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Por IGNACIO VILLAR MOLINA / La pretensión del gobierno de incluir un nuevo impuesto dentro del marco tributario de las entidades financieras está encontrando más contestación del sector de la prevista en principio por el ejecutivo. En concreto los bancos previenen de los efectos negativos que podría generar en el consumo, la inversión y la recaudación y, especialmente, en el menoscabo que puede suponer para sus cuentas de resultados, y en la valoración de la solvencia de los mercados y de las agencias de calificación de rating.

No cabe la menor duda que el gobierno ha debido valorar convenientemente la oportunidad de llevar a cabo esta iniciativa en una coyuntura que demanda un esfuerzo general para contribuir a reducir la inflación y que justifica una mayor capacidad recaudatoria a la que deben contribuir, en su criterio, de forma más concreta aquellas grandes sociedades que se puedan estar beneficiando del incremento de los precios, como es el caso de las eléctricas, o de la subida de tipos para el sector bancario, ya que se calcula que cada punto de incremento del Euribor supone 1.350 millones de euros de beneficio añadido para los bancos. Por otro lado, no es difícil suponer que también encuentra el beneplácito mayoritario de la opinión pública, ya que la reputación de este sector ha sido su asignatura pendiente en los últimos años, aspecto que en diversas circunstancias ha sido reconocido por la propia patronal bancaria que, por ejemplo, en boca del entonces presidente, Sr. Roldán, en 2019 manifestaba “es el problema existencial más importante que debemos abordar”.

Esta deficiencia recientemente se ha visto reforzada, por una parte, por la estrategia llevada a afecto por la necesaria reconversión del sector, que ha exigido la reducción de su capacidad operativa instalada, lo que ha supuesto el cierre de más de 20.000 oficinas, originando que, según los últimos datos, 4.500 municipios españoles no cuenten con una oficina bancaria. Y, por otra, por la evidente necesidad de reducir sus costes y ganar en eficiencia optando por la digitalización de sus servicios, la limitación de los horarios operativos de efectivo, una nueva definición de sus clientes preferidos de los que pueda obtener mayores compensaciones vía venta de todo tipo de productos, estrategias que, en definitiva, significan una exclusión de una parte de su clientela, bien por la dificultad que entraña la adaptación a los conocimientos digitales, generalmente en los de más edad, o a aquellos que no encajan dentro del nuevo perfil de cliente a los que penalizan con el cobro de inasumibles comisiones.

Es verdad que, por diversas razones, la función de intermediación financiera bancaria resulta ventajosa para el conjunto de la economía, y no sólo en España, sino en todos los países desarrollados la estabilidad del sector resulta imprescindible para un buen desarrollo de su economía. El sistema bancario está sustentado en la confianza y garantías que requerimos de las entidades dónde depositamos nuestros ahorros, preceptos que son controlados y tutelados por los bancos centrales, y, en algunas ocasiones, a cambio de esa seguridad las autoridades pueden decidir utilizar dinero público para rescatar a alguna entidad con el fin último de preservar el sistema y evitar quiebras en cadena. Basta recordar la línea de 62.000 millones de euros que fue necesaria poner a disposición de los bancos y cajas españoles para evitar la caída de muchas entidades, de los que sólo se han recuperado una exigua cantidad de los 51.303 millones finalmente utilizados, incluso, en algunas instancias, se argumenta que el nuevo esfuerzo tributario planteado esté justificado si es valorado como una interacción de correspondencia a aquella dotación millonaria en circunstancias extraordinarias.

Sin embargo en fuentes del sector alegan que los 10 últimos años, durante la coyuntura de tipos de interés bajos, e incluso negativos, han significado un tremendo reto para mantener su estabilidad debido al estrechamiento de sus beneficios, especialmente el margen por intereses, lo que, de alguna forma, justifica en la opinión del sector el cambio de modelo de gestión al que nos hemos referido anteriormente. Tampoco se puede negar el rígido corsé que impone la autoridad bancaria en cuanto a exigencias de capital básico, al contenido del Mecanismo Único de Supervisión y a todo el marco regulatorio de todos conceptos a los que está supeditada su actividad.

Aunque aún no se conocen los detalles del nuevo impuesto, en el sector admiten que efectivamente la subida de los tipos de interés comporta una mejora de su beneficio operativo, aunque más centrado en los próximos meses, no tan claro en el medio y largo plazo, y, por otra parte, argumentan que los nuevos retos que deberán encarar abarcan las exigencias retributivas de los depósitos, ahora casi a tipo cero, ya que si los tipos suben los ahorradores exigirán también mayores rentabilidades, el incremento de la morosidad y la reducción de la actividad crediticia como consecuencia de la desaceleración del dinamismo de la economía, e, incluso, el deterioro de su función comercial, en cuanto a la venta de otros productos financieros, que reducirá sus ingresos por comisiones. En cualquier caso la controversia es patente y las posturas, salvo acercamientos de última hora, son muy discrepantes hasta el punto que algunas entidades consideran injusto este nuevo impuesto ya que no se tratan de “beneficios extraordinarios caídos del cielo”, y expresan su intención de recurrir a otras instancias europeas en su caso.

En este contexto es necesario considerar qué repercusiones pueden derivarse de la implementación final del nuevo impuesto para los usuarios bancarios, ya que está más que fundamentado el temor de que pueda tener una repercusión en la subida de los tipos de interés o de las comisiones de clientes, aspecto que el gobierno asegura vigilará con todo rigor, aunque, en mi opinión, no parece nada fácil interceptar cualquier acción de este tipo porque, además supondría una intervención en las estrategias comerciales de las entidades y una limitación palpable en los estadios de competencia entre entidades, nefasto a todas luces para los clientes.

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