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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Tu rostro es un lamento encadenado, del que nuca podrás desprenderte. Y nosotros, Señor mío, tampoco queremos que ese grito desaparezca de nuestra memoria. Pues, lo necesitamos para seguir participando en este teatro que la tradición ha creado por los siglos de los siglos.

Tu lamento, tu queja es la flor que da sentido a nuestra vida. Una existencia hecha de ídolos sin los cuales no somos nadie. Pues el Dios verdadero es aquel que es invisible a nosotros. Él nos dejó muy claro, su verbo, el principio y el final. Pero no supimos comprenderlo, o no quisimos.

Y por eso, a ti Jesús, te enviaron a una tierra hostil siendo un hombre bueno. Al principio, mercadeamos con tu palabra, con tus milagros y buenas obras. Nos maravillamos, y pensamos que tu doctrina, tu mensaje era fácil de cumplir, de llevar a cabo.

Sin embargo, cuando nos hablaste de amor, de perdonar al prójimo, de ser los últimos, huimos desventurados dejándote solo, sin nadie al que acudir.

En el árbol, a Judas, lo ahorcamos nosotros. La noche, que al principio era hermosa, se convirtió en tiniebla desde el momento en que supiste, en que supimos que tu misión sería un fracaso.

Y, de este modo, te condenamos a morir en la cruz. No fue el Sanedrín ni los Romanos, fuimos nosotros con nuestra soberbia que sólo sabe destruir hombres buenos.

Una herida muy antigua y conocida. Tan conocida por todos que sirvió de pretexto para hacer todo lo contrario que dijo el Verbo. Con esa herida creamos guerras en tu nombre, a sabiendas de que estábamos falseando tu mensaje. La lanza de Longinos nos sirvió como arma arrojadiza para conquistar un mundo que pensábamos que nos habías legado. Y, ciertamente, no era así. El mundo que nos diste era un mundo de amor, de piedad… Y, nosotros, lo transformamos en una parábola del caos y de la maldad, de la lucha por el poder terrenal. Sabiendo, con conocimiento, que esto no formaba parte de tus enseñanzas.

Mi Cristo con su cruz ya bendecida. Sí, todos los años, cuando la luna se llena, cogemos la cruz y nos la echamos al hombro, imitándote en infinidad de procesiones a lo largo de la tierra.

En la ciudad en la que vivo, Jesús mío, tenemos hasta nuestro propio monte Calvario, con una gran cruz clavada. Ahí peregrinamos las madrugadas de Viernes Santo, para rescatar tu memoria, para querer parecernos a ti. Pero esta ilusión sólo dura lo que tarda en llegar el alba.

Sí, necesitamos que estés en la cruz, para así seguir expiando nuestras culpas. Para que a lo largo de los siglos sigas redimiéndonos, porque un Dios Padre así lo quiso, aunque verdaderamente no nos lo merezcamos.

Y, lo mas triste, es que sabemos que es así, ya que no somos capaces de amar como Tú nos has enseñado.

Y por nosotros siempre maltratado.  Por los siglos de los siglos, maltratado y calumniado. Todos somos integrantes del Sanedrín, soldados romanos que no dudamos en lastimar tu cuerpo y alma. No somos capaces de dar la mano al más débil ni perdonar al amigo, al hermano.

Crucificado eres cuando no cuidamos del niño ni de la mujer.

O cuando las instituciones que hablan en tu nombre disputan por ser el adalid que te lleve.

Necesitamos crucificarte para poder seguir con la tradición. Necesitamos maltratarte porque, siempre, tenemos la necesidad de ser perdonados.

No queremos ser buenos, pues eso sería claudicar y encontrar el sentido de la vida, de la tuya que diste por nosotros.

Y estamos más contentos celebrando tu muerte en vez de tu Resurrección.

A ti, Jesús, me encomiendo para poder cambiar todos mis actos.

Déjame, Padre, quitar el lamento que encadena el alma del ser más bueno de todos los tiempos.

Enséñame a amar al prójimo.

La cruz, la tuya, llevarla yo quisiera.

Martín Lorenzo Paredes Aparicio

Imagen: Creación de Francisco Carrillo Rodríguez.

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