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Por MARI ÁNGELES SOLÍS DEL RÍO / No hay nada más hermoso que contemplar las cosas en su propia esencia. Cuando la primavera se cuela por nuestras callejas y el atardecer dirige nuestros pasos hacia la luz, es el momento de que nuestros ojos queden eclipsados ante la belleza y la majestuosidad.

Aquella tarde de sábado, en la Plaza Santa María un viento frío de pleno invierno hacía crujir nuestros huesos, sin embargo, la primavera hacía días que se había colado en nuestros calendarios. Con la mirada fija en la gran obra de Vandelvira, que fue objeto de las obras de tantos escritores, tanto nuestros como del extranjero, sentimos una especie de orgullo casi sobrenatural, que se escapa de los sentidos.

Siglos atrás, Alejandro Dumas quedó eclipsado ante tanta belleza, el equilibrio de sus formas, su grandiosa y cercana majestuosidad. En unos de sus libros de viajes dejó plasmado su admiración y su asombro ante tal encanto hecho por el hombre, en aquellos tiempos en que nuestra Catedral de la Asunción era alumbrada de noche por cientos de antorchas, rodeada como un relicario al que hay que proteger.

Otro universal de las letras, Miguel de Cervantes, en la que el propio escritor consideró su mejor obra, “Los trabajos de Persiles y Segismunda», habla de la joya que esconde nuestro hermoso relicario: la Santa Faz. Y le dedica líneas y líneas hablando de devoción y privilegios humanos. Ya que fueron muchas veces las que el propio Cervantes anduvo por nuestras calles y también se impregnó de la esencia, de nuestra esencia. Única, se mire por donde se mire. Tampoco quiso dejar pasar las peripecias que tuvo que sufrir el cuerpo sin vida de San Juan de la Cruz cuando fue robado de tierras jiennenses y llevado hasta tierras castellano-leonesas. A su propio modo, y un tanto jocoso y burlesco, Cervantes relató aquella hazaña en uno de los capítulos del Quijote.

Y, en ese momento, ya hemos dejado la Catedral atrás y nos hemos adentrado en Carrera de Jesús. Ante el convento de la Orden que fundó el citado santo y lugar en donde se encuentra su Cántico Espiritual. Joyas que el tiempo y el sigilo de los años han conservado entre sombras, como caricias de un pasado que sigue vivo.

Pero nuestros pasos, con esa cadencia del que sueña leyendo y leyendo viaja, nos deslizan por la calle Llana donde una placa nos indica el lugar donde vivió el poeta del pueblo, Miguel Hernández. En el mismo lugar donde escribió “Aceituneros», poema que ahora le da forma y sentido a nuestro himno. Y, allí también, asalta nuestra presencia como un fantasma preñado de versos, Federico García Lorca. Sabremos de su primera llegada a Baeza y de su primer contacto con Antonio Machado. Años más tarde, ya encandilado por nuestra tierra y nuestras gentes, encontramos nuestro lugar en su “Romancero Gitano». Porque “Romance de la Pena Negra» se esparce en un campo de olivos y eso es Jaén. Su título original “Romance de la Pena Negra en Jaén” tuvo que ser relegado por motivos de imprenta, como un amor que es real pero que tiene que ser callado porque la alta sociedad que pisa al pueblo quiere borrarlo, pero no por ello deja de ser verdad. Y, como toda verdad, encontrará su lugar gracias a la mano justiciera del tiempo, el tiempo silencioso que siempre sentencia a favor de la verdad.

Caminamos lentamente, con pasos firmes y seguros. Ante el Colegio Santo Tomás, incrustado en la muralla y cerca, muy cerquita del Torreón del Conde Torralba, parece que Juan Eslava, acaso nuestro escritor más universal, nos contagia su asombro por el color de las puertas de nuestra gran joya: “verdes… ¿quién ha visto las puertas de una Catedral verdes? ¡Si las puertas de madera son marrones!” Pero es que los jiennenses tenemos en nuestra historia y en nuestra leyenda a ese monstruo-dragón que un condenado mató pero que, al pasar el tiempo, se convirtió en protector del Santo Reino. Sí, sin duda alguna, el color de las puertas se debe a un coletazo del lagarto, nuestro lagarto de la Malena. Y la noche sigue cubriendo de misterio las callejas jiennenses…

Callejeamos hasta la Plaza de los Naranjos y nuestro propio silencio nos conmueve mientras atravesamos, como almas en pena pidiendo versos, las calles de Montero Moya, Moreno Castelló y Almendros Aguilar para desembocar con nuestra nostalgia en el Arco de San Lorenzo, otra joya de nuestro patrimonio. Y fueron estos poetas los que lograron que este arco (antes Iglesia de San Lorenzo) fuese declarado Monumento Nacional, antes incluso, que la propia Catedral. Estos poetas nos susurran al oído sus andanzas, las anécdotas que forjó su amistad y hasta, acaso, las redondillas que se dedicaron. Pero justo en este lugar se produce un momento de absoluta magia. En la pequeña plaza de la que nace la calle de San Lorenzo, contemplamos extasiados la Cruz del Castillo iluminada. Y, como si fuera un milagro, ante tal visión, se oye susurrar en los labios de un poeta: “Se abren las tumbas, se desgarra el velo/ y a impulsos de amor, grande y fecundo,/ parece estar la cruz, signo de duelo,/ cerrando, augusta, con el pie profundo,/ con la excelsa cabeza abriendo el cielo/ y con los brazos abarcando el mundo»

Conmovidos, con el alma hecha trizas y la piel cuajada de espanto, llegamos a la calle Maestra para honrar a Bernardo López para que, en nuestra memoria, quede grabado a fuego su Canto del Día de Difuntos.

Jaén, tierra de escritores. Tierra que contiene un patrimonio infinito y que tantos supieron ver. Jaén, tierra de buena gente a la que le revientan los olivos en el corazón para hacerlos más humanos. Jaén, sin más… Siempre Jaén.

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