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Al final lo que podía salir bien el 8 de marzo, saldrá mal, porque, como en tantas ocasiones, el afán por patrimonializar y politizar una causa, convertirá una reivindicación justa y necesaria en un conmigo o contra mí. El enfoque, al principio, era el adecuado, pero la ansiedad de unos por apoderarse del tema y la respuesta hostil de otros por rechazarlo, convertirán la huelga en una simple guerra de cifras y opiniones.  

Que las mujeres hemos mejorado mucho con respecto al pasado es una realidad, un hecho cierto, un dato objetivo. Faltaría más, pero el hecho de que ya no necesitemos autorización paterna o marital para tener un negocio o abrir una cuenta corriente, que podamos acceder a cargos públicos o directivos o que, incluso, podamos aspirar a profesiones tradicionalmente ocupadas por hombres, no significa que no podamos reivindicar nada más o mejor dicho, que no podamos reivindicar poderlo materializar. Porque eso sería tan absurdo como afirmar que, como en España ya no pueden trabajar los niños  y la jornada laboral es de cuarenta horas semanales, el mercado laboral es perfecto y las conquistas sociales ya no pueden ser mayores.

Cierto es que nuestra situación es mejor que la de nuestras madres e infinitamente mejor que la de nuestras abuelas o bisabuelas, pero también es verdad, que como, acertadamente escribía esta misma semana Victoria Prego, superados los grandes retos, nos hemos relajado y nos hemos creído que la igualdad se había alcanzado. Quizá sí desde el punto de vista formal, pero la realidad es otra y es necesario verla desde todos los ángulos, no solo desde el que nos afecta a cada uno de nosotros.

La brecha salarial existe, por mucho que haya quienes, por sus particulares circunstancias, miren al resto de la sociedad con cara de asombro. El techo de cristal es una realidad en muchos sectores, la conciliación familiar y laboral es una utopía para muchas familias y el acoso sexual en el trabajo no es una leyenda urbana. Sin embargo, la necesidad de mejorar no puede concebirse como un enfrentamiento entre hombres y mujeres porque, ciertamente, la culpa y la responsabilidad de todo esto es compartida.

Por eso el problema no se soluciona con una huelga radical mal llamada feminista, porque, a mi modo de ver, tal y como se ha enfocado, sus convocantes la han convertido en un “dejadlas que hagan huelga para desahogarse”. El propio Alberto Garzón, líder de Izquierda Unida, invitaba en Twitter a los hombres a hacer nuestro trabajo el jueves para que nosotras pudiéramos ir a la huelga. No, Alberto Garzón, no se trata de que mis compañeros hagan mi trabajo mientras yo salgo a reivindicar mis derechos, se trata de que mis compañeros también dejen un día su trabajo para salir a reivindicar nuestros derechos.

Tampoco se trata de hacer una huelga a la japonesa para demostrar lo mucho de lo que somos capaces, como señalaron Cristina Cifuentes o la ministra Isabel García Tejerina, porque lo que a lo mejor ellas no saben es que muchas mujeres (y hombres) en España ya viven en una eterna huelga a la japonesa involuntaria e impagada.

Durante mucho tiempo se pensó que la solución pasaba por exigir cuotas, cuando en realidad pasa por facilitar las oportunidades, porque no creo que las mujeres necesitemos exigir cupos para alcanzar responsabilidades, sino medios para que todas podamos aspirar a ocuparlas. De lo contrario, nosotras mismas somos y seremos nuestros peores rivales.

Lo primero que estudié en Derecho Constitucional es que la igualdad consiste en tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. Por eso no creo que debamos centrarnos en reivindicar nada como mujeres, sino de reivindicarlo como personas, es decir, como iguales. Y es que debemos interiorizar que nosotras no necesitamos ser tratadas mejor o peor por ser mujeres, sino que simplemente merecemos tener un trato igualitario cuando estemos en igualdad de condiciones. 

 

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