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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /

Incertidumbre

Llegó tarde, en el último autobús. La estación estaba a punto de cerrar. Se apagaron todas las luces de los andenes menos la del suyo. El viaje fue agotador, pero peor la salida de su país. Apenas quedaba gente deambulando por los corredores. Con prisa salían del recinto. Algunos, los más afortunados, buscaban un taxi para desaparecer lo antes posible. Él no podía permitirse tal exceso. Además, no sabía qué dirección tendría que dar.

Reo de la incertidumbre, esperó que la persona con la que había quedado, apareciera.

Afuera, una luna de sangre recién estrenada iluminaba el parque. Su luz le recordó las noches de su niñez, en el pueblo en el que nació, donde, afortunadamente, la contaminación lumínica era casi imperceptible. Había una simbiosis total entre la población y la naturaleza.

Miró a su alrededor. Un grupo de personas estaban reunidas en un banco. Parecían estar desocupadas. Algunas reían y hablaban en voz alta. Siguió mirando: en un lateral del banco asomaban botellas de cerveza. Hacía mucho frío. Se dio cuenta de que malvivían en la calle.

Intentó aislarse en sus pensamientos. El recuerdo viajó hasta los tiempos en los que trabajar era un juego. La fiesta del pistacho era el acontecimiento que esperaban durante todo el año. Su aldea se vestía con las mejores galas para recibir a los jornaleros de las poblaciones vecinas. En las montañas de Sacar todos se ayudaban para poder salir adelante.

Su padre era el jefe de la aldea. Poseía la mayor parte de las tierras y contaba con un gran número de jornaleros. Vivía bien, con holgura, pero sin lujos. La parte del mundo en la que nació todavía estaba anclada en los albores del siglo XX o en las postrimerías del XIX. Lo que llaman progreso aún no había llegado. Mejor así, quizá. Las conducciones de agua y luz tardarían mucho en llegar, si lo hacían.

Hacía frío, el mes de noviembre derramaba por las calles y plazas de la ciudad las hojas de los árboles. La anochecida llegaba sin previo aviso y el espíritu de las rúas se relajaba. Apenas había gente y los comercios estaban semivacíos. Era todo tan diferente a lo que había visto en otras ciudades del país, más bulliciosas y animadas.

Sin embargo, no le desagradó. La tranquilidad que respiraba le recordaba a la quietud de las sierras en las que se había criado. Algo le decía que aquí se reencontraría consigo mismo.

Un trozo de cristal impactó en uno de sus pies. Se giró y vio cómo el grupo de jóvenes del banco estaban siendo agredidos por otro, de jóvenes también, que escondían sus rostros con unos pasamontañas.

Todas sus esperanzas saltaron en mil pedazos. Pensaba que la violencia y el terror eran cosa del pasado. Estaba equivocado. Siempre se manifiestan de diferentes formas. Existe una mano que guía las conductas de aquellos que tienen miedo a lo diferente para convertirlos en entes salvajes e intransigentes.

Se acercó para ayudar. La piel de los agredidos era como la de la noche. En sus ojos el miedo crecía exponencialmente.

Alguien había llamado a la Policía. En contra de lo habitual, llegaron con premura los agentes. En el suelo, tirados, las miradas asustadas de los jóvenes pedían socorro, el terror podía verse en sus caras. No entendían lo que había sucedido. Como todas las tardes, después de terminar la jornada de recogida de la aceituna, se reunían en el banco de la plaza para conversar e intercambiar impresiones.

La vida del emigrante es muy dura. Nadie abandona su tierra si no es por una causa mayor. Atrás quedan padres, hijos y pareja, y en muchos casos, por no decir la mayoría de las veces, se tarda mucho tiempo en verlos, y siempre que la mala fortuna no ponga sus garras sobre algunos de los parientes y los haga desaparecer de la faz de la Tierra.

Todos los agredidos tenían la documentación en regla. Este mundo ha hecho suyo el discurso de que los emigrantes con papeles o legales son bienvenidos; si no los tienes, parece que eres un delincuente. Nadie es ilegal en la Tierra, el hombre es libre para circular por todos los países del planeta.

Sin embargo, carecía de permiso de residencia y de trabajo en ese momento. La ONG que lo había traído a España se había encargado de la burocracia. Ellos tenían su documentación. Precisamente estaba esperando a la chica con la que se había citado y tardaba en llegar. Cuando le pidieron su documentación, entró en pánico. Sus dificultades con el idioma complicaban más las cosas. No pudo dar las explicaciones más convincentes y se lo llevaron a comisaría.

Las sirenas de la ambulancia y del coche patrulla comenzaron a sonar. Después, un eterno silencio envolvió la plaza. La quietud de la parada de taxis solo era interrumpida por la voz grave que salía de los aparatos de radio de los coches.

Mariluz había llegado tarde. No veía al chico por ningún lado. La estación de autobuses ya estaba cerrada. La penumbra de la plaza acentuaba su impaciencia. Preguntó a un taxista. Con rapidez y su corazón que parecía que se iba a salir por la boca, se dirigió a la Jefatura de la Policía Nacional.

La Casería de la Martín

Todos tendríamos que ser luz y así, quizá, seríamos mejores. El mundo está lleno de luz, pero no sabemos encontrarla o huimos de ella, pues siempre dice la verdad.

Sus partículas nos descubren la belleza de la naturaleza. Nos hace formar parte del mundo.

En el valle del Portichuelo, la luz se cuela por todos sus rincones. En esta pequeña depresión del término de Jaén, encuentras la conexión íntima y necesaria que todos necesitamos tener con el Creador. Las montañas de Jabalcuz, de la Pandera… son el antídoto que nos cura.

La casería de Martín se encuentra en el corazón del mismo valle. Es un inmueble señorial, la fachada es de piedra y de los balcones, colgados desde siempre, nadie sabe su edad. Y consta, también, de una torre que mira al este. Todo lo anterior, completado con una cancela, cuyas rejas dicen que descienden de las manos del maestro Bartolomé. Y a los pies de la casa, una lonja que hace la función de mirador.

Al atravesar el umbral de la casona, se encuentra un gran recibidor que distribuye la planta baja en tres habitaciones: cocina, comedor y salón. En las tres piezas existen chimeneas, que hacen que los inviernos sean más llevaderos. Desde el distribuidor, nacen unas escaleras que nos conducen, si subimos, a la primera planta, que dispone de varias habitaciones, y si bajamos, al sótano, que se encuentra debajo de tierra, siendo casi el mejor lugar de la casa, por su agradable temperatura. El aceite y el vino que se produce en la finca aquí se guarda y cura hasta que está a punto para su consumo. Durante todo el recorrido se puede observar grandes pinturas de artistas de Jaén: Nogué, Horna, Viribay, Cortés, Gabucio, Carrillo, Mesa, Palomino, María Paredes…

La joya de la corona es una biblioteca que se encuentra en la torre: más de cinco mil libros guarda.

La finca tiene olivos y árboles frutales, por lo que nunca falta aceite y fruta fresca en la alacena. Las frutas se consumen según su temporada, como hacían los antiguos. Martín es un defensor de las tradiciones. Cumple con exactitud el calendario que marcan las labores del campo. Aquí, en la casería de esta parte del Portichuelo, se celebran con más alegría los santos que los cumpleaños. El calendario es circular como lo es el ciclo agrícola.

La casería y la finca están envueltas por una luz mágica, que todo lo cambia; una luz que te lleva a otra dimensión.

Pero la magia del lugar todavía no ha superado la más cruel de las tragedias. Encima de la finca, al borde de la carretera, existe una cruz blanca que la recuerda. En el sitio de la cruz fueron fusiladas casi veinte personas en la Guerra Incivil Española. Después de recibir la descarga, cayeron por la cuneta y sus almas, todavía, vagan por la finca, esperando su liberación y partir más allá de lo terrenal. Ahora, en estos tiempos en los que otra vez se recuerda la tragedia por réditos políticos, ninguna parte es capaz de pedirse perdón mutuamente y reparar la memoria de todos los que murieron en esta barbarie.

Los hijos de Martín, los jornaleros y muchos visitantes han notado presencias sobrenaturales en varios puntos de la parcela. Sobre todo, en la época de la aceituna, cuando el mes de noviembre convierte el suelo de la tierra en amarillo.

Muchos trabajadores aseguran que la maquinaria destinada a la aceituna ha sido movida de su sitio habitual. Incluso afirman que algunos olivos han sido tratados durante la noche y la aceituna amanecía metida en sacos a la vera de sus troncos.

De los antiguos jornaleros solo queda Pedro, que, con sus más de 90 años, aún es capaz de dirigir las tareas agrícolas. Dice que algo misterioso ocurre en la finca desde el fatídico año 36, cuando era un niño. Sin embargo, ninguna noche ha querido salir a comprobarlo. Él vive todo el año en la casería en una vivienda anexa, pero cuando escucha laborar a partir de medianoche, no se atreve a salir, el miedo lo paraliza.

Alguien iba a resolver el enigma y si podía liberaría a las almas de su tormento, para que descansaran eternamente.

En la comisaría

Había poca gente en la comisaría. Llamaron a un intérprete para que la comunicación con el joven fuera más fluida. No estaba detenido. La Policía solo quería saber la forma en la que se habían desarrollado los hechos, si el chico era capaz de poder dar alguna descripción de los cabezas rapadas que agredieron a los emigrantes. Amablemente, le dieron de cenar. Más tranquilo, Enat comenzó a relatar lo sucedido. En sus ojos todavía se reflejaba el pánico.

El inspector en todo momento ayudó al muchacho, haciéndose cargo de la situación en la que se encontraba. Anteriormente, había comprobado que decía la verdad, que sus papeles los tenía una ONG. Habló con un representante de la misma para verificar su declaración. Enat era un ingeniero muy cualificado. El motivo de su trabajo en España, el de aplicar una revolucionaria técnica para mejorar la calidad del aceite de oliva. La finca del Portichuelo se iba a convertir durante los meses de invierno en su nueva casa.

Salió de comisaria. La madrugada y su silencio envolvían las calles. En el patio de la jefatura esperaba Mariluz. Al verla, Enat quedó prendado de sus ojos marrones.

Se subieron al coche. La oscuridad les impidió disfrutar de la hermosura de las primeras estribaciones de la Sierra Sur. A los pies del Monte de la Jarra, el joven tendría la oportunidad de aplicar sus conocimientos a unos olivos que, centenarios, esperaban ser tratados con el respeto debido.

La luna aún flotaba sobre la montaña de la Pandera y el cielo derramaba sus lágrimas.

Se alojó en la parte alta del palacete, en la torre, que además de la inmensa biblioteca, contaba con una habitación de huéspedes. Sorprendido por el volumen de libros, agradeció a Mariluz su hospitalidad. Tardó mucho en dormir, pues, como un explorador en un territorio fascinante, no dejó de mirar en un buen rato las estanterías. Buscó, preferentemente literatura local, con el objeto de familiarizarse con el entorno y, también, miró algunos tratados que hablaban sobre los diferentes tipos de la fruta del olivo. Estaba tan emocionado, tan imbuido en su actividad lectora, que apenas durmió.

Cuando llegó el alba, un torrente de luz lo despertó. La torre miraba al este y ver el sol salir era un auténtico espectáculo. Su visión le recordó su país. La melancolía asaltó su corazón.

Sin embargo, no se desanimó. Aparcó a un lado su tristeza. En su mente se repetían sin tregua los ojos de Mariluz. Estaba deseando verla.

Su primer desayuno fue con el Aove que se producía en la finca. Nunca había saboreado un aceite tan exquisito. Mariluz, que lo acompañaba, le explicó todo el proceso de producción.

Jornaleros o fantasmas

La llama del amor ya había brotado en el corazón de los dos jóvenes. Después de la jornada de trabajo, al cobijo de la lumbre, Enat y Mariluz, en un blanco silencio de invierno, leían, absortos, en la biblioteca de la torre. Fascinados en sus respectivas historias, no escucharon las campanadas de la medianoche, ni cómo un fuerte viento comenzó a levantarse en la parte en la que estaba el olivar.

Una cuadrilla de espectros atravesaba las calles del olivar, con sus pantalones de pana y sus guantes de lana, para protegerse del frío. En sus manos llevaban las varas y las espuertas. Se disponían a acariciar los olivos para recoger su fruto. Parecía un grupo de aceituneros de principios de siglo XX, cuando la tarea de recogida era dura de verdad. Ahora, gracias al adelanto tecnológico, el proceso de recolección es más llevadero.

Enat y Mariluz seguían con la lectura. Sin embargo, su atención se vio alterada. A pesar de ser medianoche y sin luna, la parte del olivar estaba cubierta por la luz del sol.

Alarmados, bajaron al campo de olivos y atónitos vieron como una cuadrilla de jornaleros vareaban los olivos.

Los jóvenes estuvieron observándolos, hasta que terminaron la tarea. Un buen número de olivos quedaron despojados de su tesoro y a su vera los sacos de aceituna bien atados.

Al terminar, los jornaleros se dirigieron al sitio de la cruz, pero la sorpresa se iba a producir. Uno de los fantasmas, adivinando el lugar en el que estaban escondidos Enat y Mariluz, dirigió su mirada hacia ellos y con su mano señaló la cruz que reposaba clavada en la tierra. Después, todos desparecieron, al igual que la luz del sol. La noche conquistó otra vez el lugar.

Mariluz y Enat comprendieron enseguida el mensaje. A la mañana siguiente lo harían. Era necesario liberar las almas de aquellos que fueron ajusticiados. El vínculo que todavía tenían con la tierra debía de ser borrado. A primera hora de la mañana la cruz fue arrancada y llevada a la ermita cercana de las Peñas de Castro.

Pronto llego la medianoche, los dos jóvenes se dirigieron al olivar. Todo estaba tranquilo, no se veía a la cuadrilla de jornaleros. La oscuridad y el silencio alimentaban los sueños.

Decidieron retirarse, pero algo llamó su atención. Arriba, en el cielo, unas luces blancas ascendían. Eran las almas de los jornaleros que, por fin, podían subir a la morada del padre, del Creador.

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