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No parece necesario insistir en la necesidad de contar con alguna fuente de ingresos extra de cara a la jubilación. Basta decir que sólo la evolución demográfica  está ya incidiendo muy negativamente en las cuentas de la Seguridad Social, aspecto que se agravará progresivamente  en los próximos  años, lo que obligará, sin duda, a una paulatina reducción de las pensiones públicas  si tenemos en cuenta que si en el 2012 había 3,1 cotizantes por pensionista para 2030 se augura que esa ratio descienda a sólo 2,1.

Es verdad que la paupérrima situación de la hucha de las pensiones en estos últimos años se ha visto claramente influenciada por las consecuencias de la crisis económica que atravesamos y que ha determinado que el número de parados haya alcanzado cifras exorbitantes, pero si este argumento puede resultar coyuntural los datos señalados anteriormente indican que, a pesar de que se produzca una recuperación importante en la creación de empleo que permita incrementar el número de cotizantes,  el déficit se convertirá en crónico por la incidencia demográfica comentada.

Si bien en el mercado existen diversos productos especialmente diseñados para acoger los planes de ahorro privados resulta necesario, en mi opinión, realizar algunas consideraciones al respecto.  Admitimos que el producto estrella en este sentido son los Planes de Pensiones, que, en definitiva, se materializan en Fondos de Inversión con estas especiales ventajas,  pues, a pesar de su rigidez en la monetización, gozan de las mejores ventajas fiscales al respecto. Otros productos como los Seguros de Ahorro o los PIAS (Planes Individuales de Ahorro Sistemático), son opciones que invitan a considerarlos como alternativas posibles.

Sin embargo todavía existen en el mercado numerosos ahorradores que bien por falta de conocimientos específicos o por la desconfianza insuperable que les produce alguno de estos productos más típicos, prefieren mantener sus excedentes en  cuentas tradicionales, generalmente depósitos a plazo, aún a riesgo de que las rentabilidades que obtienen, como es el caso actualmente,  puedan ser prácticamente nulas. No obstante se dejan deslumbrar cuando en su “banco amigo” le invitan a suscribir otros productos de alta complejidad que, aun gozando de altas rentabilidades temporales,  incluyen riesgos implícitos de especial complejidad  y comprensión para sus niveles  de cultura financiera. Tales son los casos de las Participaciones Preferentes,  Bonos Convertibles, Cocos,  Venta de acciones por nuevas salidas a bolsa, Swaps, Derivados, etc.

Los lamentables episodios acaecidos últimamente con la inadecuada colocación de  muchos de estos productos, todavía no superados en algunos casos, debería haber servido para que las autoridades económicas tomaran las medidas oportunas para evitar nuevos casos de esa naturaleza. Sin embargo todas las medidas se han reducido a establecer una calificación numérica en función de su complejidad  para  cada nuevo activo financiero y  exigir de las entidades financieras la firma del inversor mostrando su conformidad a la comprensión del grado de riesgo implícito que conlleva la suscripción de ése producto, cuando todos sabemos que en  muchos casos el grado de comprensión le es trasmitido por el gestor bancario.  

Los recientes acontecimientos derivados de la venta del Banco Popular son una muestra  patente más de la desconsideración  de las autoridades  económicas hacia el pequeño inversor,  pues bajo el argumento de la salvaguarda de los intereses del estado se ha dejado desamparado a una multitud de ahorradores que han visto cómo se esfumaban totalmente sus ahorros  en una noche nefasta.  Nos queda esperar que  la sensibilidad   del Banco  Santander como comprador permita  facilitarles una inmediata solución satisfactoria.

 

 

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