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Por JAVIER LÓPEZ / Escribí una vez que Francisco leía cada carta que le llegaba como si el remitente fuera San Pablo. Hablo con conocimiento de causa: remití a su atención uno de mis libros de defensa del catolicismo y recibí su bendición por respuesta. He de admitir que cuando se lo mandé tenía la misma esperanza de que cayera en sus manos que la que tendría si subiera a rematar un córner con Rudiger en el palo corto o que hacerle un caño a Mbappé en la línea de tres cuartos.

La proximidad, la distancia corta, la larga, el perfil alto, el bajo, la paz como horizonte temporal para acceder a la vida eterna, la defensa del débil y la fe como sobremesa han sido virtudes que han acompañado a Francisco durante su pontificado. A la que hay que añadir la campechanía -casi daban ganas de tutearlo- y, sobre todo, la ausencia absoluta de proselitismo, dado que Francisco ha evangelizado al modo en que polinizan las abejas: despreocupadamente.

Por todo esto, pedir que sea santo súbito no es el populismo sino justicia. De hecho, como acredita el pasaje de la Resurrección, la muerte son dos días, de manera que el miércoles como mucho Francisco estará ante el Padre. Es el premio que corresponde a quien en lugar de actualizar el sermón de la montaña se ha mantenido fiel a un mensaje que apuesta por los humildes sin politizarlos. Creo que si en el de Francisco resuena el Salve Regina en vez de la Internacional es porque era consciente de la diferencia entre un pesebre y un koljós.  

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