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Por PEDRO MOLINA ALCÁNTARA /

Recientemente se han cumplido cuarenta y ocho años de las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco. Técnicamente, aquellas elecciones a las Cortes Generales no suponían una ruptura formal con el franquismo, puesto que se llevaron a cabo bajo el amparo de la Ley para la Reforma Política de 1976, promulgada como Octava Ley Fundamental (recordemos que el franquismo se articulaba legalmente en torno a siete leyes fundamentales). Las Cortes nacidas de dichas elecciones optaron por convertirse en Constituyentes y, fruto de ello, alumbraron la Constitución de 1978, vigente a día de hoy.

Me atrevo a decir que existe desánimo y desafección ciudadana hacia la política, sentimientos muy legítimos cuando vemos los casos de corrupción, o el exceso de bronca y polarización política. Sin embargo, escribo estas palabras porque me siento en la necesidad ética de defender el sistema imperfecto de convivencia sociopolítica que tenemos, con el que no comulgo al cien por cien comenzando porque, como bien saben quienes me conocen, soy republicano. Ahora bien, no quiero dejar de recordar estos tres puntos:

  • Que la democracia es una forma de gobierno muy imperfecta, con sus propios fallos y limitaciones, pero es la mejor que conocemos o, al menos, la menos mala. Garantiza mejor la dignidad humana, armoniza mejor la tensión existente entre libertad e igualdad y es más permeable a enmendar errores, dada la existencia de competencia política, contrapesos institucionales, prensa mínimamente libre, etc..
  • Que la Historia demuestra el error de apostarlo todo al Mercado o todo al Estado. La iniciativa privada es una manifestación de la libertad humana y, además, es positiva para el desarrollo, el avance y la prosperidad de una sociedad. Ahora bien, sin un adecuado marco regulatorio, sin el Estado, el Mercado se torna en un caos tiránico mayúsculo: imaginemos una competición deportiva sin reglas claras ni arbitraje. Y no olvidemos que el mercado genera una serie de externalidades negativas que deben ser corregidas: asigna los recursos eficientemente pero no equitativamente, como muestra más visible de sus fallos. Por ello siempre defenderé una economía social de mercado, tal y como consagra nuestra Constitución.
  • Que el respeto mutuo es garantía de una convivencia cívica y pacífica. El trato educado, amable y cordial en el seno de la sociedad y la política va un paso más allá de la mera tolerancia a quien piensa o actúa diferente, pues requiere de tres ingredientes: un auténtico ejercicio de empatía, una convicción profunda de que quien no piensa como nosotros es igualmente digno y una renuncia a la dialéctica amigo-enemigo, dialéctica que sólo debe operar en el caso de actuaciones gravemente antisociales (aunque ya digo que no me gusta mucho la palabra tolerancia, resulta clarificador el famoso lema debemos tolerar todo menos la intolerancia misma).

Volviendo a las elecciones de 1977, quiero recordar que supusieron un punto de inflexión en la llamada Transición Española, la cual no creo que fuese perfectamente modélica ni perfectamente pacífica, pero fue razonablemente aceptable porque hizo posible la llamada concordia, una concordia nacida de cesiones parciales de todos los agentes políticos, sociales y económicos. Quizá sea cierto que el mejor acuerdo es el que no satisface plenamente a ninguna de las partes que intervienen en él.

Y quiero finalizar proponiendo una hoja de ruta muy básica que considero que una ciudadanía activa y vigilante debería exigir a la clase política, a toda:

  • Cuidado con la nostalgia, que está muy bien para recordar música de otros tiempos, que era mucho mejor que la de ahora, salvo honrosas excepciones, pero en política puede ser muy peligrosa: la solución no está en retroceder a la casilla de salida, ni en los extremos, ni en la polarización, ni en el populismo, ni en alentar el descrédito generalizado…
  • Si hay que tener cuidado con la nostalgia política, no menos hay que tenerlo con las utopías ultraindividualistas que nos venden a día de hoy los cryptobros y los gurús motivacionales de internet, que más bien pueden degenerar en distopías elitistas indeseables.
  • Defender el sistema vigente no supone aceptarlo acríticamente, al contrario: los déficits democráticos se combaten con más y mejor democracia, más y mejor lucha contra la corrupción, más y mejores infraestructuras, más y mejores estímulos a la economía, más igualdad de oportunidades, mejores servicios públicos…

Foto: Tres personajes de la Transición: Santiago Carrillo, Felipe González y Adolfo Suárez. (EFE).

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