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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / La ducha del hotel se asemeja a la cabina futurista de una nave espacial que viajara a Marte sin fecha conocida de regreso. Los chorros de agua —más bien misiles de crucero— fluyen desde los orificios y rendijas más insospechadas, según cada uno de los múltiples mandos presionados por el astronauta, aun durmiente y legañoso, que quiere relajarse al alba con un relajante, reparador y cálido aguacero. Los bajo – frontales, me dejan pasmado, cuando manipulo el artilugio correspondiente, y pienso que voy a perder mis pertenencias rociadas a presión desde ángulos variados y a la velocidad de la luz. ¡Con  el trabajo que me ha costado mantenerlas incólumes en estos últimosquince lustros! Menos mal que hay un banco en la cabina. Me he tenido que sentar para superar la impresión.

Ya en la calle, bien equipado, como en el cuento de la infancia, con unas botas de siete leguas  — se trata de unas sketchers go walking, comodísimas—, y revestido de un plumífero acorazado para combatir el frío reinante —aunque a mí, que nunca he sido friolero, me agobia un tanto—, encaminamos nuestros pasos hasta la cercana Sexta Avenida, la que llaman, por estos pagos, Avenida de las Américas. Y, una vez allí, nos dejamos guiar por la intuición para indagar sobre el  lugar adecuado que nos permita desayunar confortablemente, pues mi apetito se ha incrementado en el transcurso de los junguianos y reveladores procesos oníricos, y ahora sería capaz de comerme cualquier cosa salvo un menú aéreo transoceánico. Creo que acertamos y, hasta tal punto que será nuestro refugio del amanecer en próximas jornadas. Su nombre:  Wawerly dinner; situado junto a la  entrada del metro de la West Fourth Street. Local amplio, cómodo, limpio, a dos niveles, perfectamente atendido por camareros mejicanos, normalmente repleto de neoyorkinos que desayunan a la americana lo que hace que me sienta pletórico al contemplar la llegada a mi mesa de unos suculentos, dorados, esponjosos, sueltos, huevos revueltos, acompañados por dos gruesas salchichas de porcino, aunque con morfología de chorizo de la Estación de Villargordo,  y sabor más que sorprendente y novedoso, decorado el conjunto por una guarnición de papas fritas, cortadas en tiras alargadas, crujientes, deliciosas, todo ello acompañado, sin pedirlo, lo sirven siempre, con unas tostadas de pan integral y tarros de mermelada y mantequilla para distribuirlos generosamente en su superficie. El cappuccino es cremoso, de sabor reconfortante, aunque debo tomar dos de ellos, pues normalmente en estos pagos, a no ser que aciertes a pedirlo, la concentración de café es menor a la que sirven en nuestra tierra. Me cuentan los hispanos, ya de segunda generación, sus avatares familiares al llegar a esta gran ciudad, la compleja adaptación, en un principio, de la familia a un nuevo ritmo vital, y la alegría de vivir en esta grandiosa urbe que definen como acogedora, pues dispensa oportunidades para todos los que ingresan en su seno, y en la que resulta gratificante la existencia. Lo dicen ellos y sus sonrisas francas de rostro atezado me hacen pensar que no mienten.

Estos días observaremos que los restaurantes neoyorkinos tienen horario continuo desde las siete de la mañana hasta el cierre, pues aquí la gente come a cualquier hora del día según sus costumbres más inveteradas. Perfecto servicio, atentísimo, pero sin agobios. Te llenan el café, o al menos lo intentan, y el gran vaso de agua helada, cada vez que pasan tu lado. Al precio habrá que acostumbrarse en estos días, pues no baja de los  quince a veinte dólares por persona, amén de la consabida propina que se lleva otros cuatro o cinco machacantes.

Y salimos a conocer la ciudad, a nuestro aire. Los mejores viajes que hemos realizado en nuestro decurso vital han sido los que diseñamos nosotros mismos, imaginados y planificados con celo de antemano, y sometidos a las sorpresas diarias, siempre impredecibles. Nunca he soportado los grupos organizados cuyos celosos guías te indican a qué hora debes levantarte, comer y acostarte, o qué debes pensar acerca de cualquier paisaje u obra de arte a la que te conduzcan inapelablemente. No dudo de su profesionalidad, sabiduría y conocimiento del medio. Su trabajo es necesario y conveniente, pero nosotros siempre hemos anhelado viajar a nuestro libre albedrío, algo que nos ha resultado compensatorio, estimulante, pleno. Ser capaces de alumbrar, con mirada personal y paso a paso, la ciudad y sus gentes sin anteojeras previas, intentando contemplar el paisaje urbano y humano, con ojos locales, mezclarnos en sus costumbres cotidianas, comer lo que ellos comen en los restaurantes donde suelen hacerlo, y, a sus horas. Usar sus medios de transporte, improvisar a cada momento, aunque tengas previamente un guion que te sirva de modelo. De esta forma recuerdo como inolvidables, entre otros, viajes de diez días a Estambul, Praga, Roma, Escocia en coche, Viena, Berlín, Trieste, Venecia…,amén de largos y enriquecedores recorridos por la Península, sin rutas turísticas, ni horarios inflexibles que cumplir, conociendo hasta los rincones más insospechados de cada ciudad y sus alrededores —esos que jamás aparecen descritos en las guías viajeras convencionales—, en rica simbiosis con los naturales del país, escrutando sus modos de vida, adaptándote a ellos en esas jornadas. Sentirte a gusto en la nueva existencia, pues, como afirmó cierto viajero impenitente: “como se está fuera de casa no se está en lugar alguno”.  Tenía razón el gigante Chesterton, el prolífico, polemista y genial escritor londinense, cuando decía que: “El viajero ve lo que ve, el turista, sin embargo, ve lo que ha venido a ver”. Pues así, sin ideas preconcebidas —el viaje debe ser siempre un descubrimiento, una revelación, una continua y lúcida epifanía—  expandiendo una mirada exenta de prejuicios, nos gusta abordar una nueva ruta  viajera. Y lo hemos hecho, o bien solos, o con un matrimonio amigo cartagenero de total confianza y cierta similitud de expectativas viajeras. Otros viajes en grupo quizá no hayan sido tan placenteros, tan didácticos sobre la propia esencia del lugar visitado, aunque también sirvieron para darnos cuenta de que jamás tendríamos que repetir experiencias similares. De esta forma —lo pongo como ejemplo—, la maravilla del paisaje natural y humano noruegos quedó algo ensombrecida por la rigidez de la organización de aquellos días en que cruzamos   el país en autobús,  siguiendo cada dirección de la rosa de los vientos. Pudo ser mejor. Tan solo quiero salvar la dura y estimulante excursión de ascenso al Preikestolen, fatigosa escalada realizada por un grupo pequeño —la mayoría no pisó la cima— a ritmo legionario hasta conquistar, los primeros —mi amigo Antonio y yo, pues nuestras cónyuges se habían quedado de compras en Stavanger, asustadas por la temida pendiente de la ruta—, la estrecha meseta rocosa de la cúspide y asomarnos  tumbados, con suma precaución, al abismal voladero sobre el apacible Lysefjord, con posterior descenso vertiginoso, saltando como cabras montesas hasta llegar al autobús. Y así otros periplos organizados. Tan solo debo eximir de toda culpa  el recordado viaje a Tierra Santa con la expedición de la Agrupación de Cofradías, y acompañados por el entonces obispo jaenero, Santiago García Aracil. Pero aquello era otra cosa; una peregrinación, un viaje del espíritu que resulta gratificante compartir en un grupo que tenga idéntica fe y creencias que tú profesas en lugar tan mistérico, conmovedor, pleno de iluminaciones y revelaciones interiores.

Viajar vivos y lúcidos, expectantes. Porque estimo que hay viajeros que, tras regresar de un periplo por un país lejano, llegan como se fueron, sin saber nada de la verdadera identidad del territorio y sus gentes. Tan solo con una lista de lugares obligatorios que han contemplado, apresuradamente, y un muestrario fotográfico de dichos entornos desprovisto de ese toque de autenticidad que llena de sentido cualquier actividad humana.

Por eso siempre me ha encantado leer libros de viajeros auténticos. De joven me extasiaba con los de Marco Polo por tierras del sol naciente en su viaje comercial del siglo XIV. Y, de este mismo siglo, cómo no mencionar a Ibn Battuta, el impenitente explorador y trotamundos tangerino, quizá el espíritu más viajero de la Edad Media, cuyo peregrinaje de más de veinte años, desde la antigua Tingé  —visitada por Hércules, cuando andaba en busca del jardín de las Hespérides—, hasta los confines de Asia, ha sido para mí fuente de lecturas placenteras, inolvidables, gracias a su obra , A través del islam, que tradujo al español Serafín Fanjul, nuestro destacado arabista e historiador. En la adolescencia descubrí al escritor y marino errante francés Pierre Loti, —pluma, por otra parte, de enorme sensibilidad—, y de su mano comencé a descubrir el Medio Oriente, del que me enamoré como él lo hizo, perdidamente, de aquellos paisajes anímicos, por los que deambulaba Aziyadé su apasionado amor del Bósforo. Él tuvo la culpa de nuestro enardecido viaje a Estambul; diez días intensos descubriendo el ingente hálito de vida, cultura y riqueza espiritual que encierra  en su seno la antigua Constantinopla. Desde el café Pierre Loti, situado en una colina sobre el Cuerno de Oro, pude atrapar, en un ocaso inolvidable de serena quietud, el desmayo de magia infinita que posee esa ciudad mistérica, plena de belleza y energía secular. Fue más tarde el californiano John Steinbeck quien me hipnotizó con sus Viajes con Charley:  En busca de América, en el que el autor, con su perro de origen francés Charley — ¿por qué diablos denominarán mascota a un animal tan noble y necesario como un perro?—, se lanzan al descubrimiento de todos los Estados de la Unión con una reconvertida camioneta a la que llamará Rocinante, adentrándose en el espíritu de los habitantes de la Norteamérica profunda, tan variado y heterogéneo, colmado de paisajes grandiosos y gentes de diversa condición. Fue Gironella quien del mismo modo captó mi atención con sus libros de viajes a Tierra Santa y Egipto, verdaderamente apasionantes, en los cuales disfrutaba de sus exactas descripciones, de su bagaje de conocimientos sobre la zona, amén de adentrarme en su mundo personal pleno de dudas vitales y problemas irresolubles. Y después llegaron Javier Reverte y sus múltiples periplos por África, América, y el instructivo Corazón de Ulises, viaje a través de Grecia, Egipto y Turquía, pleno de sabor histórico, pero también de  cierto hálito poético, con toques de humor irónico, a los que he sido siempre tan proclive. O  Fernando Sánchez Dragó, verdadero, auténtico y descarnado viajero sin rumbo por países exóticos, y poseedor de universos interiores  tan personales, tan instructivos, tan propios, tan sugerentes, del que me maravilla su ingente cultura humanística, su claridad y celeridad de pensamiento, su plena vitalidad, y sus innatas condiciones de orador, maestro en el dominio de la sintaxis y la retórica, que es algo que siempre he admirado profundamente en las personas. Pero también debo citar al londinense Colin Thubron, y su mirada renovada hacia la Ruta de la Seda, o su libro apasionante libro: Entre árabes, ambientado en Siria y Líbano países que nos enseña a descubrir en toda su dimensión histórica y cultural, haciéndonos comprender la complejidad de sus problemas actuales. Y tantos y tantos más…

En este primer día viajamos en metro, downton, en la línea C, hasta arribar a la parada del World Trade Center. Sentía una atracción irresistible por  estar en esta zona de horrores y revivir, junto a los grandes estanques conmemorativos que diseñan el perímetro exacto de las torres abatidas, la muerte absurda, inútil, de tres mil personas en aquel día trágico, recordando las dantescas escenas de gentes que se lanzaban al vacío entre gritos de terror, prefiriendo tal salto mortal que perecer atrapados entre un caos de llamas, escombros y humo irrespirable. Hay un gran silencio entre quienes pueblan la zona, como si quedaran paralizados por fuerzas invisibles, colmados del horror latente que aún campea, muchos años después, en este lugar, pese a que todo está perfectamente limpio y cuidado, y una nueva y desafiante torre babeliana, de más de quinientos metros, se alza altiva junto a los recuerdos del desastre. Me siento profundamente conmovido leyendo los nombres de aquellos mártires anónimos mientras suenan, como el eco sobrecogedor  de un coro de esquilas funerales, las cascadas de agua precipitándose en el foso central. Parece que todos los que perdieran la vida aquel día funesto me rodearan dándome las gracias por mi presencia y recuerdo.

Es la permanente estupidez humana. Esa fuerza destructiva que anida en el corazón del hombre y que lo acompañará, limitándolo, lejana de esas ridículas proclamas sobre un progreso indefinido que seguirá la raza humana sometida a consignas globales hasta alcanzar un estado angélico, hasta los últimos días de su presencia en el planeta. La Iniquidad está presente, y tan solo al final de los tiempos será vencida. Es la eterna lucha entre el bien y el mal que siempre ha acompañado la historia del ser humano, y que, de igual forma, se reproduce en nuestro interior, pues ahí nace todo lo bueno y lo malo de lo que somos capaces. Porque los hombres —tal como pensaba Nietzsche— cuando se agolpan ante la luz no lo hacen para ver mejor, sino tan solo para brillar más y así satisfacer su inútil vanidad. Pienso que el único cambio posible, no llegará por discursos políticos interesados y falaces, ni por aplicación de ideologías estériles, sino por una transmutación personal que debe nacer y desarrollarse con esfuerzo dentro de cada ser humano. Si no es así, todo seguirá igual, prolongado en el tiempo. Progresará la técnica, aunque se estancará, como en nuestros tiempos, el avance espiritual y humano. El cambio total siempre será debido al cambio de la conciencia interior de cada ser. Y ese es un proceso que cada persona, con su experiencia personal, con sus avances y retrocesos, y acompañado de los maestros necesarios que encuentre en su camino —siempre aparecen si son convocados con constancia— debe recorrer solo hasta el final de sus días, sin guías interesados de rebaños humanos que a ningún lugar te conducen, como no sea a un continuo despeñadero.

Seguimos caminando. Decía Fernando Pessoa el sugerente escritor portugués que: “los viajes son los propios viajeros. Lo que vemos no está hecho de lo que vemos, sino de lo que somos”. De esta forma, un viaje es una creación propia. Un arte de descubrimiento de uno mismo en relación con lo contemplado Por eso el relato del mismo viaje por parte de personas diversas nos parece tan distinto, como si hubieran abordado lugares opuestos. Y es que, posiblemente no estén hablando de su viaje, más bien de ellos mismos. Por supuesto esto es válido también para mi relato.

Cruzamos el distrito financiero, aunque al ser sábado no hay demasiado ejecutivo trajeado con la cartera en una  mano, y la hamburguesa en otro, hasta desembocar en los aledaños del Puente de Brooklyn, una de las vías que cruzan el East River hasta desembocar en el coqueto barrio al que en esta ocasión no nos hemos podido dedicar, puesto que hacernos una idea aproximada de lo que ocurre en la isla de Manhattan ya exige una plena dedicación en tan solo ocho días, y resultará del todo inabarcable.

Viajar es descubrir que todo el mundo se equivoca en su ideas sobre otros país, decía el gran escritor inglés Aldous Huxley, mi compañero vital en tantas etapas de la vida. Ahora releo su obra. Es estremecedor, pero su Mundo feliz está a punto de hacerse realidad. El anestésico soma de su aterradora fábula ya está siendo inoculado a las multitudes autómatas. Opino como el sabio y culto prosista y ensayista, porque si de algo me ha servido este viaje es para deshacer tantos estereotipos como almacenamos sobre esta ciudad que nunca duerme. Esperas muchedumbres robóticas, alienadas, y encuentras personas con una historia propia, rica y plena, imaginas bloques inhumanos de cemento, y descubres amplias avenidas teseladas, aquí y allá, de parques y jardines cuidados con esmero, donde, pese a la temperatura ambiente puedes relajarte unos minutos, contemplando las múltiples historias humanas que ocurren en torno a ti y te ayudan a conocer mejor la esencia de esta urbe inabarcable, culta, multiétnica, acogedora, plena de ambientes diversos dentro de un mismo tejido urbano. Intuyes tráfico caótico, sinfonías estridentes de ruidos molestos, y adviertes una ciudad en cierto modo silenciosa para su tamaño, humanizada, de gentes que caminan sin prisas, relajadas como si hubieran descubierto el secreto de vivir en una ingente metrópolis sin tensiones, ni ansiedades destructivas. Y muy amantes de los animales a los que se ven, perfectamente adiestrados, caminar junto a sus dueños, pasear por las grandes avenidas y espacios verdes como miembros destacados del latido vital de esta ciudad que me ha atrapado en tan solo un día de recorrido  por su superficie o viajando en su seno subterráneo buscando acortar las grandes distancias de esta isla de Manhattan, repleta de historia de gentes variopintas que han aprendido a vivir en armonía, unidas en sus diferencias.

Esta primera noche, antes de dormir, paseamos por McDougal Street, acogedora arteria no lejana del hotel, poblada, cada día sin excepción, de un intenso ambiente juvenil y festoneada de clubs de jazz y pequeños restaurantes de todo tipo donde hacemos una ligera colación, lejos de nuestros inflexibles horarios, pues aquí resultaría bien difícil mantenerlos. Al volver por Washington Square podemos ver a un grupo de músicos de color —eso de afroamericanos me parece ridículo; muchos  de ellos llegaron hace casi cuatrocientos años—, quienes, desafiando el latigazo fahrenheitiano del relente nocturno interpretan, gesticulantes y rítmicos, una pieza de  bebop al estilo de Miles Davies, con el trompeta bordando su solo con pasmosa naturalidad, mientras en un banco cercano, dos jugadores, embutidos en gruesas pellizas, finalizan su partida ajedrecística, que por la posición de las piezas me ha parecido ser bastante equilibrada. Recuerdo en este instante que en esta plaza jugaba de niño el genial Bobby Fischer, quien aun siendo natural de Chicago vivía por estos pagos y aquí desarrolló su sorprendente e inesperada magia combinatoria. He sido siempre un amante del ajedrez y jamás he disfrutado tanto como con esas partidas sorprendentes y brillantes del que fuera campeón del mundo de la especialidad.  

Llegamos al hotel. Cansados. Repletos de impresiones.  La noche es fría, pero armoniosa. La amplia sonrisa marfileña del vigilante nos acoge con calidez. Es simplemente Nueva York un universo que estamos comenzando a descubrir. ( Continuará)

Foto: Washington Square. Arco del Triunfo donde nace la Quinta Avenida. (R. Guixá)

                                

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