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El final de la película Blade Runner, de Ridley Scott, es antológico: el
replicante, justo antes de desconectarse, pronuncia un monólogo en el cual viene a decir que todos los recuerdos acumulados por alguien, todas las experiencias vividas, cuando llega la hora de morir “se perderán como lágrimas en la lluvia”.

A mediados del s. XX, el jesuita y palentólogo Teilhard de Chardin, en su
heterodoxa y original obra El fenómeno humano, calificó con el nombre de Noosfera a la capa que rodea la Tierra en la que confluye el pensamiento del género humano. Bueno, es una bonita manera de imaginar que el caudal de inteligencia de las personas sobrevive a ellas, que se amalgama, flota y contribuye a la evolución espiritual del planeta y de las generaciones venideras. Una hermosa teoría.

A mitad de junio, con un calor adelantado del Ferragosto, murió Emilio López Ruiz, mi tío. El paso del tiempo y la investigación histórica me han hecho reflexionar desde hace años sobre qué recuerdos colectivos y qué huella han dejado en nuestra ciudad aquellos que la amaron y trabajaron por ella en diferentes ámbitos.

He conocido muchas personas en Jaén cuyo talento, dedicación y vida han
recibido el cariño de sus conciudadanos, pero pocas que hayan concitado tanto como Emilio López. Fue un hombre conocido y querido en todas las etapas de una vida que vivió intensamente y en periodos históricos interesantes. El recuerdo de este apasionado jiennense sobrevivirá mientras vivan quienes lo trataron. Estoy convencido de ello.

Estudió en Salamanca y en Roma y conocía a fondo el Vaticano porque trató con la curia. La Ciudad Eterna dejó en él tanto poso que en ocasiones seguía viviendo en ella mentalmente aunque caminase por el Paseo de la Estación o estuviese sentado en el porche de su chalé de Los Villares. Era políglota, y las lenguas muertas, dichas por él, revivían de tal manera que su latín adquiría una sonoridad deslumbrante. Tenía un
sentido del humor acusadísimo y cultivaba una ironía de raigambre clásica. Era hospitalario, generoso, desprendido, un anfitrión desbordante, memorioso, inteligente y lúcido, conversador todoterreno, le gustaba leer ensayos y teología y no desdeñaba la novela histórica, pero su voracidad lectora la reservaba para los clásicos romanos. Era más de risa que de sonrisa, le gustaba la buena comida y sabía que era cierto que in vino
veritas. Buen caminante de campo y de ciudad, cuando paseaba lo paraban con frecuencia —sacándolo de su mundo interior— y siempre tenía una palabra amable y un gesto cariñoso en esos encuentros. Tenía naturalidad, predisposición diplomática y facilidad para congeniar con desconocidos, amaba la belleza y era comprensivo con las flaquezas humanas. No concibió jamás otra urbs que Jaén para vivir, su terra patrum.
Generaciones de estudiantes y discípulos lo seguían recordando con alegría y respeto académico, y creo que su despedida debe ser como la de los viejos romanos: Que la tierra te sea leve.

Carissimus Aemilius, sit tibi terra levis.

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