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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / El apotegma horaciano de ut pictura poesis contenido en su Epístola ad Pisones, o Ars poética, obra en la que expresa su admiración por el canon griego, ya fija la simbiosis íntima entre el arte pictórico y la literatura. La belleza creada a través de las imágenes pintadas, o expresada en conceptos literarios guardan una estrecha relación. Esta idea del poeta latino, que pervive a través de los siglos, tiene su esplendor en pleno Renacimiento en la renombrada Academia Neoplatónica florentina, cuyos teóricos sostenían que el arte pictórico era una actividad intelectual que buscaba la transmisión de elementos narrativos mediante medios plásticos. Por eso, en este período, para los pintores la literatura se convertirá en fuente constante de inspiración. Tanto pintura como poesía utilizarán la mímesis o imitación aristotélica para provocar una catarsis en los espectadores.

Velázquez, nuestro egregio maestro, usaba su caballete con sutil trazo lírico y descriptivo, tal como lo hubiera hecho un poeta con sus evocaciones. Desde este punto de vista los cuadros son narraciones poéticas, y los pinceles se convierten en plumas coloristas. Y, aunque las posmodernas teorías estéticas hayan arrinconado, como tantos otros conceptos valiosos, tales equiparaciones, en tiempos del genio sevillano era muy real tal aserto horaciano, no hay más que adivinarlo en sus Hilanderas, que relata, de manera magistral y detallada, el mito de Aracne, o en muchas otras de sus obras.

Emilio Lara, que, por su vasta formación humanística, conoce con solvencia todas estas preceptivas estéticas y literarias, como es pintor sensible que describe con su pluma lienzos, vivos y palpitantes, que atrapan al lector —basta cerrar los ojos tras leer algún capítulo de sus obras para poder ser testigo presencial de la escena descrita—, solo tuvo que esperar a toparse con una historia —no las busca, llegan, cuando las necesita— para ponerse de inmediato a encajar todas las piezas y así  diseñar, con perfecta paleta de color literario, un deslumbrante relato de ambición, amor, pasión, belleza, resentimiento, ansias de poder, correlación histórica de sociedades hermanas, aunque de tono vital opuesto, aunque siempre, como en todas sus novelas, haciendo primar lo literario sobre lo histórico, la sugerente ficción sobre el dato frío, doctoral, académico, bien lejos de esa ramplona historia novelada al uso que detesta, pues no prende en su lectura el pabilo del espíritu, ni hace despegar los vuelos en globo de la fértil imaginación creadora de mundos nuevos y sutiles, ingrávidos y gentiles como poetizara don Antonio, otro sevillano ilustre.

Emilio es zahorí  iluminado, perspicaz, gestor de recuerdos propios, también  ajenos, inspirado inventor de otros, creador de emociones, alumbrador de aspectos inéditos de los personajes recreados, que complementan y enriquecen lo ya conocido de ellos. Pues la ficción bien trabada nos permite comprender mucho mejor pasajes neblinosos de la Historia; convertir un pasado estático en universos preñados de vida y audaces posibilidades. Y lo hace con un recital de conocimientos, intuición, creatividad —es algo de lo que siempre ha estado sobrado —, y madurez, pues, en este caso escribe, más que nunca y bien que se nota en la lectura detallada de su novela, con verdadero oficio de escritor, que es algo que se debe ir aprendiendo, depurando con el uso, hasta poder hacerse un verdadero artesano de la palabra escrita, pues no todo son cualidades genéticas, sino también rudo aprendizaje del oficio, primor y precisión menestral. Algo así como bien pensaba nuestro genial linarense Andrés Segovia, al que Dios había impreso en el papel pautado de sus nucleótidos el don de la música, al definir de esta forma el arte de tocar la guitarra parodiando la letra de la antigua copla: El tocar la guitarra no tiene ciencia, sino fuerza en el brazo, “permanecencia…, en su intento de demostrar que el genio tiene que completarse, con áridas jornadas de duro noviciado, con cualidades técnicas que deben ser asimiladas con paciencia, con lecturas sin tasa, estudio porfiado, exactitud, constancia y disciplina. Así se materializa lo soñado. Porque, usando las  propias palabras de Emilio contenidas en un pasaje de la novela: Los sueños no se malogran de tanto desearlos sino por falta de perseverancia para conseguirlos. Él, como persona inteligente e intuitiva, tenaz, lúcida, sacrificada, de voluntad férrea, debió soportar el discurrir cinéreo de años yermos, con paciencia y ojos avizores, vigilante perpetuo en la cofia de su nave vital, aguardando el grito de ¡Tierra! que anunciaría la llegada de su momento. Fue entonces cuando dio ese paso al frente tanto tiempo anhelado, e irrumpió con fuerza en el mundo de las letras, para curtirse en las lides literarias desde la publicación de su primera novela, y hacerlo con ejemplar permanecencia, hasta lograr esta perfecta, sugerente, madura, clarividente y equilibrada novela que he degustado, a mi estilo; es decir, una primera y vertiginosa lectura anotando con frenesí diversas glosas al margen, subrayando múltiples pasajes de mi interés —diría que innumerables—, con el corazón encogido por una punzante ansiedad para hacerme una idea global de continente y contenido y todo su ilimitado microcosmos literario, y una segunda, deliciosamente lenta y calma, paladeando cada secuencia, deleitándome en la contemplación de cada minúsculo y admirable detalle, recreándome en cada retrato fugaz de personajes conocidos, que entran y salen de la trama tras ser certeramente definidos con rasgos reveladores  y precisos, admirado de sus inmensas dotes descriptivas, por otra parte, sencillas, nada enrevesadas, pues parece que no le costara trabajo esbozarlas, cuando son capaces de calar el  alma, por la justeza y mágica epifanía de los vocablos empleados, con admirable soltura, en el momento oportuno, por la infinita naturalidad de los diálogos —¡cuán difícil es eso!—, que nos parece que los dialogantes van a atravesar las páginas de la novela y seguir conversando con nosotros con similar llaneza y cotidianeidad, por tal artesana, grandiosa y refinada sencillez de estilo, si se me permite el oxímoron, que sin embargo encierra mundos abisales que serán paladeados mucho tiempo después en el recuerdo, y en la frecuente relectura de pasajes de la novela. Por todo ello es por lo que llega a tantas personas, de distinta edad y condición, en sus relatos, lo cual es algo verdaderamente eficaz para un escritor que no hace otra cosa que comunicar sus mundos interiores con la esperanza de que puedan alcanzar con su afilada daga el corazón de muchedumbres. Porque escribir no es otra cosa que lanzar un mensaje, consciente e inconsciente, en botella de cartoné  y celulosa esperando una respuesta, que a veces no termina de llegar, o lo hace de manera imprevista. Pero también es aliviar un peso interior insostenible, seducir, compartir, amar…

UN ESCRITOR DE RAZA

La historia era perfecta. Por eso, en ella, Emilio se desenvuelve a las mil maravillas. Vibró al leer la noticia del descubrimiento, en 1986, de una pintura velazqueña olvidada hace tiempo. Era el  retrato de Olimpia Maidalchini, la noble, sagaz e íntegra viuda, cuñada del papa Inocencio X. Y fue en 2019 cuando la prensa mundial anunció la subasta de la obra tanto tiempo perdida, ahora autenticada, que había sido creada en el segundo viaje del artista a Italia, comisionado por Felipe IV para adquirir pinturas y conseguir el vaciado de esculturas famosas, pero también para la contratación de artistas romanos, como Pietro da Cortona, para que decoraran al fresco el Salón de los Espejos y la Pieza Ochavada del desaparecido Real Alcázar madrileño.

A partir de aquí, entra en escena la personalidad arrolladora del escritor, sus caudalosas dotes artísticas, su profunda comprensión de los tipos humanos, su admirable elegancia y soltura narrativa, su asombrosa disposición para la urdimbre de tejidos literarios complejos con insólita facilidad, su capacidad ingente de fabular, de soplar el tantas veces inerte modelo en barro de los personajes históricos, para animarlos de un renovado hálito vital, la hondura de sus conocimientos históricos y humanísticos, su ingente capacidad de trabajo, el sutil don que posee de saber relacionar en pocas líneas universos paralelos que quedan revelados ante nuestros ojos atónitos, pues sabíamos que existían, pero no éramos capaces de ponerlos de relieve,  la capacidad psicológica para traer a escena —como si fueran de la familia—, y alumbrar oscuridades fenotípicas de figuras históricas relevantes, que nos hacen poder comprenderlas mejor. Y hacerlo, por ejemplo, con una psicología tan fascinante y compleja como la velazqueña: huraña, silente, pacífica, ensimismada…, lo cual tiene un enorme mérito, pues es una recreación del personaje que ilustra con mayor claridad nuestra visión de lo pretérito. Nos llega muy dentro su manera de hacer hablar al presente a través del pasado, embellecerlo y fantasearlo sin perder un ápice de rigor histórico, pero sin detenerse en pedanterías académicas, su conocimiento, al detalle, de la época novelada, su innata capacidad de fantasía para ser capaz de revitalizar figuras humanas de otra época, haciéndolos parecer similares a las que deambulan a nuestro lado en la vida cotidiana, hasta el punto de que parecen convivir con nosotros borradas las barreras espacio temporales.

EMILIO ES JAÉN

Por si todo esto fuera poco, la lectura de su novela nos cala el alma por su amor inmenso y sostenido por sus raíces, por la ciudad fronteriza donde naciera, de la que jamás podría alejarse en sus escritos, pues Emilio siempre será Jaén y sus circunstancias, aunque la trama se situara en las estepas siberianas, o en un perdido atolón pacífico; ya encontraría la forma de enlazar, en imposible e inaudita urdimbre, lugares tan aparentemente inconexos, con nuestro bosque de olivos, y las cumbres azules, quebradas e inalcanzables, de nuestras serranías. Emilio es un eterno y dilecto colegial de todos los liceos de la memoria de esta ciudad de luz y sombras. Su acerada capacidad crítica, no le impide tener un corazón grandioso. Me enternece su guiño amical hacia los tipos humanos con los que se ha cruzado en su decurso vital y a los que rinde un singular agradecimiento —es de bien nacidos—, al mostrar su nombre y hacerlos figurantes de la trama. Así aparecerán Ángel Aponte, el compañero docente y amigo cómplice de tantos universos, quien lo presentara hace unos días de manera lúcida, vibrante y docta, en la Económica, ahora como Marqués de Valparaíso, el lugar idílico, frontera del Jardín del Obispo, donde compartí algunos años tan noble profesión con Emilio. El doctor Andrea Buono, Giovanni Cózar, otro entrañable y querido compañero, cuya presencia en estas páginas nos hace saltar unas lágrimas de afecto eterno en su recuerdo. Michel Viribay, un Monet costumbrista de la tierra, ahora miembro de la Real Academia di san Lucca, por otra parte, nombre tan jaenero. Jose Madero, ya, por aquellos tiempos en las lides impresoras. Giuseppe di Luigi, un librero de porte quijotesco, cuyos escaparates ceronianos son una especie de chafanarices y golosa confitería del espíritu, o incluso de la lagarta, sicalíptica y nunca bien ponderada Fidela, mítico personaje de un evocador cantón de Santiago donde nacen las pinas pendientes castellanas, que ahora colabora con Donna Olimpia en la redención y mejora de las condiciones vitales de las prostitutas romanas. En su habitación de la Piazza Navona tiene como decoración la descarada y procaz Madame, ahora romanizada, un Santo Rostro y el escudo catedralicio lo que es algo que refleja la historia, que no la leyenda urbana, pues es bien sabido que, en las habitaciones de las antiguas casas de lenocinio jaeneras, la decoración siempre ha estado presidida por cuadros y tallas de devociones populares, dejándose ver las odaliscas en la contemplación de cualquier viacrú por las callejas, o recordar que, en otros tiempos, en sus libidinosas dependencias, se ha celebrado algún que otro “cabildo” de pías asociaciones de la tierra, tal como el autor relata, así como de pasada, y esbozando al escribirlo —estoy convencido, apostaría diez reales de a ocho— una de sus indefinibles y cáusticas sonrisas emilianas de labios prietos, viva centella de ojos entornados y mente en irónica crepitación.

Son los guiños a la ciudad que ama, que vive en él, que está impresa, indeleble, en la masa de su sangre, en descripciones paisajísticas simbólicas, en modismos dialectales, en cuestas viterbianas de jadeante ascenso, en platos de la cocina de siempre. Por eso aparecen en tan literario mostrador tortas de manteca con ajonjolí, que imaginamos de inmediato poder mojar en el café del alba, gachas dulces con picatostes, delicia de la noche del Tenorio, migas con avíos y morcilla asada consumidas contemplando el nevazo que cimbrea las ramas de las palmeras de la plaza, gallina en pepitoria sopando con lujuria —¡niño, se moja con el tenedor!— la salsa de almendras en alguna reunión familiar del día de la Concebida, buñuelos de la Feria, ingeridos entre reclamos serpenteantes de sirenas y pregones de regalos tomboleños por los altavoces, y tantas otras delicadezas culinarias de la tierra, que nos hacen cerrar el libro un momento, chapotear la lengua en una boca hecha agua y soñar, ojiabierto, con sonrisa giocondiana, mientras entona la flauta dulce de unos mirlos, de funeral librea y pico lujurioso, su cautivadora y relajante sonata primaveral, apostados en las ramas de la catalpa cercana, mientras comienza a madurar por los cielos el melocotón del ocaso.

LA LUZ RUTILANTE DE ITALIA

La novela es una oda  a Italia. Su lectura  atrapa, hechiza. Es una literatura sensorial, seductora, viva. Pura, ágil, inteligente, artesanal, intuitiva, sencilla, poética y directa prosa pictórica que llega muy adentro y conmueve. Una sola vida resultaría muy breve para dedicarla a un país ingente en todo, que admiró a Velázquez lo encandiló, hasta tal  punto que no sabía cómo prolongar su estancia en la ciudad, pese a los recados del Rey Planeta recordándole que debía volver de inmediato con su misión artística  y funcionarial cumplida. Pero el genio sevillano había quedado prendado de un ambiente bien distinto al de la España de su época: rígida, inquisitorial, triste y descarnada. Italia era otro mundo en época idéntica: belleza y sensualidad, arte a raudales, pasiones descarnadas, deslumbrante luz vital, y el carcaj de Cupido, insinuado en cualquier esquina, repleto de venablos amorosos para herir con su acero los corazones solitarios.  

Por eso vivió cada segundo de su segunda estancia en esta tierra rutilante. Arte y vida a partes iguales. Pintó a Olimpia Maidalchini, la cuñadísima del estudioso, inteligente, serio, indeciso, taciturno y débil de carácter papa Inocencio X, la que vigilaba sus comportamientos y dictaba sus actuaciones. La que sugería atraer con alpiste al Espíritu Santo —genial metonimia empleada por Emilio para definir, no sin una delicada dosis de ironía, los métodos electivos de pontífices que han cambiado poco con los años—. La mirada dura, íntegra, inteligente de la que no se sabía si era la sombra del papa, o una papisa en la sombra como corría de boca en boca por los corrillos romanos. La verdadera artífice del pontificado. Mujer amada y temida al mismo tiempo, a la que los romanos colocaron, donde solían depositar sus escritos de queja o crítica que no era otro enclave que la estatua llamada il Pasquino —de ahí viene la palabra pasquín—, de la Plaza Navona, un cartel que rezaba en latín “Olim pia, nunc impia»; es decir: otrora piadosa, ahora impía.

Del mismo modo plasmó en el lienzo en esos días, en fascinante etopeya visual, los rasgos moriscos de su criado Juan de Pareja, cuyo portentoso retrato contemplé admirado hace apenas unos meses en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, entidad que lo adquirió en subasta, en 1970, por cinco millones y medio de dólares. Los vale sin duda. Me cautivaron los picones de sus ojos, sus labios carnosos, sensuales, su piel renegrida y el cabello rizado. Me admiró la potencia de una mirada ciertamente pícara, de austera vivacidad, preñada de cierta resentida altivez, de una reconcentrada y distante seriedad. Un esclavo al que otorgó la libertad el artista tras dejar su rostro impreso para la posteridad.

Es nuestro Emilio Lara, al que ya considero maestro de escritores históricos, que relata el ambiente romano de la época de una forma, sensual, colorista, visual. Al leer tales descripciones casi puede olerse la brisa, oírse cordialmente los pregones de vendedores de flores o falsas reliquias, o el jubiloso repique de campanas de las iglesias, o saborear, en deliciosa sinestesia, el color de los atardeceres, y la esplendidez de los cielos de la urbe; ese torrente de luz limpia y edénica que lo baña todo y te desborda de amor por la Vida. Nos parece, en sus páginas, deambular por sus calles, hacernos eco de la pugna entre el genial Bernini, artista eminente de simpatía arrolladora, con el no menos inspirado Borromini, hombre igualmente de genio, pero huraño y atormentado, amén de poco agradecido y envidioso, pese a tener éxito en la época descrita. Y es que, como dice Emilio en un pasaje de la obra: El  rencor no es cuestión de soledad. El que nace con sombras en el alma muere sin solearlas.

LA ALQUIMIA DEL AMOR

Es ya bien avanzada la novela, cuando casi hemos olvidado el título, cuando don Diego la ve por primera vez. Es el culmen de la historia. Son páginas donde la poesía amatoria se hace disciplina literaria de precisa, clara  y directa  belleza. Una historia de amor, carnal e intelectual entre personajes de muy distinta edad. Es  Flaminia Triunfi, la mujer misteriosa, modelo de pintores, pero pintora, asimismo, con la que la prodigiosa imaginación de Emilio construye, entre tantas brumas  históricas —¿fue la madre de su hijo Antonio muerto con pocos años? —, una apasionada aventura de amor, carnal e intelectual, como ya en su día insinuara Camón Aznar, aunque Emilio desarrolla esta sospecha y la enriquece en pocas, pero intensas páginas. Pasión adulta que desarbola al maestro, haciéndolo vibrar de manera impensable en personalidad tan austera. De este modo convierte a la gentil amante  en Venus, la diosa del Amor, humanizada en el seno de aquella esplendorosa, culta, refinada y vigorosa Italia del Seicento. Difumina los rasgos de su rostro en la pintura lo que no es óbice para que nos parezca hermosísima de cara, porque de cuerpo ya es perfecta; esa es la poesía de la pintura. Y decreta el supremo señorío de la Belleza. De esta forma, las cintas de Cupido, que ligan en el cuadro las manos del niño alado con el espejo donde se insinúa el vaporoso rostro de la diosa, nos ilustra de cómo el Amor queda amarrado por la Belleza simbolizada por esta Venus mortal reflejada en el espejo que traspasó el corazón del pintor, y le hizo demorarse nada menos que tres años en su viaje comisionado que hubiera exigido mucho menos tiempo para concluirse.

 Es en este momento cuando sientes una pena infinita de que tu mano derecha descubra, al pasar las páginas, cuando apenas queda saliva, que ya van quedando pocas. Hay libros que nunca deberían finalizar, porque cuando volteas sus hojas postreras es como si enterraras a sus personajes, y tuvieras que sufrir un tiempo de duelo, antes de poder seguir viviendo, pues te falta algo que, en pocos días, ha pasado a ser patrimonio personal. Es este uno de ellos. Tan perfecta y humana es la ficción, y está contada con estilo tan impecable que ya forma parte de ti mismo. Con cierto desconsuelo lees los últimos capítulos: la muerte silenciosa del papa al que su retrato pareció demasiado verdadero —si no hubiera sido inteligente jamás hubiera afirmado tal cosa; un tonto no se reconoce ni mirándose al espejo—. El abandono de su cadáver en una sala contigua, roído su rostro por las ratas, pues nadie quería costear los gastos de un entierro adecuado. El final de Donna Olimpia en su retiro olvidado —perseguida con saña, ahora sí, por la revanchista Curia, ahora al servicio de Alejandro VII—, la inteligente y tenaz mujer que había gobernado y embellecido Roma al cuidado de la conducta papal que hubiera sido muy otra si no hubiera estado siempre a su lado, sin prestar atención a las acerbas críticas del pueblo romano hacia su persona.

Ahora te abruma el peso de la pasión transmitida por la pluma pictórica de Emilio y quieres bucear aún más en la historia de este papado y del artista que supo reflejar la potencia interior de un rostro atormentado, por la desconfianza y el recelo, o los lazos indelebles del amor que borra las fronteras del tiempo, para producir un mundo cuántico en su presencia de infinitas posibilidades anímicas. Y te vas a las estanterías caseras para recabar información de aquel período, biografías del artista y su época, historia de la iglesia, y, si no encuentras lo que quieres, acudes a la Calle Cerón a la librería quijotesca para hacer el encargo que pronto te servirá Giuseppe Luigi, con su flemática pero atentísima  y profesional disposición, pues esta novela ha hecho despertar en ti universos inefables que quieres conocer con menudo detalle, tal es el impacto de la historia en cuya compañía nos hemos olvidado de todo.

Es Emilio Lara. Un nuevo paladín del Olimpo literario español. Timbre de orgullo para esta ciudad entrañable, sencilla, grandiosa en su pequeñez, casi siempre olvidada y tantas veces malquerida, pero que en la pluma de Emilio revive de amor para nosotros sus hijos fieles que le juramos pasión eterna desde el día de nuestro nacimiento. Ut pictura poesis. La pluma de Emilio es un lienzo bellísimo que nos atrapa por su humana coloratura, por sus pasajes memorables, por su estilo de abisal levedad. Se nos va a hacer eterna la llegada de su próxima pintura literaria. Pero él sabrá recompensar la espera. Mientras tanto, nos tomaremos más de un copa de vino con él y algunos amigos de siempre que pueden ser capaces de estar juntos sin tener nada que fingir o demostrar, felices al decir las palabras justas, en el momento adecuado, que, como piensa Emilio, es el código de las personas inteligentes y leales. Y son tan pocas que la vida es una búsqueda afanosa de las mismas. Hay que tener la suerte de encontrarlas. Lo que sí ha encontrado esta ciudad, Cenicienta olivarera y serrana, huérfana sin príncipe alguno que la despierte de una vez de su sopor eterno, es un escritor prodigioso que a nadie se parece, porque a él no le hace falta y, además, nadie podría conseguirlo. Un jaenero fiel. Se llama Emilio Lara. Es único y aún tiene muchas historias que relatarnos. Irán saliendo de su mente en continua efervescencia, de su pluma elegida y ya cotizada, de su corazón, juglar de emociones. Eso es un notable estímulo para esta ciudad. Un aliciente vital de primer orden para Jaén. Una inmensa alegría para sus amigos.

Foto: El autor de «Venus en el espejo», el escritor jaenero Emilio Lara.

                                 

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