Skip to main content

Por TERESA VIEDMA / Contemplando Granada desde la terraza del maravilloso Alhambra Palace con las personas que más quiero en la vida, mis dos Juanes, vuelvo a sentir ese vértigo maravilloso que me devuelve a la edad universitaria, a mi Facultad de Derecho, con los suizos plancha con mantequilla de su cafetería y sus siglos de historia. Y entonces, y aunque parezca mentira, puedo ver el rostro del que, desde segundo a quinto curso, fue mi profesor de Derecho Civil y murmuro de memoria el artículo 1902 del Código pertinente, la responsabilidad civil extracontractual:

“El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”.

Es extraño cómo, después de tantos años, recuerdo artículos, principios y usos del Derecho, ya que, tras terminar la carrera, la vida me exigió seguir otros derroteros menos románticos, dedicándome al entretenido pero cruel y despiadado mundo comercial del sector asegurador.

Ahora, libre ya de ataduras y desde mi perspectiva de mujer independiente que vive de su imaginación y trabaja con el lenguaje, este artículo 1902 del Código Civil tan solemne y práctico se introduce en mis pensamientos y me lleva a relacionarlo no solo con la responsabilidad civil patrimonial, sino también con la moral incluso profesional.

Y es que, cuando uno tiene un cargo de responsabilidad, muchas personas, y sus familias, sus hipotecas y su estabilidad, tanto económica como emocional, dependen de él, y no solo la acción, sino la omisión del deber les obliga a responder del daño causado. Así, cuando un corto cualquiera, al que me he referido en otras ocasiones, manipula una empresa, o un país, en su beneficio personal, se salta todas las reglas legales y éticas, se quita de un plumazo a todo el que le hace sombra, al que no le ríe sus conductas ilícitas e ilegales, al que no entra al trapo en sus tejemanejes, al que tiene dignidad, al que no se agacha pase lo que pase con su futuro…, cuando ocurre todo esto, digo, el que tiene el poder y la posición adecuada no puede ni debe callarse y consentir, porque entonces será culpable del daño patrimonial y moral causado a todos esos más dignos que ambos, así como de la mala reputación de su empresa.

Un gran poder conlleva una gran responsabilidad, eso lo sabe hasta nuestro amigo y vecino Spiderman, y cuando lo tienes y tus subordinados confían en ti, es un deber cumplir con tus obligaciones, por difíciles que se vuelvan, y estar a la altura de las expectativas que has generado porque, ¡en nombre De Dios!, te pagan por ello…

No debes callar para mantener tu estatus, debes ser honesto y jugarte el puesto, si fuera menester, en lugar de dejar a otros, los que trabajaron para ti, los que dieron la cara por ti cuando nadie lo hacía, sin el suyo y con el culo al aire.  

Roma nos dejó una herencia cultural sin parangón y debemos aprender de ella. En Roma la dignitas era el prestigio social y, por ende, personal frente a todos. La reputación, la moral y la ética tienen más valor que el mayor salario, por abultado que sea.

El prestigio que te otorga el poder te exige ser portador de esa dignitas, y el que por omisión consiente tanta injusticia carece de ella y queda, por tanto, obligado a reparar el daño causado, ya sea patrimonial, moral o físico, porque no son pocas las veces que es pernicioso para la salud.

Este principio es aplicable a todos esos lameculos que se humillan como siervos de la gleba ante el poder temporal de un corto cualquiera, porque cuanto más se agachan, más se les ve el culo. Y ya les advierto que asoman la rabadilla a la vista de todos. Y para nada… Porque, después de todo, nada ni nadie es eterno, el que nace lechón, marrano muere y todo cerdo, tarde o temprano, tiene su San Martín.

Como decía, mirando Granada desde esta maravillosa terraza del Alhambra Palace, libre de ataduras y con mi dignitas a salvo, pienso en aquel extraño al que consideré amigo, el que debió dar un golpe en la mesa y elevar su voz, aun a riesgo de perder su estatus, por tantos otros que pagamos su cobardía y, sobre todo, por él mismo y su dignidad. Porque lo cierto es que, sin dudarlo un instante, afirmo que el que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia (y hubo mucho de ambas), está obligado a reparar el daño causado.

Foto: Roma nos dejó una herencia cultural sin parangón y debemos aprender de ella. En Roma la dignitas era el prestigio social y, por ende, personal frente a todos.

(Más información en el blog teresaviedmajurado.com)

Dejar un comentario