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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Parece que lleváramos meses, invernando levemente como mapaches urbanos, mientras hollamos a buen paso la Quinta Avenida camino de los cielos neoyorkinos. Deseaba tener la gran metrópoli a mis plantas, como dueño del mundo. Hemos elegido el Empire State, pero no por ser el más elevado de los rascacielos de Manhattan, pues le supera con creces el One World Trade Center, en cuyo seno estuvimos el primer día, con sus 541 m, o el Central Park Tower, situado en la calle 58, con setenta metros menos, entre otros. Nuestro Empire ocupa el séptimo lugar en esta clasificación, aunque para nosotros era el más deseable, por razones históricas y sentimentales, quizá por ser el primer edificio erigido en la Gran Manzana que rebasaba los cien pisos, construido tras la Gran Depresión en 1931.  Una maravilla de la ingeniería, de una esbeltez audaz, diseñado en un estilo art decó pleno, de sencilla armonía, que en mis recuerdos infantiles y juveniles yace impreso de manera nítida y mítica, por aquellos sugerentes cromos de las Maravillas del Mundo, de chocolates Nestlé años cincuenta, que coleccionaba puntualmente y pegaba, con esmero y boquiabierto, en su lugar del álbum arrebujado por las faldillas de la mesa camilla, en cuyo seno crepitaba en silencio, perfumada de cáscara de naranja, una hoguera de herraj que regulaba la circulación venosa de las extremidades y repartía el calor por todo el cuerpo, mientras la abuela Isabel, matrona romana de ojos azules y dulzura inefable  —plena de gravitas, parsimonia, pietas y virtus—, silabeaba sus oraciones vespertinas, contemplando el palmeral de la plaza agitado, con inusitada fiereza, por el temporal de ábregos decembrinos. O por el recuerdo imborrable de películas legendarias rodadas en sus alturas y dependencias como la entrañable King Kong, y aquella escena inolvidable del gigantesco gorila que ha escapado de su cautiverio y con su adorada Ann rodea el edificio y lo abraza desde las alturas, antes de ser abatido.

Está todo muy bien organizado, con fuertes controles de seguridad, para facilitar la subida a la terraza del piso 86, aunque antes contemplamos una instructiva exposición que recaba datos interesantes sobre la historia de la construcción de tan coloso gigante urbano.

Una vez en la explanada de este Empíreo urbano, poco hay que decir o comunicar, tan solo proyectar el campo visual en todas las direcciones, volar ingrávido al compás del leve murmullo de la urbe a nuestros pies, y contemplar con asombro el bosque pétreo, humano y vegetal que yace bajo nosotros, desde la floresta de Central Park, hasta una estatua de la Libertad perfectamente diseñada en lontananza, como una pequeña y entrañable figura símbolo de lo que estamos perdiendo cada día, porque llamar libertad a lo que vive nuestra  sociedad postmoderna es algo que me parece, cuando menos, algo atrevido. A no ser que el concepto de libertad esté mutando con los tiempos, como tantos otros símbolos, sagrados o profanos. Nunca ha sido menos libre el ser humano que en estos tiempos, creo adivinar. Toda su vida, hasta el más mínimo detalle, está reglada férreamente desde el exterior. Para ser auténticamente libre habría que pagar un precio que pocos están dispuestos a ofrecer. Es la paz y tranquilidad del aprisco. Da menos quebraderos de cabeza ponerse en manos de los pastores de todo tipo que abundan en esta inflexible y trashumante Mesta moderna.

Nuestra mente viaja a la velocidad de la luz tratando de archivar tanta impresión, visual y cordial, para poder degustarla, en silencio, en tiempos futuros, como hago ahora cuando escribo estas líneas acompañado de mi café cortado del alba. En la cabeza está todo, como dijo Sánchez Dragó, a su gato Nano, poco antes de morir delante del ordenador. También quedará en el corazón, donde se custodiarán eternamente copias de los momentos mejores. Allí se archivará para siempre la portentosa visión desde el Hudson hasta el East River, desde la lejanía brumosa de Long Island hasta New Jersey. Allí están ya herradas a fuego las desafiantes agujas que quieren rasgar el himen de las nubes, los diversos estilos de construcción, clásicos y osados, la perfecta geometría urbana divisada desde los cielos, los parterres de parques y jardines diseminados aquí y allá como oasis fecundos y gratificantes entre la abrumadora arquitectura ciudadana, la circulación silente intuida desde las alturas. El hormiguero humano cuyos ejemplares, obreros o guerreros, o simplemente zánganos ociosos, deambulan en trazados de caprichosa geometría. No tenemos palabras que pudieran ser comunicadas. Un mutismo asombrado es la mejor expresión posible. Es una visión humanizada, pues lo que yace a nuestras plantas es obra del hombre. De eso no hay duda. Y tiene una belleza mágica, irreal, envolvente,  punzante. A Lorca le desagradó en su viaje poético a esta ciudad: Nueva York de cieno, Nueva York de alambre y de muerte… A mí, sin poder evitarlo, sin tener una definitiva idea preconcebida, me subyuga. Estoy emocionado, sin poder explicar el porqué. No puedo controlar tal sensación. Deberé analizarla en tiempos futuros.

En la arquitectura de Nueva York podremos toparnos con una amplia gama de corrientes constructivas: Art decó, neogótico, modernismo o desgarrado y osado arte de vanguardia. Además, se erigen rascacielos ecológicos  como el One Bryant Park, frente a nosotros en dirección norte. Cuenta con un enfriador de absorción de gas respetuoso con el medio ambiente, combinado con un sistema aislante de alto rendimiento y un muro cortina con visera solar, garantiza que el edificio no requiera calefacción o refrigeración durante la mayor parte del año.   

No sé el tiempo que hemos estado de vigías urbanos convertidos en dioses del Olimpo americano, a punto de volar como Hermes sobre tal cordillera pétrea de picos afilados. Desciende vertiginosamente el ascensor amenizado por la sonrisa de ébano de la engalanada ascensorista, pero nosotros continuamos en silencio, tal ha sido la impresión recibida. Para reponernos no tenemos más remedio que acceder a un restaurante, típicamente neoyorkino de la calle 33, el State  Grill and Bar,  para degustar una hamburguesa de la tierra de excelente carne de vacuno, con queso,  beicon, y shacksauce, aunque yo me inclino por un salmón que está en su punto, jugoso y aromático, quizá capturado en el Salmon River, cerca de Siracusa, donde pescan los neoyorkinos acomodados en sus fines de semana.

La tarde es gélida, pero el ambiente humano caldea las calles de esta ciudad ingente. El metro nos ha dejado en la calle 42. Paseamos hacia el norte buscando la siempre abarrotada Times Square y su vertiginosa sucesión de imágenes de mucha nitidez en los  paneles de las fachadas, sus muchedumbres ansiosas de tomar un recuerdo grafico de la zona, la multitud de artistas callejeros de todo tipo que nos muestran sus habilidades, el bullicio impensable de calzadas y aceras, la magnitud de los  edificios que rodean tal enclave ciudadano, las carteleras de los teatros de Broadway, nada menos que 41 locales abiertos que agotan cada día sus localidades. Es inevitable quedarse alelados frente al marco que nos rodea, pero sabiendo que esta es la Nueva York de los turistas, de los que quieren perpetuar un recuerdo gráfico que les permita volver la vista atrás en el tiempo desde un marco fotográfico colocado sobre alguna mesa de su hogar. Es la Nueva York que quizá a mí menos me interese, aunque reconozco el impacto visual experimentado al toparme con ella. Por ello tras callejear por los aledaños buscamos de nuevo la calle 42  encaminando los pasos hacia el este por este enclave vital tan definitorio del espíritu neoyorkino. Es un símbolo de la ciudad, quizá desde la inauguración, en 1913, de la estación Grand Central Terminal que promovió su desarrollo y la construcción de edificios míticos como la New York Public Library,  el Chrysler Building, o el edificio de las Naciones Unidas, ya en su extremo este, junto al East River. Es la arteria recreada en aquel viejo musical: La calle 42, que definió la estructura de este tipo de cine musical de Hollywood. Pero también en ella se rodaron escenas de Desayuno con diamantes, la deliciosa comedia de Blake Edwards, alguna de cuyas escenas se rodaron en la New York Public Libray, o de la vertiginosa Con la muerte en los talones, de Hitchcock, con tomas en  esta estación Central, el gran nudo ferroviario con nada menos que 44 andenes. Esta vía urbana plena de vida representa la ciudad de siempre. En su suelo yacen aún vivas escenas imborrables de sus habitantes, y de todos los visitantes que han osado arribar a esta ciudad símbolo a lo largo de su historia.

Hacemos un alto en Bryant Park. El cielo ha tomado una coloración azul ultramar, que pronto será alumbrado por las plateados y penitentes alfileres celestes. El lugar es un cálido y acogedor refugio en la noche primeriza. Un pequeño oasis cercado de rascacielos de todo tipo, pero que nunca te producen sensación de agobio, sino de cierta seguridad, arrebujado entre tan prodigiosa grandeza pétrea. Los jardines centrales de este pequeño paraíso son transformados en los meses invernales en una gran pista de patinaje sobre hielo, plagada de gentes de todas las edades, que hacen cabriolas y piruetas, al compás de melodías de Sinatra, valses vieneses, o ritmos atrevidos, a los que se adaptan los patinadores en sus evoluciones por la blanca superficie. Nos sentamos junto a la baranda de la pista con un pequeño refrigerio encargado en las casetas cercanas, donde se suceden puestos de comidas de la tierra, o exóticas. Hay un bullicio considerable, que nunca se transforma en caótica algarabía, como pudiera pensarse. Se está bien aquí elevando la vista hacia las iluminadas torres cercanas, descansando del ajetreo del día, observando las caídas y risas de los que se deslizan solos o en familia por la pista, los comentarios de los espectadores, y el paso de transeúntes que no cesa aun tratándose de un mes que los agentes turísticos califican de temporada baja, pero que a mí me parece de una altura considerable, pues me está enseñando un perfecto muestrario de cuanto desconocía de esta gran ciudad, hacia la que, en un primer momento, tenía cierta prevención, pero que ahora ya formará parte de los mejores momentos de mi patrimonio viajero.

Tras otro buen paseo tomamos el metro del vuelta a casa. Washington Square, pese al frío reinante, todavía está sembrada de grupos humanos, algunos de los cuales, cantan y bailan junto a los parterres, rasgando sus guitarras o entonando melodías con sus trompetas de jazz, mientras la noche se ha hecho precipicio de oscuridades que invitan al descanso en nuestra habitación. No tengo fuerzas para seguir el partido de la NBA de la tele, y me sumerjo en brazos de Morfeo para que me revele sus secretos inmortales sin temor al castigo de Zeus.

Nieva cuando salimos del hotel al día siguiente. No mucho, pero los suficiente para que las calles hayan recibido un blanco lienzo en las aceras, pues las calzadas son rápidamente despojadas de su librea de armiño para facilitar la circulación rodada. Me hubiera faltado algo si no hubiera visto la nieve en esta metrópoli prodigiosa. Tras el sustancioso desayuno, y, en metro,  una vez más, alcanzamos dirección sur los límites de Chinatown, el barrio que alberga la mayor población asiática de la ciudad, lugar que no para de crecer, hasta casi absorber en su seno a la Little Italy, anexa a él. Ha dejado de nevar, pero el cielo presenta una coloración panzaburra típica de un día invernal. Pero no hacemos caso a tal inclemencia, más bien la consideramos el escenario perfecto en esta ciudad para conocer el viejo barrio, observar sus tiendas, cuyos propietarios te saludan con inclinaciones de cabeza a tu paso, y se dirigen a ti con un inglés americano de lo más oriental  e inentendible. La población china está muy agrupada. Se defienden mutuamente y preparan a los futuros inmigrantes a poder subsistir en la urbe hasta que son capaces de abrirse camino en tan ingente metrópolis. Paseamos sin prisa con los ojos bien abiertos para no perder detalle. Disfrutamos de Columbus Park, esencia pura de este barrio singular, de las múltiples tiendas de baratijas, de todo tipo de imitaciones o de alimentos exóticos y remedios naturales. Un barrio antes violento, controlado por las mafias, ahora lugar más relajado, escuela de costumbres del sol naciente.

Pasamos al barrio contiguo, Little Italy, núcleo cordial de aquellos primeros inmigrantes italianos que accedieron a la  ciudad en la primeras décadas del siglo XX. Casi dos millones de personas debieron acogerse a un radical cambio de vida. Y lo hicieron en grupo, conservando sus costumbres más arraigadas, distinguiéndose de los demás habitantes de la ciudad, adaptándose con la vivacidad propia de la raza a las nuevas circunstancias, haciéndose importantes en ella. Produciendo grandes figuras en el mundo de la música, las artes, las ciencias y la política. Me vienen a la memoria, entre la fina llovizna, los nombres de Frank Sinatra, Dean Martin, Caruso, Robert de Niro…, y, al contemplar las típicas barberías de cilindros multicolores junto al marco de la puerta, puedo ver en la imaginación a alguno de los secuaces de Capone entrar al local con andares algo zopos mirando las esquinas de soslayo, para arreglarse las patillas con cara de pocos amigos y gestos estudiados de perdonavidas. Hacemos un alto en el camino para descansar un poco —la caminata está siendo tonificante— . Me dicen en el café Napoli, frontera de Asia e Italia donde degustamos un aromático brebaje, que el barrio se engalana y es muy visitado en las fiestas septembrinas de san Genaro, explosión de luz, color y alegría mediterránea. Sucede entonces un absoluto cambio de decoración urbana. Tras el descanso y refrigerio seguimos a lo largo de Mulberry Street, y nos parece revivir las secuencias de películas americanas de los años cuarenta: casas de ladrillo rojo, naranja o blanco, con las escaleras exteriores de huida en caso de incendio u otra circunstancia peligrosa. Tiendas donde se alinean objetos más propios de una cultura mediterránea que anglosajona. Infinidad de restaurantes, que vocean sus delicias interiores desde la puerta de entrada. Pese a todo, creo  —y esta es mi impresión—, que el barrio está algo impostado, más dedicado a los visitantes que ocupado en mantener las esencias de la población italoamericana, ya de cuarta o quinta generación que vive diseminada por toda la ciudad.

Tras la larga caminata hemos despertado un apetito feroz, voraz. Caminamos hacia el hotel para recalar en La Lanterna di Vittorio, un agradable restaurante en cuyo florido patio interior damos cuenta de una ensalada caprese y una sorprendente y sabrosísima lasaña, marca de la casa, que nos resulta casi imposible acabar, amén de un gelato al pistachio y otro excelente café, antes de acceder a un merecido descanso en el hotel.

Es tarde noche de musical de Broadway. Hasta allí nos desplazamos, una vez más, en metro, volviendo a vivir escenas sorprendentes en Times Square, antes de la función. Habíamos comprado las entradas para el Ambassador Theatre de la calle 49 Oeste, un coqueto y enjundioso local que abre sus puertas desde 1921 cuando en él se estrenó la obra: The rose girl, musical en dos actos con partitura de Anselm Goetzl, dirigido por Max Steiner, el gran compositor austríaco de música de películas —recuerdo la música de Lo que el viento se llevó, o de la imborrable en el recuerdo Sombrero de copa, de Fred Astaire y Ginger Rogers, que tan admirablemente representaba el género musical de Hollywood . La obra elegida ha sido Chicago, tantos años en cartel. Nos maravilla su puesta en escena, el ritmo trepidante de sus números musicales, la calidad de cantantes y actores, la reacción del público americano, interrumpiendo cada cuadro escénico o la aparición de los diversos protagonistas con un coro de silbidos de agrado y pateos sincopados, tan propios de esta tierra. La seguridad de la orquesta es evidente, con un director que en muchos casos es un actor más de la trama… Espléndida, maravillosa, divina Charlotte d´Amboisse, genial actriz y bailarina  en el papel de Roxie Hart. Un espectáculo vibrante, emotivo, de brillantes coreografías, que nos mantiene en tensión las dos horas de la puesta en escena. El único problema es el acomodo de mis largas piernas, en asientos bastante estrechos y muy bajos del entresuelo —mezzanine, lo llaman aquí— . Gracias a Dios estaba en el pasillo escalonado y las estiraba por el exterior, proyectándolas casi dos filas más abajo, ante las pasmadas miradas de reojo lanzadas por los propietarios de las butacas inferiores.

Salimos verdaderamente impresionados de la representación y aún queda tiempo para tomar un bocado en algún local atestado de gente, ¡a las once de la noche de un martes!, pero con perfecto y atento servicio, antes de regresar en metro hasta el hotel. Ha sido un día intenso, de muchos miles de pasos  —eso se lleva ahora, la gente los cuenta rigurosamente, incluidos los dados en los pasillos de su hogar, incluso los saltitos varoniles en el cuarto de baño para vaciar la vejiga—, y millones de impresiones sensitivas que habrá que procesar con detenimiento en tiempos futuros. El descanso por tanto es reparador. He perdido la deliciosa cotidianeidad de mis horarios, habituales tan bien reglados y empleados, pero este es otro mundo al que debo adaptarme, y lo hago sin esfuerzo. Volveré a mis preciados ritmos circadianos, perfectamente diseñados, una vez en casa, y entonces será el momento de desempolvar el archivo aquí grabado para volver a recrearlo con detalle. Todo está en la cabeza, decía Dragó, el gran escritor de prosa culta, audaz, plena perfección sintáctica y léxica, el singular orador de admirable prosodia, al que le faltaba tiempo para expresar todas sus ideas, el provocador innato, que, y esta es mi opinión, encerraba sin embargo un alma afable, cercana, inquieta, soñadora…

Y llega el sueño sin haber sido convocado. Pero, Nueva York no duerme jamás.

Foto: Desde el Olimpo neoyorkino.

                                         

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