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Tal como se indica en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo segundo, todos los seres humanos nacen iguales “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.

En este sentido, deseo reflexionar sobre dos ideas que parecen resultar contradictorias en relación con el concepto de igualdad y que, sin embargo, pueden generar una deriva peligrosa hacia modelos de discriminación o intolerancia.

Me refiero a los conceptos de “diferentes” o “distintos” puesto que un ser humano puede ser diferente, pero no por ello sentirse distinto sino, por el contrario, seguir sintiéndose igual al resto de sus congéneres de la familia humana. El criterio de diferencia enriquece a nuestra sociedad y no por ello debemos considerar distinto a alguien que en relación con su diferencia de color, raza, nacionalidad, sexo, pueda llegar a ser discriminado. Para decirlo de otro modo, desde una perspectiva jurídica, todos los seres humanos somos iguales ante la Ley; o desde una perspectiva sociológica, todos los seres humanos somos iguales en nuestra sociedad como seres vivos y pensantes.

El apelativo de “distinto” implica una segregación de alguien por parte del resto de sus congéneres que le consideran, por el hecho de ser “distinto”, fuera del grupo social al que pertenece. Por el contrario, nuestra sociedad, a la que la pretendemos como evolucionada social e intelectualmente, se enriquece y fortalece con el conjunto de las distinciones que en ella se pueden albergar, gracias a la integración de las “diferencias”. 

Por ello, desde esta palestra literaria, reclamo el “derecho humano a la diferencia” y rechazo el “apelativo de distinto” con el que se quiere estigmatizar a aquellos seres humanos que ya sea voluntariamente, cuando adoptan la decisión de asumir una determinada condición, o involuntariamente, cuando las circunstancias de la vida les colocan en una situación diferente, se les aparta o marca socialmente.

Mentes preclaras de nuestra sociedad han necesitado realizar ingentes esfuerzos con el fin de ir acabando con la discriminación que se enquistaba en aquellos seres a los que se les consideraba distintos. Hasta el punto de ver “distintas”, y por tanto menospreciadas, a las mujeres por su condición de género, o a los niños y niñas explotados todavía en nuestros días en manos del llamado dumping social, o a los que optando por otras opciones sexuales son castigados actualmente con la pena de muerte en numerosos países, o a quienes han nacido en condiciones  mentales o físicas con capacidades cognitivas diferentes, o aquellos que conforman una minoría religiosa en un país donde la mayoría profesa otro culto diferente.

Todos los seres humanos en sus diferencias constituyen e integran lo que podemos catalogar como la “familia humana” y, por tanto, ello les hace partícipes de ejercitar su dignidad como tales.

Los esfuerzos realizados para lograr el respeto de la dignidad humana han sido uno de los principales cometidos del pensamiento filosófico que, para consolidar su efectividad, ha buscado su asidero en estructuras jurídicas.

De ese modo, se abrieron las vías para poder reclamar la defensa de la dignidad humana ante las vejaciones que se pudiesen producir a los valores que representan esa dignidad y de las cuales la historia de la humanidad, lamentablemente, no se haya exenta.

Desde el “Discurso sobre la Dignidad Humana” de Pico de la Mirándola en 1494, el pensamiento político-filosófico ha ido evolucionando, hasta consagrarse en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución francesa y que siglos más tarde se reflejaría en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 en el marco de las Naciones Unidas. Sin olvidar el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, aprobado en el seno del Consejo de Europa, o la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

No obstante, a pesar del enorme esfuerzo realizado para alcanzar estos acuerdos internacionales, la clave fundamental ha sido la “catalogación”, es decir la identificación de cuáles son los derechos que deben ser protegidos y garantizados como derechos humanos fundamentales y relacionados con el concepto de la “dignidad humana”; sin duda un importante esfuerzo por sistematizar y clasificar tales derechos.

Como se deduce de los párrafos anteriores, todos estos pasos se han ido realizando teniendo en cuenta la idiosincrasia y la cultura europea frente a lo cual se han alzado voces provenientes de otras “familias culturales” que han indicado y reclamado la necesidad de valorar otros criterios antropológicos y sociológicos que no se tuvieron en cuenta a la hora de elaborar la lista codificada de los derechos a proteger.

Personalmente, no me cabe duda de que ciertos derechos, como el derecho a la vida, a no ser torturado, el derecho a vivir en libertad, la prohibición de la esclavitud o la no discriminación por ningún motivo de raza, sexo, color, condición social, orientación sexual o creencias religiosas, deben tener un alcance y valor universal más allá de la “familia cultural” de que se trate.  Sobre esos aspectos, no se debería admitir ningún tipo de consideración que pueda vulnerarlos.

Dicho esto, cabe la posibilidad de reconocer que, en el marco de otras tendencias culturales, haya que considerar que los grandes acuerdos internacionales, incluida la Declaración Universal de Derechos Humanos, han surgido bajo la inspiración de la llamada “cultura occidental” y que, por tanto, cabe y se hace necesaria una reflexión profunda de aquellos derechos que pudieran haberse sustraído de la codificación.

No en vano, ejemplos señeros como la Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos de 1981 que recogió derechos como la eliminación de toda forma de explotación económica extranjera que durante décadas esquilmó los recursos naturales de los países africanos sin la menor consideración de los intereses de sus pueblos y que, como es bien sabido, fueron sobre todo las metrópolis europeas las que se lucraron de manera inmisericorde. A la que se unieron posteriormente otras declaraciones, tales como la Declaración del Cairo de 1990 correspondiente a los países islámicos, o la Declaración de Bangkok de 1993, correspondiente a los países del área asiática, o la Declaración de Túnez también de 1993, que aglutinó a más países africanos. Todas ellas reclamaban, con razón, una nueva visión y revisión de los derechos humanos en la que se tuviesen en cuenta tradiciones y valores propios de estos pueblos que no fueron reflejados en la Declaración Universal de 1948.  

Hay momentos en la historia de la humanidad en la que parece enseñorearse la confusión y la incertidumbre y la sombra de la intolerancia vuelve a cubrir los espacios de luz que los seres humanos hemos ido conquistando con indudable y notorio esfuerzo.

En estos comienzos del siglo XXI, debemos acrecentar nuestro ímpetu para que se valore la dignidad de todos los seres humanos sin ninguna excepción y que no por ser “diferentes” se les considere “distintos” y por tanto se les excluya de la “normalidad”, dado que esta falsa “normalidad” es un criterio arbitrario que nace de mano de los poderes y no de la naturaleza de la condición humana.

Por ello, debemos hablar alto y claro y sobre todo “no callar” porque el silencio es siempre cómplice, pues como ha apuntado Federico Mayor Zaragoza, en su obra “Delito de Silencio”,  “ha llegado, por fin, el momento de los pueblos, de las mujeres y hombres del mundo entero que toman en sus manos las riendas de su destino. Ha llegado el momento de no admitir lo inadmisible. De alzarse. De elevar la voz y tender la mano. (…) De súbditos a ciudadanos. De la fuerza a la palabra. (…) Ha llegado el momento. Es tiempo de acción. De no ser espectador impasible. El tiempo del silencio ha concluido”, por tanto, este es el tiempo de la palabra.

Como nos recuerda Erasmo de Rotterdam, “hay momentos en la historia en los que hablar hace peligrar el cuerpo, pero callar, hace peligrar el alma”.

Diferentes, sí, pero no distintos, y aunque parezca una sutil elucubración, sin embargo  no reconocer que “podemos ser distintos e iguales” ha generado y sigue generando muchas injusticias y discriminaciones que deberían haberse evitado.

 

 

 

 

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