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Por JAVIER LÓPEZ / La idealización del pasado es un lugar común sin base probatoria. Otra cosa es que la memoria lo coloree por conveniencia. Quiero decir que la memoria es costumbrista en defensa propia. Por eso, en el pasado de los niños de la Transición no habita Buñuel, sino Mariano Ozores, preámbulo del primer Almodóvar. Y, por lo mismo, en el pasado de los jóvenes de la Transición no habita Arias Navarro, el sollozo del régimen, sino Adolfo Suárez, preámbulo del primer Felipe.

Con la victoria del primer Felipe concluye la España feliz alumbrada en el 78 y se inicia un período de sombras, los ochenta, que no son una época, sino una escabechina, en la que, al menos en mi caso, abundó la droga, el descampado y tres o cuatro amagos de infartos por amor. La idealización del desengaño, del corazón roto, motiva, sin embargo, que califique esa década como prodigiosa, cuando la buena para mí y para España fue la de los ilusorios noventa.

En los noventa reverbera la onda gravitacional del Big Bang del régimen del 78. Quiero decir que en los noventa se refleja la luz de una política extinguida en los ochenta. ¿Los convierte eso en espejismo? Peor aún: los convierten en trampantojo. Y en trampantojo seguimos. El régimen de libertades permanece sólo en apariencia. Y sólo los defienden los románticos. Si hay quien lo añora es por aquello de que de las grandes verbenas uno no recuerda las resacas sino los besos.

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