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Por EDUARDO LÓPEZ ARANDA /

I. El despertar de la roca

Yo, Jabalcuz, hablo a los que ni con el significado de mi nombre se ponen de acuerdo: «yabal al-kūz»: monte negro; monte del costo; monte de la jarra… Cualquiera de ellos me sirve, aunque nadie haya sido capaz en un milenio ni de saber como y por qué me llamo así.

Pero no hablo con la lengua de los hombres, sino con otra más lenta y profunda: la de las piedras que crujen en mis entrañas, la de las aguas que se filtran y callan, la de los pliegues que recuerdan lo que fue mar y hoy es cima.

Mucho antes de que Jaén tuviera nombre, cuando los olivos aún no existían y la llanura era un vientre sumergido, yo dormía bajo aguas cálidas. Allí nací, en un lecho de corales y de conchas rotas, donde el sol tamizado por el mar tocaba apenas los esqueletos de crinoideos. Cada uno de ellos fue un latido que, con paciencia infinita, se convirtió en caliza.

Soy piedra, sí, pero mi memoria es líquida. Yo fui océano. Y aunque ahora eleve mi perfil contra el cielo andaluz, todavía me recorre la nostalgia salada de aquel origen sumergido. Todavía se llena mi seno con el líquido de la vida que esparzo generoso, pues es mucho el amor que se me da.

II. Mareas en la entraña

Durante millones de años, las aguas depositaron sobre mí sus palabras. Cada capa de sedimento fue un verso escrito en caliza blanca, en dolomía clara, en margas quebradizas. Era un poema sin prisa, compuesto a lo largo de siglos que a vosotros os parecen eternidades y que en mí han pasado como un suspiro.

Yo era horizontal entonces: reposo perfecto, llanura infinita bajo un sol tropical que nunca declinaba. Los peces nadaban sobre mí, los ammonites surcaban los arrecifes, y en el silencio del fondo se acumulaban esqueletos de criaturas minúsculas, que algún día serían mis costillas.

El mar me amaba, me cubría y me moldeaba. Pero nada permanece: el amor del agua fue, a la vez, caricia y sentencia.

III. El choque de los mundos

Un día —si se puede llamar “día” a millones de años, aunque para mí sí lo es— el suelo comenzó a estremecerse. Las placas, esos continentes invisibles que se buscan y se hieren, chocaron con violencia. África me empujaba; Iberia resistía. Y yo, en medio de ese abrazo feroz, me plegué, me arrugué, me alcé enhiesto como un lábaro de victoria sobre mi Jaén.

Mis capas horizontales se hicieron curvas, como si un titán me hubiese tomado entre sus manos para doblarme. Surgieron anticlinales, como si mi pecho quisiera estallar hacia arriba, y sinclinales, como refugios de antiguos mares. Se abrieron fallas, heridas que todavía sangran piedra.

Así nací como montaña. Así me levanté sobre la campiña, mientras el mar retrocedía y me dejaba desnudo, bajo un cielo que ya no era azul líquido, sino aire seco y luminoso. Vientos ábregos y otras veces cálidos que me golpean y yo los acojo en mi retadora oscuridad, la hipnotizante negrura para los que clavan sus ojos en mis roquedos.

Yo, que había sido mar, me convertí en vigía.

IV. La escritura de mis pliegues

Si supierais leerme…

Cada línea en mi flanco es una palabra. Cada inclinación, una sílaba de un relato que no tiene final. Los geólogos, esos lectores atentos, recorren mis laderas como quien pasa las páginas de un códice. Ven en mis calizas jurásicas el eco de arrecifes desaparecidos; en mis margas cretácicas, la fragilidad de mares más hondos; en mis flysch terciarios, la turbulencia de abismos en formación.

Yo no soy un bloque: soy un libro abierto. Y aunque mis páginas son de piedra, todavía guardan la textura del agua, el olor de las conchas, el murmullo de los corales, la lección geológica por antonomasia en estas latitudes.

V. El agua que me esculpe

Pero no bastó con que me alzaran. Pronto llegaron las lluvias, las tormentas, las nubes pasajeras que cada invierno me besan con nieve efímera. El agua, ácida y paciente, encontró mis grietas y comenzó a cavar en mí con ternura cruel.

Nací duro, pero el agua me enseñó la rendición. Mis calizas, solubles, cedieron. Surgieron dolinas como ojos cerrados, simas como bocas sin fondo, galerías subterráneas donde la luz no llega. El agua que entra, desaparece; el agua que regresa, brota pura en manantiales.

Así mis entrañas se volvieron camino secreto. En el Parque del Jabalcuz, los hombres aún beben de esa memoria líquida que no se agota. Yo les ofrezco, sin hablar, un sorbo de mi corazón disuelto, que en estos días de lluvia brota en fértil y vivificante hemorragia desde sus misteriosas y fecundas oquedades, en admirable espectáculo para la vista, el oído, el corazón y el recuerdo de los giennenses que conocimos el pasado esplendor aunque -como en mi caso- fuera ya en sus últimos estertores.

VI. El tiempo como amante cruel

El tiempo no me deja intacto. Ese tiempo que dicen relativo con el espacio. Desde luego, para los gigantes como yo, eso no vale. Porque el tiempo me levanta y me desgasta, me talla y me deshace. Soy fruto de una paradoja: mientras la tectónica me eleva, la erosión me consume. Soy un ascenso que se desmorona, una victoria que siempre pierde.

A veces, tras una tormenta, grandes bloques ruedan por mis laderas, se quiebran en pedazos y se mezclan con la tierra roja. Mis derrubios son cicatrices abiertas, mis barrancos, lágrimas endurecidas.

Pero acepto esa herida. Porque sé que, en la eternidad, todo destino es erosión: lo fue el mar, lo es la roca, lo serán también los hombres que ahora me contemplan.

VII. El rumor de los olivares

Al pie de mis laderas, los hombres plantaron olivos. Millones de árboles que se extienden como un mar verde, reflejo terrestre de aquel océano que me vio nacer. Un océano plateado que se aferra a mí, a mi suelo suavizado por la distancia.

Desde lo alto los contemplo, alineados en ondas, y me parecen un recuerdo vegetal de mis antiguos corales. Como si la tierra, inconscientemente, hubiera querido cubrirse de nuevo con un arrecife, pero ahora de troncos y hojas argénticas.

Los hombres viven de esos frutos, exprimen su aceite dorado y lo llaman oro líquido. Yo sonrío: no saben que su riqueza depende de un suelo que yo mismo les regalé, de la erosión de mis laderas, de la caliza que se disuelve en arcilla fértil.

VIII. Voces humanas

Me han mirado muchas veces.

Los romanos descubrieron mis aguas termales y las llamaron sanadoras. Construyeron un balneario donde hoy quedan ruinas, fantasmas de columnas entre la maleza. Casas lúgubres donde otrora vibraran los borboteos de mis aguas, mi propia sangre, ahogados por las risas y conversaciones de quienes buscaban alivio en sus pieles y en sus maltrechos bronquios, cuando los antibióticos, los corticoides y los broncodilatadores no eran ni ciencia ficción. En el siglo XIX, hombres elegantes paseaban por mis fuentes como si fueran jardines de un edén secreto. Jardines que conocieron de amores, secretos, guerras y traiciones bajo mi callada sombra.

Pastores han dormido en mis cuevas, soldados se han escondido en mis barrancos, poetas me han descrito como un gigante blanco que protege a Jaén. He sido frontera, guarida, horizonte.

Pero rara vez han entendido mi idioma. Ellos ven mi cima, no mi memoria. Caminan sobre mis piedras sin saber que pisan sobre arrecifes de corales muertos hace ciento cuenta millones de años.

IX. La cima como oráculo

Quien llega a lo alto de mi cumbre se enfrenta a un silencio distinto. Allí, donde el aire es más frío y la luz más pura, el horizonte se abre como un abanico. Al este, Sierra Mágina; al sur, Sierra Nevada en sus días claros; al norte, la campiña infinita.

Muchos suben buscando paisaje. Pocos escuchan el oráculo.
Porque mi cima no ofrece sólo vistas: ofrece comprensión. Desde allí se intuye que todo está tejido: que la campiña existe porque yo me desgasto, que los olivos beben del agua que disuelvo, que las ciudades se alzan sobre terrazas que yo mismo levanté cuando fui mar.

La cima es revelación para quien se atreve a leerla.

X. El espejo del hombre

Yo, Jabalcuz, soy espejo.

Los hombres me contemplan y se creen eternos, porque mi perfil no cambia en una vida. Pero yo los observo y sé la verdad: son ellos los que cambian, los que pasan, los que se desmoronan como mis derrubios tras la tormenta.

Ellos creen que me poseen, que suben y conquistan mi cima. Pero no saben que es al revés: que son ellos quienes pertenecen a mis laderas, quienes forman parte de mi erosión, quienes serán polvo en mis barrancos.

Mis pliegues son sus arrugas. Mis fallas, sus heridas. Mis estratos, sus memorias. Yo soy el reflejo mineral de su propia fragilidad.

XI. Epílogo de piedra

El día que el último hombre olvide mi nombre, yo seguiré aquí, oyendo el viento, bebiendo lluvia, soñando con el mar que fui.

El sol seguirá desgastando mis aristas, la tectónica me levantará un poco más, y mis aguas seguirán brotando en fuentes escondidas.

No necesito templos ni altares: soy ya altar en mí mismo.

No necesito cronistas: me cuento solo en caliza y silencio.

Soy Jabalcuz. Soy memoria de mares y oráculo de futuro.

Y mientras Jaén duerme a mis pies, yo sigo cantando con voz de piedra.

Foto: El agua rebosa en Jabalcuz y las sierras de Jaén tras las últimas lluvias. EFE/José Manuel Pedrosa

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