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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR /

Melancolía en septiembre eso solo me quedó de ti…, esa nostálgica melodía de los años sesenta en la voz de  Peppino di Capri —aunque también la cantara nuestro roquero setabense Bruno Lomas, o la entonara la trompeta mágica del teutón Roy Etzel—, marca impresiones añosas de la agonía  del verano en mis años mozos con todo su cortejo de añoranzas de lo vivido con pasión juvenil en el estío, y la incógnita de lo que depararía una nuevo cruce de caminos. Y un tropel de imágenes discurre por la mente: tiempo de tormentas grandiosas, de carreras alocadas desde la silla del cine de verano ante el chubasco, de olor dulzón e inexpresable a tierra mojada, de vuelo rasante de la mariposa de las primeras hojas cobrizas planeando desde sus verdes posaderos estivales, de expectativas ante un nuevo curso plagado de desafíos ignotos. Tiempo de espinillas, de insatisfacción desconocida, de canastas certeras a media distancia, de chatos de vino compartidos en tabernas recónditas de los barrios altos, de sueños inauditos, de proyectos fastuosos, de cambios hormonales, de inquietud permanente.

Ahora, muchos años después, en el septiembre manso y evocador de una idílica costa arenosa en que se abrazan dos mares, escribiendo de madrugada junto al mascarón de proa de la terraza bajo el adamantino fanal de Venus que anuncia el alba, mientras abajo rompe invisible sobre la playa la nata melódica del mar murciano, y los últimos destellos del faro de Cabo de Palos y de las Islas Hormigas son ráfagas de luciérnaga que me sorprenden en mis cavilaciones, ya no siento idénticas impresiones, aunque recuerdo las pretéritas como si las hubiera vivido ayer mismo, pues nada se ha difuminado de mi mente en todo este tiempo. Puedo oler la colonia Tabac —todavía la uso para que no prescriban los recuerdos— que solía llevar en la época, ventear mi estado de ánimo de cada momento, aspirar el aroma inefable de una blonda y sedosa cabellera de mujer, percibir como algo actual los sentimientos de aquel adolescente que, por diversas circunstancias, debía trazar con sus propios medios su rosa de los vientos vital, para lo que se hizo contramaestre, y  aprendió a gobernar su nave de guerra y a ser él mismo a base de equivocaciones y tropiezos hasta diseñar una coraza sólida con la que ha sabido capear temporales y galernas que incluso a muchos fuertes caracteres hubieran desarbolado la barca de su destino. Y es que si no hubiera sido capaz de crear mi propio mundo, ¡quién sabe si hubiera languidecido, mustio y estéril, en el de los demás! Ahora, en la recta final de la existencia, me siento poderoso, lúcido, plácido, nostálgico al volver la vista atrás en brazos de esa sensación ingrávida que la melancolía traza sobre las sendas de la piel y el corazón.

BENDITA AMIGA MELANCOLÍA

Melancolía, esa felicidad etérea que se regodea, placentera y grácil, sobre  cierta congoja. Ese recuerdo inconsciente de tiempos pasados, pues todo recuerdo —he dicho, todo— lleva una  carga indeleble de melancolía. Una agridulce sensación que pone a prueba tu equilibrio anímico. Una amiga  siempre para mí bienvenida, aunque nuestra gran mística abulense no la deseara para sí, al decir de ella que: tristeza y melancolía no las quiero en casa mía... Pero son conceptos distintos. Pues melancolía, esa tenue y sutil tristeza, esa nostalgia inasible, según Carlos Gurméndez, el filósofo y escritor español de origen uruguayo, no es depresión, sino más bien acción, porque la tristeza puede llegar a derrotarnos, más la melancolía tan solo nos sumerge en un estado de quietud transitoria del que resurges para rastrear con la linterna del recuerdo mundos nuevos e inexplorados  que columbras en tu horizonte vital a cualquier edad. La melancolía nos impide caer en el abismo de una fatal amargura, nos lleva  a una reflexión serena y suaviza tanta aspereza existencial, afirma el escritor citado cuyo preciado ensayo, La melancolía, he vuelto a releer con calma estos días, acordándome de Emilio Lara, nuestro gran escritor jaenero, que me lo regaló hace unos años; amigo cercano al que tanto gusta este mar murciano frente al que escribo con avidez, aun sintiéndome melancólico de otras impresiones que guardo grabadas a fuego y tengo que extraer con amor desde las alacenas del alma para pergeñar el escrito.  

Bendita melancolía de encuentros, paisajes y estados de ánimo, de noches de luna de topacio recién parida reverberando entre penumbras trazando sendas por las procelosas aguas, de personas que cruzaron por nuestro horizonte vital dejando una huella profunda que no hemos sido capaces de borrar. Melancolía, apacible sentimiento que nada tiene de anárquico o perturbador, como la insondable tristeza, o el pozo sin fondo de la depresión, sino que es placentero, suave, agradable, íntimo, ensoñador y confidente, pues siempre te habla de ti, cada vez con tonos diversos, ya que cada recuerdo es una recreación de lo ya vivido, le añade al rememorarlo una nota de distinción distinta que en su día no percibiste. Recordar es volver a vivir, es recrear un nuevo universo con lo ya vivido. Es un acto creativo. Algo así como dice la teoría de los universos paralelos, en la que, según el físico David Deutsch, en cada encrucijada vital, cuando te decantas en tu ensoñación por un camino que no tomaste en su día, creas un nuevo universo físico en el que se desarrolla minuciosamente lo presentido, lo pensado, lo que deseaste y no terminaste de elegir. Maravillosa, pero inquietante posibilidad. Como muchas de tus decisiones dependieron de sucesos aleatorios, existen otras versiones de ti, igualmente reales en otros universos que eligieron otras posibilidades y ahora están marcadas por sus consecuencias. Hay universos infinitos, muchos de ellos muy parecidos a los nuestros con ligeras variantes, muchos otros muy distintos, Cada vez que imaginas algo abres una nueva línea, un nuevo cosmos articulado en torno a tu decisión. Eres pues creador de mundos, administrador de infinitas posibilidades. Pues ¿qué es sentir el puñal de la nostalgia sino generar en el recuerdo nuevas variantes sobre la historia original?

Melancolía, sensación que elaboramos nosotros, pues la elegimos, y es génesis primordial de belleza; una misteriosa belleza que nos hace convertir el dolor de la tristeza abisal en un goce melancólico como es el de volver a saborear los recuerdos más preciados. Me pasa como a Baudelaire, el poeta maldito, que apenas podía concebir tipo alguno de belleza que no estuviese impregnado de melancólica nostalgia. La melancolía es quietud, nunca desesperación, es ataraxia, sosiego, serenidad, ensimismamiento, pero jamás desesperación y esquizofrenia tan frecuente e inconsciente en una postmodernidad sin rumbo ni sentido. Es el mejor refugio del yo que evita la despersonalización del hombre moderno y su cruel desesperanza camuflada entre risas huecas, inútiles bullicios, ideologías convertidas en religiones de dogmas inapelables, cuyos repetidos fracasos no alientan a reconvertirlas, sino a perpetuarlas. Son sustitutas del pensamiento propio, enemigas de la individualidad y la libertad personal. Melancolía que rehúye esa actividad sin cuento, frenética, pero tantas veces vacua del hombre moderno; una huida de sí mismo que le evita plantearse el vacío existencial al que hemos llegado paso a paso de la mano de una técnica sin alma que hace tiempo dejó de ser ciencia, de la cuidadosa supresión de todas las certezas adquiridas a lo largo de los siglos, de una arrogante soberbia humana que nos hace recordar la frase que dirigió la sierpe en el Edén a nuestros primeros padres: Si coméis de ese fruto se os abrirán los ojos y seréis como dioses… y en ese endiosamiento estamos empeñados; un triste autoengaño que conlleva un futuro incierto, y  tantas veces a la pérdida total de la esperanza, el rótulo que campeaba en el dintel de  la puerta del infierno según nos cuenta el Dante en su portentosa Divina Comedia.

Todas estas reflexiones me han surgido al quedar liberado de la presión de los exámenes que he abordado recientemente en el soberbio edificio de la UNED cartagenera. Tras finalizarlos he quedado libre, abierto a otras posibilidades desmontando por unos días mi minucioso plan vital de los últimos meses. Siento esa liberación que todos recordamos de nuestra juventud cuando ponías el punto y final de un examen particularmente complejo, en un momento en que ya te daba igual aprobar o suspender, tan solo desprenderte de esa carga agobiante que te aplastaba hacía tiempo. En mi caso ya no temo a esa presión pues estudio por verdadero placer, por auténtica vocación de aprendizaje continuo —sin duda la mayor pasión de mi existencia —, pero nadie quita el experimentar parecidas sensaciones a las de aquél ingenuo estudiante de hace más de medio siglo. Por eso al terminar la última prueba disfrutas en los primeros días de la recobrada libertad hasta que vuelve a faltarte algo y estás deseando matricularte para comenzar de nuevo. Mientras tanto, lees, y vaga la mente deleitándose en el baúl de los recuerdos. El ocio y molicie te hace caer en brazos de una sutil melancolía y afloran los recuerdos que saboreas con paladar lento y preciso. Pero todo llegará a su tiempo, cundo en unos días me enfrente a nuevas asignaturas y trace un plan de trabajo para los próximos meses.  

 ¿QUÉ ES EL TIEMPO?    

Ahora ha surgido la reflexión sobre las impresiones del pasado, esas que jamás han dejado de acompañarme en mi periplo vital y son una carga preciada de la que no te quieres desprender, aun comprendiendo, a estas alturas, que pasado, presente y futuro, están confundidos en el mismo plano temporal, y que nuestra percepción del tiempo es pura ilusión de los sentidos. Existen recuerdos antiguos que están tan presentes como el día que los viviste, y otros más recientes que parecieran no haber sucedido nunca, pues no dejaron huella alguna en tu interior. San Agustín profundizó en el concepto de tiempo en sus Confesiones. Él decía: Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido?”. A mí me sucede como al santo de Hipona. El tiempo si nadie me lo pregunta sé lo que es, pero si quiero explicar lo que es a mis lectores no sé cómo hacerlo. Quizá escribiendo, surgirá inconscientemente mi idea del mismo con la que alguno de ellos podrá sintonizar. Los recuerdos, la deliciosa suavidad de una melancolía reflexiva es mi modo de abordar ese tema que tanto nos preocupa a los humanos.

Melancolía de otros tiempos recreados en la memoria a los sones del lírico y delicioso adagio molto e cantabile de la novena sinfonía de Beethoven, mientras el mar de todas las culturas, ahora en la tarde, azul y rizado, rumorea su sempiterno arrullo de espuma sobre esta playa de fina arena cargada para mí de recuerdos imborrables. Nostalgia de otros tiempos, de otros modos y costumbres donde los hombres tenían virtudes como las ciceronianas de la templanza y la moderación, pero sobre todo poseían el decorum romano; ese compendio de virtudes que hacen al ser humano, discreto, correcto, firme, elegante, cortés, educado, reservado, pero cercano, equilibrado. Es decir se debe ser fuerte y viril, moderado y justo, lo decía el insigne jurista y filósofo de Arpino, pero siempre decorosamente, virtud ahora tan olvidada y prostituida en tiempos banales que a algunos les parecen edénicos, aunque yo no termino de ver los arriates floridos, las apacibles y mélicas corrientes de tales supuestos paraísos del progreso indefinido.

LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL SER

Estática y quieta melancolía, hogareña y entrañable, reflexiva y creadora, rosa segura de todos los vientos, tan lejana a ese sentimiento de inquietud permanente que tiene el hombre de esta época en su frenético deambular sin ritmo ni brújula vital, intentando no pensar ocupado todo el tiempo posible en minucias que le permitan no quedar a solas consigo mismo, pues le causaría una ansiedad difícilmente asumible, pues no tiene asideros interiores donde agarrarse para hacerle frente a los vendavales vitales que soplan desde cualquier dirección. Se han olvidado de su yo interior, donde residen todas las respuestas, lo han sustituido por un dinamismo impersonal, por una carrera continua hacia ninguna parte. Es el hombre ambulante; el corredor de fondo que nunca atisba la meta. Ha quedado sin raíces que le den estabilidad, a solas con su ligereza anímica; esa insoportable levedad del ser de la que hablaba Milan Kundera.

Me levanto para movilizar las articulaciones dormidas. Desde la otra terraza observo redondo tizón solar que ha cruzado el Mar Menor y pone rumbo al ocaso en dirección a esa ciudad de los vientos y los sueños en la que pronto me encontraré tomando unos tallos crujientes en la calle Álamos —“del país”, por supuesto; los “de patata” son para canónigos y vicetiples de zarzuela— con buenos compañeros, rememorando viejas historias que nos hicieron sentir idénticas impresiones en aquel añorado colegio y en las calles de esa ciudad pina, sencilla y entrañable donde aprendimos a vivir, y que ahora me agobian con unas imágenes que me hacen sentir una irremediable y deliciosa melancolía. Porque, tal como piensa mi venerado Jung: la palabra felicidad perdería su significado si no estuviera equilibrada con cierta melancolía, nostalgia  y tristeza. Y mientras cierro el ordenador, cuando el sol se desploma incendiado sobre la azulada sierra cartagenera, y Bach grita eternidades en el alma, resuenan en mi mente los ecos de los primeros versos de la Oda a la melancolía de la poetisa y escritora inglesa del siglo XVIII, Elizabeth Carter: ¡Ven, melancolía! Poder silencioso, compañera de mis horas solitarias Tú, huésped ideal, dulcemente triste, con todos tus encantos reconfortantes, complace mi mente pensativa…

                                 Ramón Guixá Tobar.

Foto: La suave luz de la melancolía. (El autor).

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