Por MARI ÁNGELES SOLÍS / No había salida. A lo lejos, un tímido farol le recordaba un camino de sombras. Cuánto habría dado por retener aquel abrazo, cuánto… pero aquella calle parecía no tener final y desembocaba inevitablemente en el vacío.
La noche se fue vaciando de estrellas. En sus ojos, una niebla de pasado envolvía la mirada. No podía distinguir si venían a por ella. Los pasos aún eran lejanos. Pero aquel frío en sus huesos la hacía cómplice del delito. Y no podía contener el miedo.
En su abrazo pudo sentir la fuerza del viento. Un huracán había removido su pecho, muerto hacía siglos. Y su vientre parió mil dolores en forma de suspiros. Y todo, para nada. Para morir en una esquina. Gangrenada de odio se hallaba su herida. Como si un desconocido portase el puñal que acarició su aorta.
El silencio gritaba. Las voces en su cabeza susurraban aquel nombre. E imaginaba su vida expuesta a los ojos inciertos de la muchedumbre. “Asesina”, acaso gritaban. Aún con dolor, se encogía junto a la vieja fachada. Se restregaba contra el antiguo muro del templo implorando un último hálito de piedad, tal vez inmerecido.
Una música repetitiva acariciaba sus oídos. En las fachadas, telas de antaño colgaban, cual si fuesen fantasmas. Y la melodía se repetía, una y otra vez. El bajo permanecía inmutable como una imagen que regresa del olvido pronunciando su nombre. Era el destino. Estaba presa en aquel ciclo, en aquella melodía, sin poder escapar.

Era una lucha entre su razón y su corazón. Entre el orden y la pasión. Muy en lo profundo de su ser. La perfección y el amor. Lo que al principio fue control, ahora era colapso, catarsis.
Qué podrida primavera la que se abría paso ante ella, aquella maldita hora que no debió rozar el dolor. Ahora, los pasos se acercaban. Cuatro hombres buscaban a la asesina. Miró sus manos llenas de sangre y se rindió. Cayó en sus garras…
Mientras la esposaban, le preguntaban qué había hecho con él, en qué lugar misterioso lo guardaba. No respondió. Registraron su pecho sin encontrarlo. Y, entonces, en un leve suspiro, ella pidió perdón. Porque había perdido a la presa a lo largo del camino.
Un policía declaró que, efectivamente, habían encontrado su pecho vacío. Pero que, en la calle Valparaíso, aquella noche, encontraron esparcidos trocitos de su corazón.
Y por la calle siguió pasando el viento. Igual que la primera vez.
Mari Ángeles Solís
Imagen: Acuarela del dibujante jienense Alfonso Rodríguez Márquez.



