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La súbita paralización de la actividad económica, provocada por la pandemia, tambaleó el dinamismo económico global hasta tal punto que exigió una rápida y contundente respuesta de los bancos centrales, regando a borbotones la liquidez del sistema mediante políticas monetarias muy expansivas, estrategia que está siendo complementada por las masivas emisiones de deuda pública de cada Estado.

Así, se calcula que en el último año se han puesto en circulación más de 5 billones de euros en nuevas emisiones, permitiendo que la deuda mundial estimada, tanto pública como privada, alcance 277 billones de dólares este año, según el Instituto de Finanzas Internacionales. En España, para hacer frente al agotamiento de los recursos disponibles y dar respuesta a las necesidades derivadas de esta crucial coyuntura, ha sido necesario incrementar el saldo neto de la Deuda en 110.000 millones de euros, lo que determina que a final de  2020 habría escalado hasta cotas aproximadas al 120% del PIB.

La parte positiva de esta situación de sobreendeudamiento que hemos tenido que asumir, radica en el costo de la misma, ya que, gracias a la política monetaria del BCE, que adquirió deuda pública española por valor de 77.128 millones de euros, España, por primera vez en su historia, ha podido emitir Bonos a 10 años al -0,07%; que el costo medio, a final de año, haya descendido al 1.85%; y que la prima de riesgo se haya situado en 62,7 puntos básicos, datos que han merecido el incremento del respaldo y de la confianza de los mercados. Sin embargo no debemos olvidar que esta anuencia de los mercados sigue siendo imprescindible para evitar que sea sólo el BCE el que deba ejercer como único paladín en defensa de la credibilidad del endeudamiento público español.

En realidad, buena parte del consenso general admite que la deuda de los estados no provoca especial preocupación siempre que esos importes se destinen a los fines adecuados y sirvan para generar crecimiento y empleo; que  los tipos de interés permanezcan en estos niveles; que la inflación no despierte de su letargo actual; que la competitividad remonte sustancialmente; y que la productividad de la economía escale a cotas que permitan reducir esta inmensa carga financiera. La gran incógnita es si en el futuro más próximo la economía española podrá vencer las dificultades  añadidas a su ancestral desequilibrio, y situar los niveles de estos requisitos en las cotas que exige esta complicada coyuntura.

En mi criterio, esta corriente que mantiene una clemencia manifiesta sobre el alto volumen de la deuda pública en circulación, está sustentada, como hemos dejado reflejado anteriormente, en una evolución positiva de esas variables específicas, sin embargo bastaría que los niveles de inflación  despuntaran a niveles superiores al 2%, cota a la que, últimamente, se ha conferido cierta flexibilidad en los nuevos parámetros de política monetaria definidos, tanto por la FED como por el BCE, para que estos debieran actuar sobre los tipos de interés, lo que generaría un encarecimiento de la deuda  de los estados, con consecuencias manifiestamente perjudiciales para las economías de los países más endeudados.

En cualquier caso, en mi opinión, no podemos perder el respeto a la acumulación de deuda pública, a pesar de que esos incrementos estén destinados a inversiones que mejoren el futuro del país, y, por otra parte, también es necesario no olvidar que no debemos cargar a generaciones futuras con facturas de deudas exorbitantes y de sus correspondientes costes, especialmente porque esas facturas hay que pagarlas, aunque sea a largo plazo, y los niveles de tipos, aunque por suerte dada la coyuntura, más tarde que pronto, volverán a subir.

 

 

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