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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Alberto camina con calma por la parte alta de la ciudad. Por primera vez en mucho tiempo va a cruzar la frontera que separaba lo antiguo de lo moderno. Se ha levantado al alba y con una taza de café ve las primeras golondrinas volar por su cielo. A él le parecen mensajeras de un Dios cansado de tanto protegernos.

Es domingo y hay poco bullicio para tratarse del día que es. Martínez Molina abajo, esquina con Campana de Santiago, llega. Se acuerda entonces de las primeras elecciones en las que votó junto con el resto de los españoles, pues fueron las que se celebraron en la recién inaugurada democracia.

¡Qué época la de la transición, cuando los ojos siempre buscaron y encontraron el perdón! Las noches de la «Movida» en las que deambuló por Malasaña buscando la complicidad de las canciones de Radio Futura. Nunca olvidará aquellos años madrileños de tribus urbanas, de disputas políticas, en las que -salvando algunos episodios tristes- siempre prevalecieron el respeto y la escucha al contrario.

Resuella y continúa con su marcha. Está indeciso, no sabe lo que hacer. Su decepción le apreieta el corazón. Han pasado muchos años y los problemas de sus vecinos siguen siendo los mismos: falta de oportunidades para acceder a la vivienda y a puestos de trabajo dignos…

La falta de esperanza de los ciudadanos es inversamente proporcional a las prebendas y privilegios de la clase política. El estado de las autonomías, que con tanta alegría fue recibido por el pueblo, ha sido un auténtico engaño. Solo ha supuesto el aumento del número de los profesionales de la política y de las desigualdades entre las comunidades autónomas.

Al final se da la vuelta. No entra en el colegio electoral, ubicado cerca de la Puerta de Santa María. 

Vuelve Martínez Molina arriba hasta llegar a su plaza. Y en un banco escribe 1979.

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