Skip to main content

1.- El tiempo vital

En los tiempos que nos han tocado en suerte parecería una frivolidad hablar de elegancia, pues la pandemia de la COVID-19 nos ha tocado en la médula de nuestros comportamientos y sentimientos. Sin embargo, justamente durante estos encierros como resultado de los confinamientos es cuando he observado y pensado sobre la necesidad de no perder las formas, dado que los enclaustramientos, si no estamos atentos, nos pueden hacer olvidar el sentido estético de la existencia. Me refiero a que, abandonándonos en el sopor de lo cotidiano, corremos el peligro de ir dejándonos estar sin cuidar el decorado y el entorno que nos rodea y terminar percatándonos de que vamos descuidando también nuestro propio aliño.

Considero que sería un error pensar que la materia circundante es el resultado de una simple causalidad y no de una idea que, anterior a la materia, es la que inspira sus formas, pues sería como pensar que la vasija que el alfarero modela sobre el barro no ha sido ideada antes en su mente. De la mano de los clásicos y si se quiere, con un criterio neoplatónico, el marco que generan las ideas, las formas mentales, son las que generan las formas materiales.

Con este planteamiento he intentado analizar los estereotipos que se manifiestan en momentos de tensión, descontrol y sufrimiento que, como consecuencia de la epidemia que nos ha tocado vivir, pueden minar el cuidado de las costumbres. Teniendo en cuenta  que no se trata de algo demasiado evidente, y eso es a mi entender lo peligroso, ya que sin advertirlo podemos ir abandonándonos a la inercia de los fenómenos de la vida que nos han enfrentado, de frente y sin recato, a lo efímero de la materia y de la existencia, como nos recuerda Esquilo en “Prometeo Encadenado”.

Quizás pueda parecer un contrasentido que, apoyándome en la decrepitud de la materia, sin embargo, haga votos por el control estético de la misma. Es justamente aquí donde quiero apoyar la piedra clave de mis reflexiones, dado que en un mundo manifestado en el que sus criaturas se van deteriorando y consumiendo, desde el mismo momento en el que se plasman en la materia, resulta un reto interesante cuidarnos de su belleza en cada paso del proceso vital. Volviendo al ejemplo del alfarero, cuidar que el giro del torno no deforme la idea que desde la mente y a través de sus manos pretende plasmar en el barro.

El tiempo vital, la vida, es también un torno en el que los seres humanos vamos dando giros en el barro de nuestra existencia y solo en la medida en la que sepamos modelarnos a nosotros mismos podremos llegar a valorar la importancia de la experiencia vital. En la diferencia entre aquellos esclavos de los giros que, sin poder controlarlos, se van mareando en la rutina de los acontecimientos y los que, en cambio, pueden encontrar el equilibrio en esos giros, sin perder la compostura y manteniendo la dignidad, podría estar el secreto de la elegancia.

Es verdad que elegancia es un término que puede resultar equívoco, teñido de superficialidad, sin embargo, etimológicamente encierra la idea de elegire, es decir de elegir y de extraer lo mejor de algo. Elegancia sería pues, el esfuerzo que podemos hacer los seres humanos para cultivar lo mejor de cada momento en el giro de nuestras vidas.

 

2.- Un universo elegante

El término no me pertenece, pues lo ha acuñado Brian Greene al referirse a la teoría de cuerdas y la mecánica cuántica en su obra “El universo elegante”. No obstante, me sirve para recordar que, tanto en el ámbito macrocósmico como en el microcósmico las leyes del comportamiento material son las mismas, desde un átomo a una galaxia, en una integración global y estética que podemos percibir, sin ir demasiado lejos, en la estructura de los cristales.

Del mismo modo en que una pequeña bola de marfil rueda, generando un particular sonido en la ronda que realiza sobre el giro en la ruleta, también, los planetas giran en sus órbitas generando lo que los pitagóricos bautizaron como “la música de las esferas”. Sin ir más lejos, estamos hablando de sonidos, sonidos estéticos que reclaman la atención de oídos avezados y que se han reflejado de manera sublime en las composiciones musicales de grandes artistas.

Todo el universo en su conjunto nos reclama una ley de unidad y una ley de necesidad que hace que una idea original, poco importa cómo lo llamemos, se va plasmando en la materia por la fuerza de la necesidad en la expansión de su manifestación. Pues, como diría Plotino en sus “Enéadas”, el universo se manifiesta por desbordamiento y sin merma, es decir, de lo Uno a lo Múltiple, por una fuerza de la necesidad, como si estuviésemos hablando de la leche hirviente que se derrama fuera del perol.

Como es lógico, cabe preguntarse, ¿qué tendrá que ver todo esto con la elegancia?, y la respuesta es sencilla: aparentemente en nada, pero, en cambio, sí en esencia. Dado que este universo en el que estamos imbricados los seres humanos reclama nuestra atención y en él podemos observar, sin grandes aspavientos, en una noche estrellada el equilibrio estelar del cosmos, y esto, permitidme que os lo diga, es elegancia. Un equilibrio de formas y figuras a las que los astrónomos han ido bautizando con nombres simbólicos y míticos y que, si lográsemos oír sus armonías, estaríamos ante un concierto de ámbito universal.

En la medida en que el universo ha resuelto su conflicto con el caos y en un supuesto combate celeste ha ido ordenando los sistemas solares y los planetas en sus órbitas correspondientes, del mismo modo, los seres humanos deberíamos, como reflejo que somos de un similar proceso existencial, resolver nuestro conflicto personal con el caos y ordenarnos en el marco de un equilibrio elegante.

En este aspecto, el término elegancia cobra un sentido más hermético y más transcendente que aquel al que estamos habituados, por lo que el esfuerzo de corregir las disonancias en nuestra vida cotidiana se refleja también en el orden que demos a nuestros comportamientos, a nuestro estilo de vida, al modo en el que arropamos y vestimos nuestra efímera circunstancia corporal. Si lográsemos imitar el equilibrio y la elegancia con el que se mueven los planetas alrededor de las estrellas, haciendo de nuestra voluntad el sol y que los planetas de nuestra personalidad sepan girar acorde a esa Buena Voluntad de la que hablaba Kant en la generación del imperativo categórico que le haría decir: “hay dos cosas que llenan mi alma de admiración y estupor: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.

 

3.- Un error de fábula

Resulta muy conocida la chanza que dice “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”. Pues, no estoy de acuerdo, dado que la delicadeza del interior de cada ser humano se refleja en la naturaleza de su exterior y la vida me ha enseñado que aquellos que son zafios no logran disimular su tosquedad natural y no atinan a “vestirse de seda”, pues en su grosería no atisban los recursos oportunos; y sin embargo no por ello han perdido el derecho a encontrar su oportunidad vital. Y cabe preguntarse dónde está el error de esta fábula, para respondernos que todo ser humano tiene derecho a desarrollarse interiormente y que, así como muchos seres humanos son elegantes por naturaleza, como nos recuerda Rousseau, a otros nos vendrá bien “vestirnos de seda” para ir contagiando nuestro interior de bellas imágenes y desplazar al zafio que hay en nosotros y educir al refinado.

De todos modos, podemos admitir que, en la medida en que nos ejercitemos en comportamientos elegantes, podremos lograr transformaciones importantes que vayan trasmutando nuestras costumbres. Sencillamente, con observar la naturaleza podemos aprender de ella lo que significa la elegancia: el agua cristalina que se desplaza por un río es elegante, el ciprés que se eleva con su copa hacia las nubes es elegante, la montaña cubierta con un copete de nieve en su cima es elegante, las nubes se desplazan con elegancia, el viento que acaricia el trigo hace que su vaivén sea elegante… Si sabemos observar todo esto, comprenderemos la necesidad y la potencia de ser elegantes.

No se trata de hablar solo de formas, los sentimientos también pueden ser elegantes, las miradas pueden demostrar síntomas de elegancia, una caricia encierra ternura y elegancia, el amor corporal es elegante cuando viene inspirado por la hermandad de las almas, como nos recuerda Platón en el “Banquete”.  Ello nos permite seguir subiendo en los planos de nuestra conciencia para alcanzar la elegancia de un buen pensamiento que, en el Paradigma de la Línea que debe ser ascendente, nos permita alcanzar ideas sublimes. Por ello, la elegancia no es solo una cuestión de formas sino, como diría Ortega y Gasset “una cualidad del alma”.

De este modo, escalón tras escalón, vamos ascendiendo en nuestros comportamientos y nos vamos alejando de lo vulgar para buscar, más allá de las formas, las esencias de las cosas y allí descubrimos, en la cueva de Ali Babá de nuestra psique, el tesoro escondido de los pensamientos elegantes, ese abracadabra que nos revela que las palabras y las ideas pueden ser elegantes. Por ello sugiero un ejercicio cotidiano que a fuerza de repetirlo nos transfigure y me refiero al adagio anglosajón “Fake it till you make it”, que nos recuerda  que un ejercicio a base de repetirlo, incluso fingiendo, se convierte en un uso habitual. En la medida en que nos ejercitemos en la elegancia, terminaremos siendo elegantes y habremos conjurado el cuento de la mona, pues a fuerza de vestirnos de seda terminaremos siendo tan finos y delicados como un corte de buena seda.

Se trata de una cuestión de práctica y de saber lo que queremos. En particular de habernos dado cuenta que, desde una brizna de polvo hasta la compleja estructura de una ciudad, si nos lo proponemos, puede ser elegante en la medida en que sepamos alcanzar el equilibrio de las formas y la fuerza de las esencias contenidas en ellas; pues no olvidemos que en la semilla se esconde el árbol.

 

4.- Recuperando la elegancia

Es verdad y no me cabe la menor duda de que los conceptos de la elegancia pueden variar según época y lugares. Que no es lo mismo lo que se entendía por elegancia en el siglo dieciocho (y me refiero a él por el exceso y rebuscamiento de las formas) que lo que se entiende en el siglo veintiuno (y me refiero a él no solo porque es el nuestro, sino también por el descuido de las formas). Coincido con Hubert de Givenchy en que “el secreto de la elegancia es parecerse a uno mismo”, que es una manera de recordarnos la necesidad de ser naturales; es decir, ni buscando el exceso ni tampoco abandonándonos en el defecto. Insisto, como he apuntado más arriba, buscando el equilibrio entre lo externo y lo interno, entre la estética y la ética, entre las formas y las esencias, en definitiva, la hiperética como nos recuerda Richard de Coudenhove-Kalergi.

Estando hace unos años en Japón comprendí hasta qué punto en Oriente se da importancia no solo a lo exterior sino también, y quizás aún más, a lo interior. La ceremonia del Té o Chanoyu, es un ejemplo de la finura y la elegancia con la que se lleva a cabo un ritual que va mucho más allá de placer de beber una infusión, pues incluye un sendero de conocimiento y de altísima estética visual y gestual que encierra la búsqueda del equilibrio interior. Se trata de una liturgia donde la elegancia se eleva a planos sutiles, que, si bien se apoyan en objetos materiales, como el Chawan (el cuenco), el Nasume (cofre del té), el Chasen (el batidor), o el Hishaku (el cucharón de bambú) entre otros que sirven para preparar el agua caliente y el té. Lo más importante es alcanzar la belleza a través de una refinada sencillez que, de la mano de la filosofía Zen, busca acercar a los participantes de la ceremonia a la armonía (Wa), el respeto entre los participantes (Kei), la pureza (Sei) y la tranquilidad o la paz (Jaku).

Se trata de un modo de entender la vida que se puede resumir en el criterio del Shibumi que implica el exponente de la elegancia en el marco de lo que es sencillo y austero, pero bello. Buscar lo oculto a través de la sutileza, la belleza escondida en la misteriosa profundidad de las cosas, que en su quietud encierra una “calma activa”, una fuerza tranquila. Buenos ejemplos de ello son la Ikebana como arreglo floral, o los jardines Zen de piedras y arena, o el teatro Noh donde, siguiendo a Lao Tsé, el vacío y el espacio conforman las claves del conocimiento. Donde se busca alcanzar un “estado de coherencia entre lo exterior y lo interior”.

A todo eso, me estoy refiriendo cuando reclamo para tiempos convulsos y caóticos una recuperación del equilibrio y la elegancia. Se nos plantea el reto de realizar un esfuerzo consciente para ordenar las formas con el fin de alcanzar el fondo. La cortesía, ese arte casi perdido, que en su día fue la clave de la moderna diplomacia, es un ejercicio de elegancia que, si bien se asienta en los modales, se fundamenta en el respeto y la consideración del otro en un esfuerzo de alteridad consciente.

Aunque pueda parecer un eufemismo exagerado, la elegancia es un acto de amor, por un lado, por qué no, hacia nosotros mismos, pero también hacia los demás con el fin de resultar lo más agradables posible en el marco de nuestras posibilidades, en ese juego que se produce en las relaciones sociales y que genera lo que se conoce como el trato entre congéneres. Además, como todo acto bello, es transferible, pues genera y provoca el placer de la imitación de aquellas cosas que son válidas y que producen agrado y felicidad.

 

5.- El ejercicio de vivir

Cuando se trata de hablar sobre el ejercicio de vivir se cuestiona cómo hacerlo con la debida dignidad y elegancia que, como tal, implica cuidar las formas y el fondo de nuestros comportamientos vitales. O sea, vivir con ética, cultivando las posibles virtudes a las que alcance nuestro grado de conciencia, puesto que de ese modo la ética se manifiesta con elegancia, con esa sobriedad necesaria en las que con nuestras cualidades no resultemos injuriosos ni pedantes.

Un espíritu sereno, conocedor de las intemperancias de la vida, sabe acoger los giros de la rueda de la Fortuna con decidido afán de concordia y altivez, con el fin de que no se degrade nuestra postura ante la vida. Al referirme a postura, lo estoy haciendo ex profeso en un doble sentido: por un lado, para que nuestra estructura corporal, de ser posible enhiesta, vertical y erguida, no se vea abatida por los embates de la vida y, por otro lado, para que nuestro ánimo no se altere o decaiga jamás ante el juego obsceno de los éxitos o los fracasos, pues impostores son al cabo ambos, como nos refiere Kipling en su poema “If”.

De este modo, el ejercicio de vivir con elegancia nos va dotando de la fortaleza suficiente con la que podemos ir avanzando en la procelosa tempestad de las alegrías y las penas. Buscando siempre el punto medio, la justa medida, como diría un buen sastre, con el que poder vestir nuestras miserias, para que “vistiendo de seda a la mona” como apuntaba antes, podamos irnos acostumbrando a ser mejores o al menos, como dicen en Oriente, a aplicar el Shizen, “la ausencia de artificios”, con el fin de alcanzar ese punto tan difícil y tan importante que es el de la naturalidad, que se resume tan bien en el consejo del sabio indio Sri Ram: “se natural”.

La vida, ese halago que nos hace la naturaleza, nos permite transitar los días con la posibilidad de que con el paso del tiempo nos podamos ir conociendo más y mejor, no solo a nosotros mismos sino también a los demás, que nos acompañan en este curioso trayecto que es vivir. Si Pessoa llevase razón, y esta es “una mala posada en la que estamos esperando que nos venga a recoger la diligencia del abismo”, en contraposición le diría que esperaremos la diligencia con la mayor hidalguía y elegancia posible, con el fin de que el viejo cochero sepa que es una Dama o un Caballero a quien deberá abrirle la puerta de la berlina. Hasta en esos momentos es importante la elegancia. El problema es que vivimos distraídos y sin saber quiénes somos, ni de dónde venimos ni a dónde vamos y ese desconcierto arruga nuestros vestidos y nos arruga el alma.

He escrito estas cinco razones para que todos, yo el primero, nos percatemos y percibamos que, en estos tiempos de zozobra, como los que nos está haciendo vivir esta pandemia, no nos abandonemos y no permitamos que se nos arrugue el carácter, planchemos nuestros hábitos, ya sea los de nuestras ropas como los de nuestras costumbres. Que más que nunca, ahora, cultivemos nuestra sencilla elegancia y digo sencilla, pues como nos recuerda aquel dandy del XVIII que fue Beau Brummell, que, si bien no fue muy afortunado, sí apuntó una idea interesante sobre la elegancia, indicando que debemos ser elegantes, pero sin llamar la atención, con naturalidad, que se resume en el siguiente silogismo: “To be truly elegant one should not be noticed”.

 

Imagen: Protocolo.org

 

 

 

           

           

Dejar un comentario