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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Duermen las estrellas, los montes, los animales y todo ser viviente, como dice el poeta. Duermen todos menos yo. La luna es ya mitad creciente y la llama crepita con fuerza. Era necesario calentar la casa y mis recuerdos. Esta noche por fin, voy a escribir. La melancolía del mes de noviembre, al contrario que al más común de los mortales, me invita a vivir. Afuera comienza a llover. El otoño ha encontrado su plenitud. Antes voy a preparar el antiguo tocadiscos de mi abuelo; la primera vez que lo vi, fue una navidad de la que tengo imágenes muy vagas.

La música y la poesía me ayudaron mientras estuve dentro; no fue mucho tiempo, pero sí el suficiente para saber entender que el silencio es la voz de un dios que siempre te cuida.

Soy la segunda de ochos hermanos, la mayor de las hembras. La familia ha sido el núcleo por el que he transitado en mi vida; así fue hasta hace poco…

Mis ojos ya no son los de antes. La oscuridad en la que vivían ha desaparecido. Ni siquiera le doy tregua a la penumbra. Soy plena, como la luz.

Mi infancia fue la normal de toda mi generación. Mis padres regentaban un pequeño negocio familiar. Alguien debía de cumplir con la obligación de las tareas domésticas. La principal candidata era yo. La consecuencia inmediata, abandonar los estudios.

Hace un rato, conversando con mis hijos, tengo dos, un niño y una niña, he sentido la nostalgia de aquel tiempo de escuela. Mis padres no siguieron la indicación de mi maestra y me sacaron, para desterrarme al noble ejercicio de cenicienta.

Pude hacer unas oposiciones a la agencia tributaria, pero encontré de nuevo la negativa de mi madre; nunca quiso que estudiara.

Lo más curioso es que todo esto lo veía normal. El machismo, las mujeres de mi generación, parece que lo llevamos en los genes y lo más triste es que no somos capaces de detectarlo. Así fue en mi caso.

A pesar de todo, no me puedo quejar. Mi niñez ha sido buena. He disfrutado de vacaciones en una época, en la que ese privilegio lo disfrutaban unos pocos; mi padre nos ha enseñado muchas playas de este país. Mi familia pertenecía a la clase media, de un pequeño pueblo de la campiña jaenera.

Se ha calmado un poco la noche, sigue lloviendo. El viento ha dejado de aullar, quizá humillado por la música. Ahora mismo suena la quinta sinfonía de Mahler- cuántas veces me ayudó a soportar mi obligado encierro-. He vuelto a avivar la lumbre. Soy feliz. Estos años me han liberado de las cargas que he llevado desde siempre.

Mi marido duerme en la habitación cercana al salón. Un rayo de luna lo ilumina. Su rostro demuestra serenidad; acabo de ir a verlo. Parece que fue ayer, cuando nos conocimos. El noviazgo fue largo, diez años, y después la boda, siguiendo las costumbres y la tradición católica. Pensaba que al casarme quizá obtuviera la ansiada liberación e independencia, pero no fue así. La dependencia a mi familia, aumentó -sobre todo respecto a mi madre- a mi padre lo exculpo de todo lo malo que me ha pasado. Era un hombre bueno.

Mi madre me organizó la boda. Su criterio gobernó toda la ceremonia. No disfruté, aunque como siempre, pensaba que todo era correcto.

Al estar adentro, comencé a darme cuenta, a ver la luz y la claridad. Mi madre tiene ochenta años, actualmente la estoy cuidando; es mi madre.

La montaña, cuánto la añore, a partir del encierro. Intenté evitar que me condenaran. Los paseos por la sierra con mis hijos eran el antídoto que me salvaba de la monotonía y de las obligaciones impuestas por mi familia. Mi marido con su amor y fortaleza, no fue un obstáculo, sino todo lo contrario, aceptó desde un primer momento el deber que me impusieron.

Mis hijos sí pudieron estudiar: el niño hizo un grado de Administración de Empresas y la niña cursa Bellas Artes en Granada. Quiere ser profesora de secundaria.

Ahora mismo, noto la ausencia de intranquilidad. La esperanza ha vuelto a gobernar mi alma. Por primera vez en mucho tiempo, estoy recibiendo el aplauso de la vida.

La música suena armónica y con fuerza; atormentada como lo fue su creador. Oh Mahler cuánta belleza creaste, cómo revolucionaste la música.

Antes de entrar recogí más de tres mil firmas, entre ellas las rúbricas de los curas del pueblo y la Guardia Civil.

El esfuerzo de toda una vida se puede derrumbar en un periodo muy corto. El tiempo que construyes con trabajo se desvanece como la niebla en el mar. La empresa de mi padre quebró por una deuda impagada. Dos de mis hermanos consiguieron rescatarla a duras penas, aunque las deudas generadas por el impago de la primera, todavía flotaban en el aire. Abren otra línea de trabajo: comienzan a vender casas de madera, un negocio que en la época que narro, estaba muy en alza. Consiguen ganar dinero con rapidez, sin embargo, arrastran cargas y las cuentas están intervenidas; esto es el inicio de mi calvario: uno de mis dos hermanos que gestionan la empresa, Amador, me pide meter el dinero, que recibe de las ventas de las casas, en una cuenta de mi titularidad; al principio no acepto, aunque me doy por vencida y accedo a su petición. En la cuenta, además de figurar yo como titular, también aparece mi hijo.

El plan de mi hermano consistía en meter en la cuenta el dinero adelantado que recibía por las ventas de las casas. Nunca se me notificaba los ingresos, ni se me llamaba para firmar tal acto bancario. Sospecho que alguien del banco autorizaba estas operaciones. Nunca lo supe. Y así lo alegué en el juicio, no sirvió de nada.

El fin principal de mi hermano era estafar a los compradores.

Al enterarme de todo esto, le dije que no metiera más dinero en la cuenta.

El mal ya estaba hecho.

Voy a dejar de escribir. Quiero leer un poco. Me gusta la poesía. Soy una fanática del poema. En un rato comenzará a amanecer. La noche será engullida por la aurora, dando paso al día. Tengo tiempo, los versos de Damiani o de Fabrellas, serán los elegidos, los leeré hasta que aparezca la luz.

Se creó una plataforma de afectados. Mi hermano se quitó de en medio, huyó del pueblo. La gente estaba muy nerviosa. La casa de mis padres era asaltada verbalmente, un día sí y otro también. La gente reclamaba su dinero, alrededor de trescientos mil euros.

Me impusieron una responsabilidad civil de cuatrocientos mil euros.

Nos denunciaron. Consideraron que yo también formaba parte de la trama. El juicio se celebró, después de haberse suspendido varías veces, por la ausencia de mi hermano, en el año 2013. La pena que me impusieron fue de tres años y siete meses. La entrada en prisión estaba prevista para septiembre de 2014; antes quería lavar mi imagen, demostrar mi inocencia.

Escribí una carta al Diario Jaén defendiéndome, diciendo que era una víctima como los demás afectados. Canal Sur también dio testimonio de mi historia. Y un abogado de reconocido prestigio, se interesa por mi caso. A partir de aquí, con este letrado empecé a sentirme verdaderamente protegida. Intentó pedir el indulto para mí y para mi hermano, aunque el recurso no prospera. En el año 2018, entro en prisión.

La primavera ya es más de media. Todos los recursos judiciales se han agotado. La esperanza se ha desvanecido, como la bruma en el río. Había que prepararse; y así lo hice: el amor a mis hijos fue la cura que me salvó adentro.

Escribo esto ahora que amanece, otra vez la incertidumbre de no saber cómo contarlo. La luz cambia de color. El pueblo empieza a recobrar su actividad. Mi marido me ha preparado el café. Qué importante fue su apoyo, su amor.

Antes de entrar en prisión, hablé con mis hijos. Quise comunicarle la fatal noticia y que pudieran preguntarme todas las dudas que le surgieran. Su reacción, además de la tristeza que ya se suponía, fue de arrojo y entereza. Me dieron todo su apoyo y comprensión. Su total creencia en mi honradez, fue un bálsamo que me calmó.

Afrontar este cara a cara con ellos, fue muy duro.

Mis hijos se quedaron a cargo de mi cuñada y de una amiga. La gente me quería y creía en mí.

La plataforma de afectados intentó subastarme la casa, para cobrar la deuda. Salió desierta. Mi casa, mi vida, aún está allí.

La carretera entre mi pueblo y la prisión provincial se desliza como un lagarto. Apenas distinguía el paisaje; entre los olivares y lo poco de dehesa que quedaba, parecía que se me escapaba la vida, iba en una especie de trance.

No quise que me acompañaran al ingreso nadie de mi familia. Vinieron una amiga y su marido. La gente del pueblo, una gran mayoría, me despidió, sentí el calor de la gente.

Es 25 de abril y acabo de pisar la cárcel por primera vez. Se van mis amigos. La tragedia de mi vida se culmina. Tengo mucho miedo. Continuamente me pregunto qué es lo que hago aquí.

Lo primero que te hacen cuando entras es registrar y requisar algunas pertenecías, que los funcionarios consideran que no puedes llevar. Después te hacen una revisión médica y la pregunta típica de si he consumido drogas. Tuve suerte. Las funcionarias sabían que yo no debía de estar con ellas. Con el paso del tiempo se enteraron de mi historia y se reafirmaron en su opinión. Siempre creyeron en mí.

En el módulo de mujeres hay unas cuarenta y cinco reclusas. Creo que debe haber una reorganización del pabellón.

Desde un primer momento, fui enviada a trabajar a la enfermería, querían que estuviera tranquila el mayor tiempo posible.

Aquí coincidí con compañeras que se sometían a un tratamiento de metadona. Y supe de casos de intento de suicidio y de agresiones de presos entre ellos y a funcionarios.

Tengo en la librería del salón la inolvidable novela de Dumas padre, El Conde de Montecristo. La primera vez que la leí, fue al entrar en prisión. Las horas muertas tienes que hacerlas vivas de algún modo y sentirlas. La lectura me ayudó mucho en este tiempo de tinieblas.

El patio del centro es el lugar en el que realmente te das cuenta de qué va todo esto. Aquí es donde distingues y analizas a tus compañeras. Apenas me relacionaba con otras reclusas. Coincidí con dos presas etarras. La cárcel de mi provincia no es de las más conflictivas. Las celdas en las que penamos no están acondicionadas, son minúsculas.

Me ofrecieron droga con el objeto de desconectar, pero no acepté. Mis hijos, mi marido y mi vida son las joyas más valiosas.

El tiempo pasa lento en un lugar como este. Nadie se metió conmigo. Una presa, una gran persona, que lideraba a un grupo de compañeras, me acogió, ayudándome mucho.

Conocí a otra reclusa, a la que puedo considerar amiga; actualmente mantengo el contacto con ella. Su caso era similar al mío. Aprendí, gracias a ella, a subsistir en este pozo.

Es difícil reinsertarte cuando todos los delitos están mezclados. En la cárcel en la que estaba conviven presas con delitos menores y con delitos de sangre. Este modelo debe de cambiar, si no no habrá futuro para muchas de nosotras.

Ahora que estoy llegando al final de mi historia, recuerdo cuando mi hija me dijo que mirara la luna por la noche; solo veía pinchos y espinas. Por fin hija mía, ya vemos juntos la luna.

Mi abogado logró sacarme pronto de prisión. Solo estuve cinco meses, pero qué largos y duros. El tiempo que quedaba de término de la condena lo pasé con una pulsera, un maldito radar que te limita la libertad de movimiento.

Salí más fuerte de la cárcel. Mis hijos durante mi reclusión contaron con el apoyo de su grupo de amigos. Ellos también se fortalecieron en mi ausencia, su amor se hizo más fuerte, nunca nadie lo podrá quebrantar.

Ya es hora de dejar de escribir. La luz del mediodía brilla en la inmensidad del azul.

A MI PADRE

Una vez dije que ya no iba a pensar con el corazón, que lo iba a hacer con la cabeza.

Sin embargo, no lo puedo evitar. La razón es muy dolorosa. De mi boca, se ha borrado la palabra papá para siempre. Y con ello, se me ha ido un trozo de mí. Podía tener mil defectos, pero era mi padre, el que yo quería. Con su forma de ser, me enseñó a escuchar, a esperar, a no ser prepotente. A no juzgar a las personas por sus defectos, sino por sus virtudes. Estos últimos años que he vivido tan cerca de él, me han enriquecido como persona. No los cambio por nada. Siempre te querré, papá.

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