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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Siempre había sido la gran ilusión de mi mujer conocer la Gran Manzana, y ya que estamos en una época de nuestra vida de retirada paulatina de largos periplos  —y de otras más banales menudencias—, era preciso aprovechar la ocasión para que cumpliera su sueño americano. El avión tarda casi nueve horas en el viaje de ida, con una trayectoria parabólica bastante al norte, para lo que estábamos preparados. Vuelo en un enclave  especial,  junto a la salida de emergencia, con mis largas piernas bien estiradas, pues los asientos convencionales, tienen una estrechez considerable para los que somos aves zancudas y fisiologías inquietas en espacios reducidos.

Tras el despegue y el aviso preceptivo de que ya podemos hacer una  vida normal, se produce un increíble y vertiginoso espasmo colectivo de viajeros —no he dicho viajeros y viajeras,  puesto que en español se usa el masculino gramatical que, al ser término no marcado de la oposición de género, funciona como inclusivo—, alumbrando sus pantallas con frenesí, desde las entrañas del asiento, con ansiedad mal contenida, para poder estar conectados a ellas en las horas de vuelo como si se tratara de un nutricio cordón umbilical, y así, ver compulsivamente las series y películas que les son ofrecidas, o quizá tan solo como nana solícita y relajante en ese tiempo de vuelo que se les antoja una eternidad. Me asombra que las gentes no puedan pasar unas horas sin estar aferradas a estos artilugios, ni tan siquiera en un viaje.  Que no sean capaces de conversar con quien tienen al lado, contemplar el algodonoso caleidoscopio de las nubes por la ventanilla y sus sutiles cambios cromáticos, soñar un rato con una verdadera democracia, o bien simplemente leer, observar el cuadro costumbrista, pleno de sugerentes matices, de un viaje aéreo, o pensar serenamente, buceando en su interior. Que estén tan poco acostumbradas a estar consigo mismas, sin reclamos exteriores que las mantengan alejadas del centro de su ser.

Tras hacerme estas reflexiones saco a la luz mi libro desde mi faltriquera de viaje — de uso impuesto por mi primera mujer, y única por ahora en los últimos cuarenta y ocho años, que en estos tiempos sinodales …¡cualquiera sabe!—, y comienzo  a leer a partir de la señal del día anterior. De pronto me doy cuenta de que soy observado con verdadera estupefacción por los más cercanos a mí, que me hacen un repaso corporal de arriba abajo —incluso radiografían mi interior con visión de Rayos X, y algunos hasta escanean mis hemisferios cerebrales—, como si fuera un extraterrestre viajero desde un universo paralelo. Sus miradas hablan; parecen desvelar sus pensamientos : “Por Dios ¿qué hace este señor mayor con un libro en las manos?, pero  ¿qué es esto?, y, ni tan siquiera  — imaginan—, se le ha ocurrido extraer la pantallita del asiento, por lo menos para cubrir el expediente. ¡Qué falta de delicadeza en tiempos empáticos! ¿De dónde habrá salido este espécimen…? Y, si al menos, dentro de tal rareza, hubiera abierto un e-book, y se hubiera calado unos auriculares para oír música country con toques celtas, e incluso  manchegos ¿por qué no?, o armonías relajantes de Taichí o Reiki para periplos aéreos  pues…ya sería otra cosa, extraña, pero asumible…”. Eso parecen decirme con sus afiladas miradas, aunque yo hago caso omiso de tales censuras, mímicas y virtuales, y me enfrasco en el canto X de La Odisea, edición y traducción del catedrático de Lengua Griega de la Universidad de Granada, José Luis Calvo. También llevo la traducción de Luis Segalá, el eminente helenista barcelonés, pues me gusta comparar siempre varias versiones. En estas páginas Ulises arriba a la isla Eolia y contempla, aterrado, cómo sus compañeros son convertidos en cerdos, sucios, gruñidores y oencparlantes, por la bella Circe, hechicera de lindas trenzas, hija de Helios, cuando les hace beber una poción mágica, pero no puede conseguir administrársela al héroe, por la advertencia del sobrio Euríloco quien no había probado el bebedizo. La fascinante sibila acaba enamorándose de Odiseo quien le exige frente a su deseo para compartir su lecho —era práctica la odalisca de origen divino. Y Ulises otro tanto, pues ¿a quién le amarga un dulce?— que ponga fin al encantamiento de sus amigos. Tras un año en aquella tierra, Circe le ayuda en su viaje de regreso a Ítaca.

Leí La Odisea por vez primera con 14 años paseando un fin de semana de febrero, de anticipada primavera, por una carretera de Jabalcuz deliciosamente solitaria, con posterior acceso al perdido para siempre,  y encantador en el recuerdo, Camino Viejo, cuando los primeros lirios pincelaban de cuaresma campos y cunetas, enterándome lo justo del contenido, aunque me acuerdo del impacto que sufrí en su lectura por la suprema belleza de tal lenguaje arcaico. Intuí que era una obra grandiosa, distinta, única. La leí más tarde en mis años universitarios granadinos, cuando en aquel piso de estudiantes de la calle Doctor Olóriz, en medio del fragor y algarabía de su estudiantil cotidianeidad, amén de las turbadoras francachelas de fin de semana, necesitaba aislarme en alguna ocasión, tomar un libro, subir a la Alhambra por la cuesta de  Gomérez, sentarme en uno de sus jardines —entonces el turismo era mucho más contenido, y se podía pasear por aquellos arabescos pétreos y floridos sin agobios, sin reflejos de cremas solares  deslumbrantes sobre  los pálidos rostros, ni destellos en ráfaga de máquinas fotográficas, o voces nerviosas de guías que ansiaban reunir a sus ingentes mesnadas dispersas— y comencé a comprender el profundo simbolismo y belleza de esta obra homérica. Desde entonces lo he hecho más de una vez, y ahora, devoro sus páginas con verdadera fruición, pero con calma infinita, paladeando cada párrafo, cada cita instructiva a pie de página, cada frase llena de sentido de los protagonistas, y de esta forma puedo gozar de tal momento y comprender, una vez más, cómo nuestra cultura —esta que se desmorona sin remedio cada jornada transcurrida asediada por los bárbaros posmodernos adoradores de un progreso que no avanza—, está indisolublemente ligada a este mundo arcaico, heroico y mítico…, pleno de belleza y de claves vitales intemporales

Prosigue el vuelo, con los espasmos de montaña rusa de alguna pequeña turbulencia que siembra cigarrones de aserradas patas —más que mariposas— en las entrañas. Alguien cercano a mí inclina la cabeza para adivinar el título del libro que tengo en las manos y su cara expresa aún más asombro del preceptivo. La Odisea —se plantea—, será quizá la biografía de Tezanos buscando la encuesta perfecta, o bien la historia de la implantación del VAR en el fútbol español, modelo de ecuanimidad en su trazado de líneas aclaratorias, como de todos es bien sabido. Y casi desearían arrebatarme el libro de las manos para bucear un poco en su contenido, pues lo mismo —imaginan con gesto algo airado—, se refiere, a los veraneos de algún youtuber  —¡qué bello vocablo ese!, tan español—, en alguna casa rural para parlamentarios libidinosos con su compañeras trans…quiero decir, transoceánicas, pues proceden de algún país caribeño que les hace tener magia lúbrica en las caderas de tanto bailar salsa y otras danzas gastronómicas y procaces

Pronto puedo observar que el frenesí por el mundo de la pantalla decae notoriamente en algo menos de media hora y muchas cabezas cuelgan ahora casi guillotinadas sobre el respaldo del asiento, en brazos de un Morfeo virtual, mientras la pantalla brilla solitaria frente a ellos contando sus historias urbanas —tercera temporada—, al son de los melifluos gorgoritos de las gargantas durmientes. Y así pasarán el viaje entre cabezaditas incómodas y nerviosas, y la contemplación de los pequeños y similares retazos de aventuras de los protagonistas de la serie de sus preferencias. Tan solo reaccionarán, con impensada energía, cuando intuyan a los carritos deslizarse por el pasillo para servir el menú, despertando de súbito como impulsados por un resorte, e incorporándose ojiabiertos al condumio con expresiva alegría, tras plegar con rapidez la pantalla, y desplegar con similar ímpetu la bandeja que les permitirá que los ayudantes de vuelo depositen la pitanza en un espacio tan reducido, que hace bailar una tarantela a las mini latas de refresco y a los endebles vasos de plástico a cada movimiento bulímico del comensal. Un ágape, por lo demás más bien mediocre, por no decir procedente del pupilaje del licenciado Vidriera, aunque, eso sí, más colorista y sofisticado, pero que tomarán con cierta avidez, pues el viaje es largo y hay que apropiarse de la energía precisa para que no se produzca un bajón energético, y descienda la calidad de vida sobre el océano, lo cual sería un verdadero drama que afectaría a la bioquímica celular y a la conquista de la felicidad en el trayecto con impensables consecuencias psicológicas y afectivas que podrían repercutir de manera nefasta en la autorrealización personal, y, como consecuencia inmediata, en la vitalidad de sus próximos paseos “senderistas”. Yo, sin embargo, llegaré a la Gran Manzana con más hambre que el dulce y ronroneante minino de la tía Bernarda quien, como rezaba la expresión castiza jaenera de los años sesenta, llegó a comerse un transistor porque habían “tocado” la raspa. Y es que los menús aéreos me dejan un tanto indiferente. 

Va rebosante  el vuelo, pues es el puente del Día de Andalucía y muchos andaluces han aprovechado estas jornadas para dar el salto al continente americano. Sobre todo, viajan grupos jóvenes cuyos gritos y conversaciones mantienen el tono vital del momento, aunque hacen presentir un futuro caos guerrero de despojos orgánicos y residuos reciclables sobre asientos y suelo de la aeronave que contemplaremos con horror a la salida. Debe tratarse de alguna novedosa práctica sociológica universitaria, no memorística, que no acertamos a comprender. El único problema del vuelo para mí reside en el hecho de que pese a ocupar un asiento comodísimo —elegido al efecto con suplemento de ochenta euros; penaliza tener piernas largas— está situado frente a los servicios, restroom habrá que decir estos días, y me asombra comprobar qué cantidad ingente de veces un mismo pasajero los usa a lo largo del viaje, lo cual es verdaderamente impensable, y más cuando personas de mi edad, con cierta incontinencia prostática, solo hacemos uso de él, una vez durante el vuelo. Por otra parte, he comprobado, estadística y rigurosamente, que las mujeres acuden al angosto y traqueteante cubículo —conviene tener buena puntería si accedes a su interior durante una turbulencia— con una frecuencia cuatro veces superior a la de los varones, si se me permite en estos tiempos usar ambas denominaciones de sexo, pues quizá pudiera incurrir en algún tipo de falta lingüística y social de progreso. Desde luego cuando arriben al nuevo continente habrá que hacer procesiones de rogativas para paliar la extrema sequedad de sus vejigas urinarias, no me cabe la menor duda.  

Planea el avión, como majestuosa águila real, con el telón de fondo de los rascacielos. Un aterrizaje perfecto. El JFK es un aeropuerto cómodo, operativo, manejable. El taxi, conducido por un hindú, de luengas barbas y cánticos sotto voce en hindi, nos lleva al hotel desde los barrios periféricos de casitas bajas con jardín, hasta, tras cruzar el puente, irse transformando en bloques que cada vez ganan en altura. Por la Quinta Avenida tengo la primera y espectacular visión del Empire State como soberbio vigilante urbano hasta que llegamos a la puerta del hotel en Washington Square, una plaza recoleta, emplazada en Greenwich Village, un barrio de artistas y bohemios, de jugadores de ajedrez en los bancos de los parques, rebosante de pequeños y acogedores restaurantes y clubs de jazz con largas colas para su acceso, porque aquí este género musical es una religión. Somos recibidos por un encantador y contorsionista vigilante del hotel que entre sonrisas de oreja a oreja y gestos cercanos nos conduce a recepción para proceder a la inscripción preceptiva. Y así damos la primera propina generosa del viaje que será habitual para cualquier actividad en estas tierras. Aquí te la exigen hasta por sonreír, y no menos de un quince a veinte por ciento del gasto realizado, por pequeño que sea.

En cuanto ordenamos el equipaje nos tiramos a la calle en nuestro primer y ansioso paseo por Nueva York, siguiendo la Quinta Avenida que nace en esta plaza, tras el arco de triunfo homenaje a George Washington. Es fin de semana y hay mucho ambiente en las calles. Desde este momento ya me parece una ciudad sorprendente. Muy lejos de la leyenda urbana de bloques de cemento que se pierden en los cielos y agobian con su desmedido gigantismo, y una inhumana actividad urbana que atosiga al viandante. Nada más lejos de la realidad. La altura de los edificios, consecuencia de la falta de espacio en su día y la necesidad de ganar altura para compensarla, nunca resulta agobiante, pues las avenidas donde están enclavados son amplias y bien trazadas, y pasear por ellas no te produce ninguna sensación de asfixia vital. Por otra parte están alicatadas de muchos parques y jardines, de tamaño diverso, todos ellos bien dispuestos y organizados, muy diligentemente cuidados, y plenos de actividades y usos prácticos que puede ir desde espacios para que los perros se socialicen entre sí según el tamaño, o para que las gentes patinen en pistas de hielo temporales, o para comprar alguna chuchería en los innumerables puestos perfectamente iluminados y de variada oferta gastronómica que se alinean en sus contornos, o para actividades culturales o recreativas de diversa índole.

La ciudad huele de manera peculiar. Cada ciudad tiene un aroma distinto, identificable. Cuando estoy de viaje siempre tengo dos manías. La primera de ellas es no estar tranquilo hasta saber con total exactitud la posición de los puntos cardinales —siempre me he orientado muy bien—. La segunda, aspirar el olor que desprende la ciudad, que puedo asegurar es propio de cada una de ellas, y de cada estación del año. Entonces ya me siento en disposición de patearla y adentrarme en la vida de sus habitantes.

Nueva York es una ciudad muy limpia, como pocas he visto, y el tráfico es ordenado, nada caótico, bien estructurado y bastante silencioso, sin sonidos intempestivos de bocinas ante cualquier menudencia, y con un indecible respeto hacia los peatones en pasos complicados. Una ciudad en la que resulta muy fácil orientarse, por la cuadrícula del trazado urbano de Manhattan, dividida en largas avenidas y calles transversales numeradas, y separadas al este y el oeste por la Quinta Avenida. Una ciudad humanizada pese a su ingente tamaño, por la que deambulan todo tipo de etnias y culturas, y donde el español es una lengua bastante habitual, pues es hablada con saludable frecuencia por muchos de los neoyorkinos, tantos de ellos de origen hispano. Otra leyenda urbana era que el metro resultaba un lugar sucio y peligroso, donde se cometían innumerables asesinatos y violaciones. Nada más lejos de la realidad. Lo hemos tomado habitualmente en estos días, seis u ocho viajes diarios, con la tarjeta metrocard, y hemos comprobado que está limpio en general, que llega siempre a la hora anunciada, que resulta muy vigilado, y jamás hemos visto en estas jornadas ningún incidente digno de mención en las estaciones o en el interior de los vagones. Nos decía un matrimonio neoyorkino de nuestra edad, de envidiable aspecto y simpatía arrolladora, en una estación de la calle 72, que el metro en Nueva York, representa el único servicio que no es caro en la ciudad, y, además, te permite en poco tiempo cruzarla de un extremo a otro, o viajar por ella, uptown o downton, sin más problemas. Y, por si fuera poco, la puntualidad y perfecta sincronización de este medio de transporte lo hace todo más fácil. Por otra parte, viajar en él a distintas horas te permite hacer un bosquejo muy nítido de la vida y costumbres de sus habitantes. Disfrutaba mucho contemplando vestimentas, expresiones, afanes y costumbres menudas de los viajeros según las horas del día. Era revelador. Me informaba más acerca de la ciudad y sus gentes que diez guías turísticas de frases hechas.

La cama del hotel es cómoda, y el colchón rígido, lo cual agradece mi cuerpo. No siento jet lag, ni nada que se le parezca. Pienso que, en este encantador hotel, como me aseguran y he leído en alguna publicación, dormía Bob Dylan, el sorprendente premio Nobel, en sus estancias neoyorkinas de sus primeros años de éxito y, en poco tiempo yo lo estoy imitando y, a pierna suelta, intuyendo el encanto de estos días prometedores, mientras resuenan en mi mente los compases de melodías de Frank Sinatra o John Lennon glosando, en épocas diversas y con distinta intención, a esta gran ciudad, crisol de razas y culturas en cuyo seno descanso para reponer las fuerzas perdidas y así poderla abordar por la mañana con energía renovada. (Continuará, si Dios quiere)

Foto: El Empire State y la Quinta Avenida. (R. Guixá).

                                  

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