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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Es una pregunta que me hago en este momento, pues no tengo ni idea del tema que debo abordar, o cómo generarlo. Me pasa a veces, pero en vez de aguardar cierta inspiración en días venideros, no puedo dejar de intentarlo, quizá por esa necesidad especial que tengo de sentarme frente al ordenador a hora inhóspita y tenebrosa aún —para mí perfecta—, con un café cortado humeante a mi vera —sin azúcar, sacarina, stevia, o bagatelas semejantes; tan solo una pizca de canela—, medio vaso de agua gélida, en el que he disuelto una pastilla de vitamina C con zinc, para dar rienda suelta a mis impresiones sobre cualquier asunto. El problema es que hoy, precisamente hoy, en los primeros días de octubre, no descubro un tema concreto sobre el que expresarme, expandirme, seducirme, enardecerme y serenarme. Estoy recién llegado de tierras murcianas y todavía no me he acomodado al cambio

Quizá pudiera hablar de las elecciones andaluzas del pasado solsticio. Aunque…, no. Ya ha pasado tiempo. Además, no es esa mi cavilación preferente; quizá alguna ráfaga breve podría lanzar, pero nunca me he interesado demasiado por tales mudables asuntos, lo que no quiere decir, desde luego, que deje de concederles importancia; tan solo que no llegan a calarme por dentro como metas primordiales de mi expectativas actuales. ¿La última Copa de Europa del Madrid? Tampoco. Eso ya sucedió ante el asombro e irritación de muchos, y estamos en pleno camino de la decimoquinta, que llegará antes o después, aunque ya no me motiven tales conquistas como antes. ¿La estación veraniega calurosa que hemos pasado, y la pertinaz sequía —frase de otros tiempos de la infancia— que nos acompaña? En absoluto. Hablan de la mayor sequedad en 500 años. Rotundamente falso. Ya no recuerdan la de los años 90-95; por ejemplo. Estoy harto de mensajes apocalípticos, que callan interesados en cuanto llueve de nuevo, o hay una temporada de temperaturas benignas —septiembre ha sido muy suave—. Releyendo estos días el sugerente libro de Ángel Aponte y Juan Antonio López Cordero: El miedo en Jaén, compruebo cómo nos hablan los autores de la gran cantidad de sequías que tuvieron lugar en el siglo XVII, con procesiones de rogativas incluidas ad petendam pluviam para implorar una benéfica regada celeste de olivares y tierras de pan llevar que estaban achicharradas, en época poco industrial en que aún no eran de obligado cumplimiento los preceptos inapelables acerca del cambio climático y la desertización por acción humana. Por tanto, no me interesa en demasía la obligatoria coincidencia con la agenda 2030, 2050 o 2170, si llegara el caso… ni sus mantras irreversibles y de preceptivo cumplimiento, para satisfacer los intereses de oscuros y secretos foros universales, económicos y políticos. Paquetes de ideas globales decididas en tribunas imprecisas, pero reales, y metidas con calzador, apoyadas por proclamas inapelables de los medios de comunicación que intentan reiniciar —¿más aún? — las meninges de las masas para dirigirlas como peleles y así cumplir sus inefables objetivos que nada tienen que ver con la verdad, sino más bien con la aspiración a diseñar un mundo de clones que guarden obediencia a consignas irrefutables de los nuevos patrones de la Humanidad. A eso le suelen llamar progreso. Y pobre del que discrepe, pues su porvenir en estos tiempos resultaría, cuando menos, inestable e impreciso…

Entonces, ¿de qué podría hablar antes del alba plasmando mis pensamientos sobre el teclado del ordenador, cuando en los preliminares de las fiestas del pueblo en honor a la Virgen del Rosario estoy aposentado confortablemente en la cafetería del hotel villariego? Pues lo estoy pensando. A mi vera el café cómplice, mientras observo el trajín de Manolo, “Illo”, que lleva solo barra y mesas con energía suprema, multiplicándose para atender a somnolientos y legañosos clientes del hotel, que ven y oyen los telediarios — de la 1, la 2, la 3, la 4, la 5, la Sexta…; da igual, están cortados por el mismo molde ideológico — con mirada lánguida y escéptica, algo hastiados de tanto eslogan pule cerebros, o a trabajadores de empresas de paneles solares, carpintería de aluminio, instalaciones eléctricas, o dragado y limpieza de pantanos y cursos de agua que abordan la ingesta de su tostada gratinada — ¿qué tostada sería posible en estos tiempos si no hubiera sido sometida au gratin. ¡Honor y gloria a los cantos de pan y aceite de mi infancia!— con declarada bulimia para encarar después su jornada de trabajo, y me observan pasmados, enarcadas las cejas, mientras, sentado a la mesa, aporreo —no sé escribir suave; destrozo y despinto en breve tiempo el blanco de las letras; un teclado cada año y medio— el alfabeto tratando de dilucidar qué tipo de extraño ser soy yo, jubilado septuagenario, que debía estar en la cama, como todos los jubilados, soñando con su pensión, su principio de artrosis, o con la voz melocavernosa de Sara Montiel y su inquietante revoleo de caderas, e incluso tosiendo y dando tumbos por pasillos y escaleras de su casa arrastrando los pies, pero que está activo intentando que a las siete de la mañana, noche cerrada aún —esto del cambio de hora es una absurda broma de mal gusto; ¡comienza a amanecer a las ocho!— surja un tema que le permita desarrollar y enhebrar, con sentido, sensaciones aisladas, darles cuerpo en forma de historia concreta para así saciar su genética pasión comunicativa.

VIVIR SIEMPRE CON ILUSIÓN

Sigo sin saber de qué voy a escribir en este momento. Tengo poco tiempo para decidirme, pues dentro de una hora estoy convocado por mi primera mujer —estoy comprobando que ya hasta pudiera ser la última; me he encariñado bastante con ella en estos últimos cincuenta y un años— para emprender nuestra marcha diaria a una más que notable velocidad ambulatoria, y me consuela en este momento la noticia que leí hace unos días en alguna página digital que hablaba de la relación directa existente, comprobada por los investigadores, sobre la velocidad y vivacidad de la marcha de cualquier persona y la expectativa de años de vida que le quedan, aunque eso, como todo, tan solo está en manos de Dios. También, por si fuera de interés de algún lector de edad provecta, existe relación con la longevidad el poder ser capaz de aguantar en equilibrio, con una sola pierna, mientras la otra está levantada del suelo hasta que el muslo quede horizontal al mismo, durante al menos diez segundos. Y me asombra saber qué gran preocupación tiene el ser humano por vivir siglos interminables. La mía, no es tanto la edad con la que vaya a subir a la barca de Caronte, previa recompensa al hórrido barquero —yo no soy Heracles que la abordó sin pagar, por ser quien era, ni tan siquiera un gobernante de progreso falconiano—, sino el ser capaz, durante los años que me queden de vida, de no perder mi continua inclinación por aprender y conocer mejor el mundo que me rodea —también a mí mismo—, y vivir en plenitud, con ilusión y energía la misma que me anima en estas postreras calendas vitales. Vivir, como reclamaba Ortega con pasión constante de ojos muy abiertos, como un arquero que siempre debe apuntar, no a uno, sino a diversos blancos de su preferencia. Abordar la existencia, a cualquier edad, intensamente, lúcidamente, apasionadamente, generosamente, agradecidamente cada instante del día, y no ser un cadáver ambulante de andares inestables, ideas prestadas, y mente permeable a las destempladas e interesadas voces del momento; carne de sillón televisivo, que digiere, estólido, un descarado torrente adoctrinador, o seguidor de negocios futbolísticos —este deporte ha perdido todo su romanticismo de otras épocas—, o de mítines vociferantes, o saraos diversos y convocatorias multitudinarias de cualquier orden.

Harían falta muchas vidas para que llegara un día de aburrimiento. Muchas existencias para satisfacer tantos impulsos diversos como los que nos acompañan desde la cuna. Una existencia nueva para estudiar el pozo sin fondo de las partituras inefables del genio Bach —siempre ha sido parte de mi cotidianeidad. Ahora acompañan mi escritura sus deliciosos y sugerentes Tríos Sonatas para órgano—. Otra para bucear con detalle en las aguas profundas, inabarcables, del Antiguo Testamento, que, por si alguien aún lo duda en tiempos postconciliares y sinodales, es palabra de Dios —creo en la inerrancia de la Escritura—. Otra para dedicarla a los clásicos griegos; desentrañar por fin si Homero existió realmente, o sus obras eran tan solo un compendio de escritos de autores diversos. O deleitarme con la poesía y belleza que emana, como torrente impetuoso, de las soberbias y desgarradas tragedias de Esquilo, que encierran múltiples lecciones para el hombre de este siglo. Una más para emprender exploraciones por regiones agrestes del planeta jamás holladas por pies humanos. Varias, para conocer mejor a las personas y ser capaz de llegar hasta el fondo de sus corazones, lo cual resulta una aventura, pues, la mayoría de ellas jamás han explorado tales abismos. Otra vida para dar la vuelta al mundo por cada océano en un velero gobernado por la brújula de mis manos, desafiando calmas de vientos congelados, o tempestades furiosas al doblar el Cabo de Buena Esperanza. Y aún otra para explorar regiones ignotas del universo intentando escudriñar y desentrañar los misterios del mismo, y conocer nuestra posición real en tan vasta inmensidad. Y varias, para estudiar Física Cuántica, Astronomía, Filología Clásica, Historia de la Filosofía, Piano y Órgano, Geología Histórica, Climatología, Retórica, Historia y Cultura andalusí… o Griego Clásico, asignatura de la que me he matriculado que está incluida en el elenco de créditos de un estimulante y evocador Microgrado de la UNED: Estudios de la Antigüedad, que comenzaré a alternar en este curso con las última asignaturas del Grado en Lengua y Literatura españolas.

Pero sigo atorado, congelado, en pleno cambio climático, sin ideas. No tengo más remedio que alumbrar un tema, porque se me acaba el tiempo y ya está bien de digresiones inútiles, que no hacen sino distraer al lector y hacerle pensar que mi mente es un bazar persa, o una encuesta del CIS, y va a perder el interés por seguir el curso de estas páginas apresuradas, espontáneas, más con escaso orden argumentativo.

Se me ha acabado el café. Ahora echo al coleto otro vaso de agua helada de Los Villares, la que bebemos a diario en la zona donde vivo. La que va a Jaén, despeñándose desde Riofrío hasta el valle del Eliche, ascendiendo más tarde por artesianismo por largos tubos que alcanzan la carretera y la falda sur del gigante Jabalcuz, coronan el Portichuelo y enfilan su contenido camino de los Jaenes donde en alquimia diversa se mezcla con la procedente de otros sondeos, o con la propia del pantano de Quiebrajano, se clora, más tarde , a discreción, para ser canalizada hasta los hogares de la capital, aunque me consta que ya no tiene el mismo sabor que aquella que bebemos al pie de la Cueva del Contadero, abrigo rocoso tallado en Las Cimbras, la formación dolomítica que enfila hacia el norte cabalgando agresiva sobre materiales geológicos más modernos —la Orogenia Alpina fue demoledora—, generando, cerca de la capital olivarera, el afloramiento de las Peñas de Castro, lugar añorado de mi infancia y juventud, pues tantas veces las vi dorar su cara oeste al ocaso de los días del estío, cuando un sol agonizante las pintaba de mandarina, escarlata, y, por fin el azul Francia que voceaba la llegada de un funeral celeste de estrellado luto, heraldo de la noche profunda y su réquiem silente y estremecedor. Y yo quedaba embobado, con el libro sobre las rodillas, regulado el ritmo cardíaco por los primeros compases del aflautado y exacto metrónomo del autillo, vigía tenaz de las sombras, apostado en las ramas del olivar próximo.

SEPTIEMBRE SE LLEVA LOS PUENTES

Estaba en la playa. Por eso me he perdido la gran tromba de agua que cayó sobre esta zona el pasado día 21 de septiembre arrasando el asfalto de la cuesta de subida a mi casa villariega. Aún recuerdo aquel agosto de 1996, cuando casi no pudimos bañarnos en tal verano debido a la frialdad de las aguas de la piscina, culminado el día 15 con una gran tormenta que asoló los alrededores de Los Villares, y sembró el caos y desconcierto en el Puente de la Sierra, y el Puente Jontoya, por la gran riada ocurrida que estuvo a punto de causar una dolorosa pérdida de vidas humanas. Podría haber sucedido si la tormenta primera hubiera sido nocturna y no hubiera dado tiempo a organizarse en la oscuridad. Yo vi la gigantesca avalancha en el puente del río Eliche junto a un paisano de avanzada edad que decía no recordar nada semejante en sus años de vida; son cosas que se dicen siempre. Es quebradiza la memoria de estos temas. Por la noche descargó otra tromba de agua similar, pero afortunadamente, el Puente de la Sierra estaba ya desalojado de familias y se pudieron evitar desgracias mayores.

La formidable avenida de este año, ha arrastrado una masa caótica e ingobernable de agua, ramas, barro y piedras, y ha levantado de raíz el piso de la calle que hoy mismo ya han comenzado a limpiar, antes de volver a ser asfaltada. Lo siento por muchos olivareros que ya tenían hechos, con primor de sopladora, sus ruedos, limpios e impolutos, para proceder a la recogida de la escasa cosecha de este año, y deberán volver a adecentarlo todo, pues el caos provocado por la torrentera ha sido memorable.

Veintisiete años llevo veraneando por estos pagos, y veintidós viviendo de manera permanente en ellos. Una vida tranquila y relajada. Amaneceres de ensueño. Mañanas luminosas otoñales, o heladoras en tiempo navideño y de Reyes. Noches de luminarias celestes y luna de plata. Canto de mochuelos y cárabos, cuyas nanas ululantes activan el descanso nocturno, ladridos de perros lejanos, rumor del viento, paz absoluta, mucho mayor en épocas no estivales, cuando los “forasteros”, como llaman los villariegos a los capitalinos que poseen segunda residencia, vienen a pasar sus ansiados meses de descanso, porque entonces el nivel de ruido sube un tanto. Ya sabemos el pensamiento consuetudinario del jaenero que declama tajantemente una insólita y lapidaria frase que reza así, cuando alguien osa protestar de tanto bullicio: “ Oye…que los campos son los campos”…; es decir, lugares donde está permitido todo tipos de fiestas, celebraciones, músicas —por decir algo—, y emisión de ruidos intempestivos que no tengan en cuenta al vecino de al lado, lo cual no comparto en absoluto, y sería prohibido tajantemente en cualquier otro país europeo. Pero en los momentos peores del verano tomo las de Villadiego y me aposento en las playas cartageneras de La Manga que visito desde mi juventud de enamorado de unos ojos de miel, para gozar de sus aguas cálidas, de las frutas y verduras de la huerta murciana y de la comarca del campo de Cartagena, del buen y recio pescado, de salazones de sabor único, milenario…, de un frescor perpetuo y de buenos amigos de tantos años que me permiten simultanear mi amor campestre, mis paseos por montes y serranías del resto del calendario, con largos baños salinos, ágapes de ensueño, tertulias entrañables sobre la fina arena, y marchas legionarias a lo largo de su prodigiosa barra de arena aliviada la temperatura por la perpetua brisa de ambos mares.

LLAMANDO A LAS MUSAS

Recién llegado de aquella Arcadia marina en la que paso un estiaje de casi dos meses ahora todavía estoy algo confuso recordando con nostalgia la cambiante paleta de azules de la mar por la que arribaron fenicios, griegos, cartagineses y romanos, y la sinfonía de las olas —unas veces allegro con brío, otras, andante moderato, y muchas más este año convertida en rumoroso e interminable adagio — que no ha dejado de acompañarme en este tiempo. Por eso me encuentro algo perplejo en mi reencuentro con el olivar y la serranía, y no sé qué escribir en este momento, por cuanto no voy a seguir devanándome la sesera intentando alumbrar un tema que, en otras ocasiones, llega en un segundo conducido por las musas desde sus aposentos celestiales, sobre todo por Calíope, primera entre las nueve olímpicas inspiradoras, compañera de reyes, que lo es de la elocuencia, la poesía, la verdad y la belleza. Pero… ¡no la descubro por los alrededores, por más que la convoco a mi presencia! Lo mismo está dándole clases particulares a alguno de nuestros destacados políticos, y le queda una larga tarea… Por tanto, lo dejo para otra ocasión.

Ya en casa tras la caliginosa atardecida, retoco el artículo para intentar poner el punto final. Y así va a quedar. Es el momento de tomar las primeras nueces y jugosos y sanguinos madroños de la temporada que cría mi hija Teresa en las alturas de la Pandera, acariciar a uno de nuestras gatas romanas, Maya, que lanza un triple y corto bufido gutural parecido a la pronunciación de la letra griega kappa —es cariñosa pero, no le gusta que la tomen en brazos—, salir al exterior a rendir pleitesía a la luna creciente de octubre, que siete lunas cubre, bostezar relajadamente, tomar mi libro de Simenon, que describe al entrañable, socarrón y humano Maigret resolviendo un crimen en Holanda, para ir temprano a la cama —yo me acuesto a las nueve y media, leo media hora en el lecho, y, a las diez, apago la luz—, porque tocan diana espontánea, sin despertador alguno, a las cinco y media y hay que saltar de la calidez de las sábanas, solucionar problemas mingitorios apremiantes y salir al jardín para quedar extasiado ante la grandiosa constelación de Orión, que nos saluda en las alturas estas madrugadas con su trémula candela plateada dibujando la figura del gigante cazador en los cielos. Después vendrá un desayuno más que sustancioso, un primer y apresurado paseo perruno por los alrededores, una confortable ducha y al hotel villariego a tomar un segundo café, y volver a decir a mis lectores que he terminado el artículo tal como lo inicié; sin saber de qué iba a escribir. Ya vendrán tiempos mejores y más inspirados. Porque hoy me asemejo al Tribunal Constitucional. Estoy atascado. Espero que mi mente no caiga en manos del Progreso. Sería una tragedia. Llamaré a las Musas en mi ayuda:

¡Oh, Musas Olímpicas de dulces palabras!, ¡hijas de Zeus portador de la Égida! ¡Oh dulces musas dueñas de olímpicas moradas! ¡Vosotras que todo lo sabéis haceos presentes y venid en mi ayuda para que salga de la oscuridad en que me encuentro…!

Foto: Calíope, la musa de la elocuencia, la poesía y la belleza. (Tomada de Internet)

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