Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Mi adorada rutina se recrea en la confortable degustación de un café cortado en el hotel villariego, mientras las primeras pinceladas del alba toman posesión del cuadro del oriente celeste. Soy un amante del amanecer, desde aquellos veranos de mi infancia en la Casería de Piedra, cuando me tiraba de la cama como un resorte, bajaba de puntillas las escaleras y tras levantar con esfuerzo las pesadas trancas de hierro del portón que daba acceso a la lonja era recibido por el cantarín alborozo de aquellos inolvidables perros cortijeros: Bocanegra, Choli, Tarzán… —enloquecida la veleta de sus rabos, vibrante el ritmo caribeño de sus caderas—, y quedaba mudo de asombro ante el mistérico juego de luces que se sucedía sobre las Peñas de Castro pregonando la alborada. Ver amanecer es algo que me hace feliz, siguiendo el exacto y cromático calidoscopio que navega desde las sombras hasta esa indescriptible aurora de dedos rosáceos como la definió Homero en sus profundos poemas épicos.
Mi adorada rutina me hace tirarme ahora de la cama como un resorte, a las cinco y media de la madrugada, planear en vuelo rasante sobre las escaleras como un supermán terrestre —con legañas y en pantuflas—, tomar tierra en la cocina y prepararme un sustancioso desayuno pues, no teniendo luz aún conviene almacenar energía para posibles encuentros con la kriptonita cotidiana. Y hacerlo en compañía de Bach, de una conferencia de la Fundación Juan March, o de un elegido video de You tube, alejado ya de programas radiotelevisivos de sentencias inapelables, tertulianos sabelotodo, e inyectables de publicidad en vena de una soberana estulticia —teré, teré, teré…, yo lo voceo así para al menos pronunciar el nombre de mi compañera de casa—
Tras la ducha preceptiva abro el hotel junto a Nerea, Illo, Carlos, o quien le toque cada jornada, tomo asiento en mi mesa de siempre de cara a Las Cimbras, y degusto mi café cortado acanelado tras el que doy cuenta de un vaso de agua helada con un comprimido de vitamina C disuelto en ella, antes de que razón y sentimiento me impulsen teclear con velocidad de vértigo sobre el portátil para escribir ¡qué se yo qué historias!, mientras contemplo a los clientes aún somnolientos que van aposentándose en la barra y atiendo, entre dos líneas, sus conversaciones y dichos rituales, siempre iguales, pero cada día adornados de ciertos matices que no me pasan en absoluto inadvertidos.
SEMANA SANTA
Terminó la Semana Santa que he vivido apasionadamente, tras el afanoso periplo cuaresmal. He comprobado cómo han mejorado en su expresión externa muchas cofradías de la ciudad, aunque hay cosas que aún no terminan de gustarme, pues responden a copias miméticas de otras latitudes, sin depurar. No me gusta tanto vocerío ridículo delante de los pasos, tantos aplausos de la multitud como si asistieran a espectáculos circenses del Circo del Sol y no a manifestaciones de fe, tantos concursos fotográficos y raid de micrófonos en mitad del cortejo, tanta estridencia de algunas bandas que parecieran tocar melodías de una estructura inconcebible —y a veces, hasta incognoscible—, tanto juego de luz y sombras como si fuera un acontecimiento televisivo, tanto baile, atrás adelante, para provocar el entusiasmo de la multitud, tantos desafíos de costaleros a ver quién saca más pasos y desarrolla más callo cervical. A veces pienso que estamos desvirtuando nuestra Semana Santa, y pese a sus evidentes logros en la ciudad no puedo dejar de recordar otro tipo de impresiones de la infancia: la palma de ramos cruzada sobre la cancela, las entrañables costumbres cuadragesimales, la saeta espontánea desde la reja florida, el lamento mistérico del cucharillas, cucharones en la madrugada, el pétalo de rosa que se duerme en la cabellera del nazareno, el eco de la sencilla trompeta lejana, la señal de la cruz trazada con mano temblorosa por la viejecita de negra toquilla, el recuerdo de los que tanto hicieron en su día y ya no están con nosotros… Me parece que lo estamos todo sacando de contexto. Todavía creo en la labor fundamental de las cofradías en estos tiempos de relativismo total, de fe débil y formación religiosa escasa. Tienen la misma función que hicieron a través de los siglos: la de expresar públicamente los misterios dolorosos y redentores de nuestra fe: impartir una catequesis plástica y directa que llegue al corazón y la mente de quienes contemplan el paso de sus cortejos penitentes, que participan en un culto público y no en una cabalgata ferial. Desde dentro lo entienden cada vez mejor, a los espectadores aún les queda camino por recorrer. Pero conviene irlos educando si no queremos prostituir del todo tradición religiosa tan bella y sagrada.
Estuve, un año más precediendo el discurrir sereno, serio, sentido, del Señor de la Buena Muerte, y el Viernes Santo fui con un matrimonio amigo hasta Sevilla, pues hacía años que quería presenciar determinados cortejos cofrades de esa tarde tristísima de funeral celeste, de traje oscuro con corbata negra, de gestos cansados y cielos de plomo. Contemplamos el paso de la Hermandad del Cachorro, por la calle Castilla. Un prodigioso crucificado del siglo XVII, aunque de inmediato recordé a nuestro señor expirante jaenero, del que pienso junto a mi amigo Joaquín Cruz y algún destacado crítico de arte, que es sin duda la mejor talla de crucificado del siglo XVIII, de una delicadeza que raya lo divino. Y a la delicada Virgen del Patrocinio caminado con levedad y ternura sobre el rosado arriate de su paso de palio. Una talla singular de Luis Álvarez Duarte, que guarda en su interior las cenizas de la antigua que fuera pasto de un incendio de su capilla en los años setenta. Después nos inclinamos ante el Nazareno de la O, el jorobaíto de Triana, como lo llaman por allí. De inmediato los faroles de su trono me recordaron a los de Jesús de los Descalzos. Más tarde moviéndonos con agilidad septuagenaria entre la muchedumbre conseguimos situarnos en lugar preferente en la esquina de las calles Santander y Temprado, muy cerca del Hospital de la Caridad, para presenciar el cortejo serio y elegante de la Hermandad de la Carretería, de acusado sabor romántico pese a haber sido fundada en el s. XVI. Media hora de paso de una comitiva que no hacer la menor concesión a la galería en su caminar ordenado y sobrio. Con un paso de misterio que conmueve por la belleza de ese trono de madera oscura tallado en forma de hojarasca con una gruesa soga dorada que anuda el conjunto, al que llamó, el gran Antonio Burgos, el barco del carbón; altar sublime del misterio del Santísimo Cristo de la Salud y María Santísima de la Luz en el Sagrado Misterio de sus Tres Necesidades. Al día siguiente contemplamos la salida de la Hermandad de los Servitas y de inmediato recordé a Antonio Dubé artista y alma máter del resurgir de esta cofradía sevillana de tanta elegancia y seriedad, para, callejeando con precisión entre una multitud atlética —de ágiles piernas y móvil en ristre—, aposentarnos en la calle Jáuregui y contemplar la llegada de la Hermandad trinitaria con su imponente paso del Sagrado Decreto, que representa simbólicamente el mayor misterio de nuestra fe, y la aparición de la Esperanza, al son de músicas casi gloriosas que ya anuncian la Resurrección. Y muchas cosas más que resultaría prolijo relatar en este escrito.
Y SE HIZO LA LUZ
Días después, para celebrar mi cumpleaños, surge el gran apagón que nos tuvo en nuestra zona dieciséis horas sin luz, que aproveché para prolongar mis paseos cotidianos, e incluso contemplar al anochecer ese fuego de plata estelar que incendia el alma, y no puede verse en las ciudades, aunque aquí incluso con luz, es más visible. Nadie nos dirá la causa de tal global corte de luz. Mentirán, pondrán cebos para que piquen los ingenuos, sugerirán manos saboteadoras, dirán medias verdades, las que más interesen al grupo, y no a la mayoría de los ciudadanos. Retrasarán cualquier conclusión hasta que se olvide el hecho. En eso se está convirtiendo nuestra democracia que tantas esperanzas hizo concitar a muchos compatriotas en su día. Pero ya nos advertía Aristóteles que un mal uso de este sistema de gobierno podría conducirnos a la demagogia, que es el gobierno de unos pocos en contra de los intereses de la mayoría. Espero que no suceda esto en nuestro noble país que ha pasado por todo —y por todos también—, a lo largo de su rica historia de siglos.
EXTRA OMNES
Debería estar este escrito finalizado y enviado hace días, pero un inoportuno “apagón” del portátil que ahora está abierto en canal en el servicio técnico, me hace intentar recomponerlo de memoria —aún la conservo gracias a Dios— en este día en el que se pronunciará la frase: Extra omnes, para indicar a todos que deben abandonar la Capilla Sixtina y dejar tan solo a los cardenales electores en ella reunidos en Cónclave para elegir nuevo Pontífice. Soy muy pesimista al respecto, pues desde hace decenios existe en la Iglesia una gigantesca confusión, un innegable caos pastoral y doctrinal, además de una implacable división acentuada en los últimos años —y el no querer verlo es de un bobo e ingenuo buenismo—. Para mí es un problema tan solo de falta de auténtica fe, de una fe firme, sin fisuras. Ya no se habla de realidades escatológicas, desaparecido el concepto de pecado. El bien y el mal comienza a ser relativo, al querer adaptar la iglesia a las opiniones cambiantes del mundo, cuando debería ser justo al revés. Se prohíbe evangelizar y acercar a los alejados, cuando lo único que puede atraer de la doctrina católica es su firmeza doctrinal, su sacralidad litúrgica, su exigencia cotidiana, sus logros evidentes para el devenir de nuestra fe y cultura. Todo esto no es más que un contagio del relativismo modernista que invade nuestras vidas, nuestras convicciones íntimas, y ahora también de tantos eclesiásticos. Lo dijo el papa Montini cuando sugirió que por alguna rendija de la Iglesia se había abierto camino Satanás a su interior. Siempre ha sido tal personaje tenebroso el causante de la división humana. Y Jesús dijo que todo reino dividido contra sí mismo, es asolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma, no permanecerá». (Mateo 12:25.) Pero hay algún cardenal que en estos días ha proclamado que la unidad de la iglesia no es a lo que debemos aspirar.
En estos tiempos parece que todo es lícito, que cualquier opinión por mudable y cambiante que sea, es válida como dogma inapelable. Es una religión del sentimiento, que no de la razón. Pero yo quiero un Papa que hable de Dios y de nuestro eterno destino, y no del más que dudoso cambio climático, un Papa más cercano a la fe y tradición de la Iglesia que a la Agenda 2030, que distinga entre lo que hay que dar al César y lo que corresponde al Dios del Universo. No quiero alguien, como un candidato asiático a papable que recientemente, micrófono en mano, cantó Imagine en un escenario — la letra de esta canción de Lennon dice entre otras cosas. Imagina que no hay infierno ni cielo sobre nosotros…, imagina un mundo sin religión…proclamas muy poco indicadas para ser voceadas con voz desafinada por un cardenal de la Iglesia que aspira a gobernarla—, quiero un Papa que restaure la sacralidad en la liturgia como conviene a todo acercamiento del hombre hacia su Creador, y no desnaturalizarla, convertirla en entretenimiento. Quiero que en ella se transmita el memorial del sacrificio redentor del Calvario, y no ser tan solo una comida de amigos adornada con música banal e insustancial, homilías insípidas y gestos superficiales. Quiero una liturgia única y solemne, cuidada al detalle, y no dejada al albur “creativo” de cada oficiante. Pero, reconozco que soy pesimista, porque este es el signo de los tiempos, de este mundo complejo, pero apasionante, aunque aún no esté dicha la última palabra y confíe en que Él estará con nosotros hasta la consumación de los siglos. Por eso, aún no he perdido del todo la esperanza y le digo a Dios, como Unamuno: Señor, creo, ayuda mi incredulidad.
MI ADORADA RUTINA
A pesar de todo cuanto pueda afectarme en distintos campos, a estas alturas de la vida yo tengo el tesoro de mi adorada y entrañable cotidianeidad, de mi deliciosa rutina vital, labrada y modelada a lo largo de la existencia, del acervo de experiencias vividas y tamizadas en mi interior con el paso de los años que me otorgan una visión intuitiva y clara de las cosas. Eso ya es inconmovible, y es mi refugio, mi fuerza, mi paz, mi mar en calma, mi tesoro más preciado. Pase lo que pase en cualquier asunto público o religioso, me queda mi café cortado del amanecer con sabor a canela y telón de estrellas, el incendio del horizonte entre la luz indecisa del alba, los jardines estelares de luto y plata del cenital esplendor de la noche, mi estudios pertinaces que sacian tantas ansias continuas de conocimiento como he tenido desde que nací, mis queridos, manoseados y anotados libros, los mejores compañeros de la existencia, mi lápiz bicolor de subrayar compañero infatigable de horas de trabajo y viajes, mis amigos de siempre, mi querida Octava de Maristas, ¡tantos años juntos!, mi grandioso Señor catedralicio de la Buena Muerte, y mi Cristo expirante que me roba el alma cuando mira al cielo de Jaén y detiene el tiempo con su gesto anhélito, mi cálido mar murciano, por donde arribaron hace siglos naves fenicias y foceas llenas de tesoros, o cartagineses y romanos para jugar a la guerra en nuestro solar patrio; esos mares siameses, Mayor y Menor, que han sido escenario de tantos momentos imborrables de mi vida, mis amigos cartageneros con su melodioso acento —distinto al murciano, más musical y armónico—, mis reuniones familiares con mujer, hijos y nietos, que tanto me serenan y complacen, mis marchas por el campo clasificando especies botánicas dudosas, o en busca de fósiles aún no recolectados, mis caminatas cotidianas a buen ritmo con mi mujer… Y un baúl sin fondo repleto de pequeños, pero sublimes detalles, que son los más importantes de la existencia y me hacen sentirme pleno interiormente para encarar con serenidad la recta final de la existencia.
Me queda mi fe católica inconmovible nacida en familia y reforzada en el inolvidable colegio marista que me ha hecho encarar situaciones difíciles de la vida con más entereza y confianza. Una fe que no decae, pese al signo tenebroso y complejo de los tiempos, hasta el punto de que constituye mi soporte vital, la roca firme donde está plantada la cruz redentora que nadie podrá abatir porque es la base de la vida y la muerte. En ella expiró, por amor a todos, Dios hecho hombre para abrirnos las puertas de la eternidad.
Ramón Guixá Tobar.
Foto: Imagen de la Capilla Sixtina donde esta tarde mismo se ha iniciado el Cónclave para elegir nuevo Pontífice.