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Por EDUARDO LÓPEZ ARANDA /

Hay lugares en Jaén que forman parte de la vida de la ciudad, tanto como
sus calles o su catedral. Espacios donde el tiempo parece detenerse y donde el
oficio, la constancia y la hospitalidad se entretejen hasta convertirse en una
misma cosa, una unidad prácticamente indivisible e indistinguible por su
admirable homogeneidad. Uno de esos lugares, querido y respetado por cuantos
amamos esta tierra, es el restaurante Riochico.

La definición de restaurante, se queda corta y casi insultante,
permítaseme la expresión, para la Casa que Miguel Marín, uno de los grandes
de la hostelería giennense junto a los recordados Pedro Millán, Carlos Guerrero,
Vicente Barranco y los hermanos Lerma, entre otros, fundara allá por los
primeros años de la década de los sesenta del pasado siglo, cuando algunos
comenzábamos a abrir los ojos y a respirar el aire de este Jaén que, a pesar de
todo, «nos quita el sueño».

Riochico es una institución del buen hacer, un ejemplo de cómo la
dedicación y la fe en el trabajo pueden convertirse, con los años, en una forma
de arte. Porque en Riochico no se improvisa nada: se cuida, se respeta, se ama.
Cada plato, cada sonrisa, cada gesto del servicio es fruto de una manera de
entender la hostelería que hoy pertenece a otro tiempo, pero que sigue siendo la
que mejor resiste al paso de los años: la de la honestidad, la calidad y la cercanía.
La familia Marín, al frente de esta casa, es el paradigma de una tradición
que ha sabido mantenerse fiel a sí misma sin renunciar a evolucionar. Y al timón,
Miguel Marín, ese hombre discreto, atento, de mirada serena y palabra amable,
que lleva décadas haciendo del trabajo diario una lección de constancia y
elegancia. Miguel no solo dirige un restaurante: ejerce el arte de acoger. Porque
eso es Riochico, ante todo: un lugar donde uno se siente recibido, comprendido
y cuidado, como en casa, pero con la excelencia de quien se ha propuesto que
cada comida sea un recuerdo imborrable pues no duden que la experiencia de
los sentidos, llega al corazón.

Quien haya pasado por sus mesas sabe de qué hablo. El aroma de los
productos de la tierra, la textura perfecta de una carne, el brillo del aceite que
corona un plato, la sutileza con la que la cocina tradicional se encuentra con la
innovación, sin estridencias ni artificios. En Riochico no hay fuegos de artificio ni
experimentos innecesarios; hay verdad. Y esa verdad, que se percibe en cada
bocado, es la que distingue a los grandes.

Por eso, muchos jiennenses —y también muchos visitantes que conocen
lo que aquí se hace— coincidimos en una idea que no es solo un deseo, sino
una convicción firme: Riochico merece una Estrella Michelín. Y la merece no por
moda ni por vanidad, sino por justicia. Porque cuando uno recorre España y
observa cómo se reparten distinciones a restaurantes que, siendo notables, no
alcanzan la profundidad, el equilibrio y la constancia de esta casa, es inevitable
sentir que algo se nos escapa. Que, una vez más, Jaén brilla sin que todos se
den cuenta, sin que haya una referencia -como es la Estrella Polar- para guiarnos
hacia el norte de la excelencia gastronómica, magníficamente representada ya
en Jaén, pero con una carencia fundamental: la de Riochico.

La Guía Michelín debería mirar de nuevo hacia aquí, hacia esta tierra que
tantas veces se deja a un lado como, por desgracia, estamos acostumbrados a
ver en administraciones, empresas e instituciones, y reconocer que la excelencia
no siempre está donde más ruido se hace. A veces, la excelencia está en un
comedor luminoso, en un plato que huele a olivar y a memoria, en una sonrisa
que te despide sabiendo que volverás. En ese silencio amable que solo logran
los lugares donde se trabaja con amor.

Porque si algo representa Riochico es precisamente eso: la dignidad del
trabajo bien hecho, el orgullo de una familia y de una ciudad que sabe resistir sin
perder su esencia. Cada servicio, cada comida, cada gesto de Miguel y su equipo
es un homenaje a Jaén, a sus productos, a su gente. Y si alguna estrella ha de
iluminar nuestro cielo gastronómico, que sea esa: la que desde hace años brilla,
con luz propia, sobre Riochico.

Que la Michelín se decida a ponerle nombre será solo un acto de
reconocimiento formal. Porque los que amamos Jaén —y resistimos en ella—
sabemos que esa estrella ya está ahí, encendida desde hace mucho, sobre la
cocina de Miguel Marín y sobre la nobleza de un restaurante que honra a su
ciudad.
Eduardo López Aranda.

Foto: La terraza del restaurante Riochico, en el mismo centro de Jaén.

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