Skip to main content

A mi padre

El rosal no era de gran tamaño. Sus rosas, amarillas. Estaba la planta ocupando una maceta ubicada en el suelo de un balcón decimonónico de un edificio solariego asentado al borde de una plaza.

La historia del rosal, conmovía las almas de los pocos que la habían escuchado: aquel o aquella que arrancara una de las rosas liberaría el espíritu, el ánima de los que fueron ejecutados en las mazmorras de una antigua prisión; la cripta de la iglesia del convento de la Coronada ocultaba en la oscuridad los cuerpos y almas de cincuenta ajusticiados.

El rosal, todas las primaveras, crecía a la vera del sol, cuando estaba en lo más alto. Las rosas nacían dispuestas para ser cortadas por algún elegido, animado a cruzar la puerta de la prisión. El inmueble de la Coronada había sido destruido. Su portada, salvada y conquistada por un mecenas desconocido, la piqueta no pudo derribarla.

La luz hablaba, el fuego crepitaba, la madrugada escondía sus sonidos. Solo el silencio. Su lenguaje era la voz de los callados.

Pero era necesario romper la quietud de la noche. Las rosas pronto caerían y había que cortarlas antes, pues de ello dependía la liberación de las almas de los cautivos (o de algunos) que llevaban siglos en lo hondo de una cueva cavada por los canteros: la piedra, siempre es hermosa, cuando la materia prima es ella misma.

La emblemática casa estaba semivacía. Sus escaleras eran el fiel reflejo de una bella decadencia. El patio porticado y con una fuente en el centro que antiguamente se surtía del raudal que nacía justo debajo, en el subsuelo, antes de ser canalizado a través de unas tuberías, aunque las minas todavía se mantenían en un óptimo estado, formando un laberinto que solo unos pocos entendían.

Un único ser habitaba la casa, un varón. Parecía anclado en las primeras décadas del Siglo XX. Sus modales y sus ropajes así lo manifestaban. Su cara pálida, esbelto y las manos frías siempre. Era pues el único heredero vivo. Sus ascendientes fueron los carceleros de la prisión. Había heredado la obligación o la maldición de no dejar morir el rosal, debían ser arrancadas antes de la llegada del invierno. La excentricidad del mandato minaba su ánimo y comportamiento, pero debía seguir. Había jurado, había consagrado su vida a liberar a los cautivos de la piedra. Entre los habitantes del barrio buscaba con ahínco candidatos que se atrevieran a penetrar en la cripta.

Cuando la última rosa fuera cortada por una persona distinta, el carcelero podría descansar eternamente y ascender al cielo. El secreto de estas terribles muertes también sería desvelado cuando fuera arrancada la última rosa. La maldición duraba ya mucho tiempo. Algunas primaveras fueron vanas. Nadie consiguió entrar a la cripta. El convento había sido destruido. Era pues necesario que piedra se apareciera y para tal fin el candidato o postulante debía de ser alguien digno. Las rosas nacían sin que nadie las arrancara. Llegaba el invierno y las últimas almas esperaban en vano. Deseaban pronto alcanzar esa eternidad que se le negaba.

Pero el ciclo volvía y volvía. Las rosas nacían, algunas eran arrancadas (y los prisioneros eran liberados) y otras no. El carcelero desesperado rezaba al creador pidiendo ser liberado de tanta angustia y sufrimiento. Oraba para que el rosal se secara.

Una joven conocía la increíble historia y también sabía del miedo atroz que producía el palacio, a pesar de la belleza de su piedra. Por qué no ser una de las elegidas y poder arrancar una, varias o todas las rosas que aguardaban o quedaban en la maceta. El equinoccio de primavera había sido en los días previos. El proceso comenzaba. Era necesario que alguien llamara al portón de la gran casona. El carcelero maduraba el plan con el que atraer a alguien a la causa. A veces los pensamientos de dos seres coinciden en las esquinas de sus cerebros y la misma idea los lleva al proyecto común que tienen y no saben que es el mismo. Desconocen que una fuerza invisible los conduce al inicio del circuito en el que se va a desarrollar el juego, la historia que va a cambiar sus vidas y quizás la de otros, víctimas colaterales y, en la mayoría de los casos necesarias, y así el plan quizá tenga un buen final.

Sonó la aldaba del portón, mientras la lluvia comenzaba a cubrir el mármol casi catedralicio de la plaza (las ágoras de la ciudad conservaban un suelo muy especial, un corazón blanco y rojo). Las golondrinas volaban anunciando la noticia, solo sentida por unos pocos -aquellos que ya fueron capaces de arrancar la tristeza de las rosas amarillas-. La joven había llamado a la puerta. Entró. La hermosura enclaustrada del atrio se magnificaba con los colores del arcoíris.

En una penumbra, el carcelero vigilaba la entrada de Julia, al ver a la joven cómo subía las escaleras sintió que pronto, quizá, la espera llegaría a su fin. La lluvia seguía empapando el suelo del patio y al caer creaba una melodía: la que siempre se escuchan en los días de los otoños. Julia se sabía observada, pero seguía profundamente inmersa en una rápida ascensión, el balcón esperaba a ser asaltado. La joven estaba a punto de llegar. Mientras el vigía aguardaba en su escondite, no consideraba la propuesta de salir y alertar la tranquilidad de Julia: sabía nuestro guardián que ella era la última elegida. Julia arrancó las tres únicas rosas nacidas esta primavera y el rosal en lo que dura un instante se convirtió en cenizas. Y la maceta se desvaneció entre la lluvia.

La plaza se transformó súbitamente. El convento de la Coronada apareció en su primigenia forma. Las rejas incrustadas en el lienzo de piedra brillaban. En la plaza una gran hoguera casi extinguida ocupaba casi todo su perímetro: el auto de fe había llegado a su fin. El lugar, vacío y silencioso. Solo la voz de las llamas se oía levemente.

La puerta principal del convento, situada en la fachada sur, se abrió y la joven penetró en su interior. En sus manos llevaba las tres rosas, guiada por una energía superior (pudiera ser la del carcelero), acertó a encontrar la profundidad de la cripta: todos los nichos estaban vacíos, excepto tres. Las lápidas que cubrían los sepulcros descubrían el nombre de tres mujeres jóvenes. En las inscripciones se podía leer que, no habiéndose arrepentido de sus actos, habían sido quemadas por brujas.

Julia abrió cada uno de los tres nichos y depósito las rosas . El espíritu de las tres mujeres ascendió difuminado y rápido atravesando la piedra del convento. Julia acaba de liberar a las tres últimas ejecutadas por brujería en esta ciudad en la que el miedo y el rechazo al diferente provocó tantas injusticias y muertes.

El convento de la Coronada volvió a desaparecer. Ya nunca se vería más. La plaza volvió a su estado actual. En el centro, Julia, con ojos marrones, desvió su mirada hacia el balcón del edificio. El guardián tenía en sus manos la última rosa, la suya que desde centurias venía esperando que las demás fueran arrancadas. Miró a Julia a la vez que besaba la rosa y desapareció.

 

 

Dejar un comentario