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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /

Era un mes de abril, sin lluvia. Posiblemente a finales, cuando las flores comienzan a despuntar. Atrás dejábamos una vida. Atrás dejábamos lecturas, conciertos de música en alguna de sus plazas.
Dejábamos las cenas, siempre con vino. Al principio, éramos solos los dos.
Después el salón se hizo más grande. El apartamento tuvo que reconocer
dos nuevas voces. Ellas comenzaron pronto a sorprendernos.
Nos dividíamos por turnos las ventanas para ver salir el sol por el este.
Las primeras en avisarnos ellas. Con ellas aprendimos a no dormir.
A leer, mientras caían sus ojos con la tarde.
Mas siempre en alerta, con el marcapáginas preparado por si acaso.
Tú, eras la primera en acudir. Sobre todo, con Julia. Al llegar Emma nos relajamos. La experiencia nos exigió tranquilidad.
Al salir, los cuatro juntos, en ese mes de abril, supiste
que ya nunca volveríamos a esa casa que tanto te gustaba.
En la plaza de enfrente, el sol derrotaba a la noche.
Era por la mañana, muy temprano, cuando encaramos la calle de todos
los días, para no verla más.
Alguien tocaba el violín. Se trataba del estudiante que vivía debajo nuestra.
Me preguntaste si conocía la música. Quisiste ponerme a prueba, y no fallé. La música, me dijiste, es la más hermosa de las poesías.
El nuevo hogar nos esperaba. Una mudanza, a veces, puede convertirse
en un hermoso acontecimiento. Para nosotros fue una ilusión.
La calle a la que íbamos también era de piedra. Con sus casas solariegas que sobreviven a la impostura de la modernidad.
Hicimos de la nueva casa algo similar a lo que teníamos.
Las librerías con sus baldas de poesía y narrativa. Ocupando un lugar preeminente los poetas y escritores locales.  Clasificados según sus egos.
En las paredes, los mismos cuadros parecían otros, la luz que entraba les daba una vida que antes no tenían.
Las niñas fueron las primeras en entrar. Julia y Emma hicieron del pasillo su fortaleza. Nosotros detrás, con la prudencia que nos da la jerarquía que ellas, sabiamente, se saltan.
Fue a finales de abril, cuando volvimos a crear otra vida, otra nueva existencia.
Los cuatro nos hicimos fuertes, mientras el ángulo del horizonte
nos llevaba hacia la montaña.
Pronto llegó mayo. Y el día era una rosa caída del cielo.

Calle Bernabé Soriano, Jaén.
(La Carrera)

El cuento parecía hermoso. Las luces de Navidad, igual que un crepúsculo
en el norte.
El trenecito recorriendo de la ciudad las calles, espejos parecían.
Sin embargo, era necesario dotar de realidad el cuento.
En esa misma calle, a la vez que las luces brillaban más, y daba siempre el trenecito las mismas vueltas, alguien estaba ausente, invisible, en la acera por la que paseaban la felicidad y la dicha.
Solo, las miradas sosteniendo. Acurrucado, como un personaje de cualquier cuadro de Carrillo.

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